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María y la Anunciación

En los últimos días del Adviento la liturgia presenta unas ferias privilegiadas, que ayudan a preparar la inminente celebración de la Navidad. El 20 de diciembre nos invita a meditar en la Anunciación a María, que narra el médico evangelista, san Lucas, al inicio de su Evangelio (1, 26-38): En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios… El primer personaje en escena es el Arcángel Gabriel, un mensajero de primera categoría. Su nombre significa “Fuerza de Dios”, y había aparecido dos veces antes en la historia: primero, en la profecía de Daniel, anunciándole la futura venida del Mesías; más adelante, en el inicio del Nuevo Testamento, cuando le comunicó al sacerdote Zacarías que sería padre de Juan Bautista, el Precursor del Verbo Encarnado. Por este motivo es el patrono de los comunicadores, porque estuvo relacionado con el anuncio de la noticia más importante de la historia, que vamos a considerar en esta meditación. En el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por

El juicio particular

Continuamos considerando las verdades eternas, de acuerdo con la invitación que la Iglesia nos hace en el mes de noviembre. Ya hemos meditado la ineluctable realidad de la muerte, con ocasión de la conmemoración de todos los fieles difuntos el segundo día del mes. Más adelante consideramos la esperanza del cielo, partiendo del diálogo de Jesús con los saduceos acerca de la resurrección de los muertos, cuando el Maestro aclaró que el Señor "no es Dios de muertos, sino de vivos". Una semana más tarde, la liturgia nos presenta el evento que vendrá al final de los tiempos, el juicio final. Es una realidad tan importante, que todos los domingos la reafirmamos en el credo al proclamar de pies que Jesucristo vendrá al final de los tiempos "para juzgar a vivos y muertos". Benedicto XVI glosa esta costumbre en su encíclica sobre la esperanza: “Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como crite

¡Auméntanos la fe!

Desde el primer momento, la presentación del mensaje cristiano lleva implícita la invitación a creer: Conviértanse y crean… (Mc 1, 15). Los apóstoles tuvieron esa experiencia y por eso siguieron a Jesús, dejándolo todo de inmediato tras escuchar su llamada. Pero ese acto de abandono era solo el comienzo, no bastaba con la inercia, dejar que pasaran los años. Entre otras cosas, porque la vida cristiana —y en general, toda la existencia humana— implica lucha para renovar con frecuencia la decisión inicial. También los discípulos experimentaron esa dificultad, a medida que el Señor iba explicitando las exigencias de su vocación y les anunciaba que Él mismo se encaminaba a morir en la Cruz. Eso explica una petición, en apariencia simple, que transmite el Evangelio de Lucas (17, 5-10): Los apóstoles le dijeron al Señor: “Auméntanos la fe”. Es bonito ver la sencillez con la cual reconocen que les falta esa virtud tan importante (a la cual santo Tomás definiría como “el fundamento

El buen samaritano

San Lucas presenta una ampliación de las enseñanzas de Jesús, camino de Jerusalén. La primera de ellas se da con ocasión de un diálogo del Maestro con un doctor de la Ley, un Legista. Pregunta de modo amable, aunque el evangelista dice que “para ponerlo a prueba”: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Como el joven rico, pregunta por la felicidad perenne, que es un ansia natural del corazón humano. La respuesta que nos da la cultura dominante sería que la clave para ser feliz es tener dinero, poder y placeres. A cada persona le gustará uno en especial, o dos… ¡o los tres! La sabiduría divina ofrece otra alternativa muy distinta: la clave de la felicidad está en cumplir las enseñanzas de la alianza del Señor con su pueblo, que ha sido acogida casi que universalmente: amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. Él respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda

San Josemaría: padre, maestro y guía de santos.

Como sucede con todos los santos, la biografía de San Josemaría es un modelo que nos sirve para imitar a Jesucristo. Si miramos los primeros años de su vocación sacerdotal encontraremos la convicción de que estaba haciendo la Obra de Dios, que palpaba la acción de la gracia: “Esto va bien”, escribía. Pero ese trabajo de ser instrumento para encarnar el querer divino le exigía un esfuerzo agotador, que lo dejaba tenso y molido. Apenas podía descansar un poco, hasta el punto de escribir: "estoy rendido, lo mismo que si me hubieran apaleado". En ese contexto, el Señor lo encaminaba en su vida interior por la vía de infancia espiritual, que lo orientaba al abandono filial en los brazos de su Padre Dios. Ese camino le permitió descubrir que esta faceta, la filiación divina, es el fundamento de la vida espiritual. Y también que su vocación sobrenatural conllevaba la dimensión de la paternidad espiritual. Por ejemplo, en 1931 escribía en los apuntes íntimos que dirigía a su

Misericordia y perdón

En los primeros días del pontificado, el papa Francisco predicó sobre la misericordia divina, al explicar el pasaje del Evangelio en el que Jesucristo perdona a la mujer adúltera. ¡Es lo que le tocó, la liturgia del día!, pensaría cualquiera. Pero resulta que siguió hablando tanto del tema que alcanzó para que un periodista prudente titulara un libro sobre él con el nombre de “El papa de la misericordia”. Y es que esta faceta, la misericordia de Dios, es clave en la predicación sobre los atributos divinos. Tanto que el mismo Francisco publicó un libro llamado “El nombre de Dios es misericordia”.   Pero el mismo papa ha señalado que la misericordia no se puede reducir a un sustantivo del cual se predica, o a un adjetivo que añade una característica al sujeto, sino que debe tratarse como un verbo, en sus dos dimensiones: activa, que supone que debemos ejercerla; pero también pasiva, como presupuesto para poder actuarla. Antes de hacer obras misericordiosas, debemos ser conscientes