San Lucas presenta una ampliación de las enseñanzas de Jesús, camino de
Jerusalén. La primera de ellas se da con ocasión de un diálogo del Maestro con
un doctor de la Ley, un Legista. Pregunta de modo amable, aunque el evangelista
dice que “para ponerlo a prueba”: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar
la vida eterna?”.
Como el joven rico, pregunta por la felicidad perenne, que es un ansia
natural del corazón humano. La respuesta que nos da la cultura dominante sería
que la clave para ser feliz es tener dinero, poder y placeres. A cada persona
le gustará uno en especial, o dos… ¡o los tres! La sabiduría divina ofrece otra
alternativa muy distinta: la clave de la felicidad está en cumplir las
enseñanzas de la alianza del Señor con su pueblo, que ha sido acogida casi que
universalmente: amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno
mismo:
“¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. Él
respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y
con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”. Él le
dijo: “Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida”. Pero el
maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “¿Y quién es mi
prójimo?”. (Lc 10,25-37)
El que preguntaba era un maestro y, para no quedar mal, “para justificarse”, concreta más la
pregunta, con un problema que se discutía en todas las escuelas exegéticas de
ese tiempo: “¿Y quién es mi prójimo?”.
Sus colegas decían que el prójimo eran los israelitas o, como mucho, un
extranjero aceptado entre los judíos, como obra de caridad. La palabra
“prójimo” es un superlativo de “vecino”. Me trae a la memoria una frase de
Chesterton: “La Biblia nos enseña a amar al prójimo y a amar a nuestros
enemigos: probablemente porque se trata de la misma gente”.
Jesús no contestó directamente, sino que lo hizo a través de la parábola
del buen samaritano: —Un hombre bajaba de
Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo
molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto.
El descenso a Jericó era de unos treinta kilómetros, bajando unos
quinientos metros. La vía era estrecha y culebrera y pasaba por zonas
desérticas y solitarias. Por lo tanto, era un camino muy inseguro, pues
—además— tenía bastantes cuevas donde podían esconderse los salteadores.
Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y,
al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a
aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Como en otros relatos similares, esta parábola de Jesús tiene
perfectamente delineados los personajes: la víctima era un judío, al que no le
ayudaron los representantes de la misericordia divina, que eran el sacerdote,
encargado del culto, y el levita, ejemplo de la piedad judía. Ambos dan un
rodeo y pasan de largo. Probablemente regresaban de ejercer su ministerio en el
Templo y, como eran celosos cumplidores de la Ley, no atendieron al herido por
temor a contaminarse. Les era más importante cumplir preceptos que ayudar al
necesitado o tenían su propio plan, quizá religioso, y no estaban dispuesto a
alterarlo.
Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba
él y, al verlo, se compadeció. El que se apiada
es un samaritano, que era el prototipo de la enemistad con el pueblo israelita:
el libro del Sirácida dice que son un pueblo estúpido que mi alma detesta (Si
50, 25-26). Los judíos no podían decir “amén” a la oración de un samaritano.
Tampoco las judías podían casarse con los oriundos de esa zona que, por lo
demás, no podían testimoniar en los juicios, pues su declaración no tenía
ningún valor. Los de Samaria no eran considerados simples paganos, sino
apóstatas, cismáticos. Hay que decir que también los samaritanos tenían su
parte en la enemistad: pocos años antes, un grupo de ellos había esparcido
huesos humanos en la explanada del Templo, para profanarla. Por esa razón, la
samaritana que estaba junto al pozo se asombró de que Jesús le dirigiera la
palabra: “¿Cómo tú, siendo judío, me
pides de beber a mí, que soy samaritana?” (porque los judíos no se tratan con
los samaritanos) (Jn 4, 9).
Curiosamente, en la parábola es uno de esos “enemigos” el que se mueve a
compasión. El samaritano “se compadeció”, se le conmovieron las entrañas, como
a Jesús ante la viuda de Naím, o como al padre del hijo pródigo. ¿Qué hizo de
especial? compadecerse, pero con obras: y
acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en
su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Acercarse, vendar
las heridas, tratarlas (“tocarlo, mirarlo a los ojos, sonreírle”, diría el papa
Francisco).
La cooperación del samaritano es más que una simple ayuda o una curiosidad
mínima. En su misericordia, se excedió: lo curó él mismo, le cedió su medio de
transporte, lo llevó a un sitio por el que había que pagar —no al mesón
público—, lo acompañó un día y una noche.
Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al
posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando
vuelva”. Dejó dinero de sobra para pagar su
atención —el salario de dos días— y la cuenta abierta por si hiciera falta.
Pero lo más importante es que él mismo lo cuidó. Con esta parábola cambia
la perspectiva del diálogo entre el doctor de la ley y Jesucristo: a la
pregunta: “¿quién es mi prójimo?”,
respondió el Señor con la historia y con otro nuevo interrogante: ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido
prójimo del que cayó en manos de los bandidos? El doctor de la ley respondió
con nobleza: —El que practicó la misericordia con él. El prójimo es el
misericordioso. Esta es la gran enseñanza del pasaje. El doctor preguntaba por
quién era el más cercano, al que más debía amar, y Jesús le responde que debe
ser compasivo, como Dios, con todas las personas.
Benedicto XVI proponía esta parábola
como un programa para la Iglesia del siglo XXI:
Mientras el
concepto de “prójimo” hasta entonces se refería esencialmente a los
conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y
por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite
desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda
ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto.
Aprendamos del Señor a ver, en todas las personas con las que nos encontramos,
otros hijos de Dios y a tratarlas como tales. Mi prójimo es todo el que me
necesite. No me molesta, sino que me permite ejercitar mi vocación, parecerme a
Jesús, y quererlo en aquel por quien Él dio su vida. (2005, p. 15)
De hecho, la segunda aclaración de la encíclica es que Amor a Dios y amor
al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en
Jesús encontramos a Dios (DCE, n. 25). Enséñanos, Señor, a verte en las
personas que nos necesitan, especialmente en los más humildes y necesitados.
Los íconos que representan este pasaje del Evangelio muestran que el primer
buen samaritano fue Jesús. El personaje de la parábola lubricó las heridas del
judío con aceite y vino, que eran elementos terapéuticos de la época, pero
también serán signos sacramentales: Jesús es el buen samaritano que nos cura
con el aceite de su caridad en el bautismo, en la confirmación, en el orden
sacerdotal, en la unción de enfermos. Además, Él mismo fue quien curó nuestras
heridas, cargó con nuestras miserias, nos condujo a la casa del Padre y cuidó
de nosotros con su gracia. Y nos alimenta con el pan de su cuerpo y el vino de
su sangre en la Eucaristía.
Jesús le dijo: “Anda y haz tú lo mismo”. Obras de misericordia corporal, como el samaritano:
socorrer al necesitado, curar heridas, ofrecer ayuda económica. Excederse,
hacer más de lo que toca: la caridad va más allá de la justicia. Es lo que
propuso el papa Benedicto XVI en la encíclica "Caritas in veritate": que
nos movamos por la lógica del don, de la gratuidad, de la solidaridad.
Y obras de misericordia espiritual: por ejemplo, pensar bien de la gente, comprender,
perdonar. Nos puede servir el ejemplo del papa Francisco. Se decidió a seguir a
Jesús en la fiesta de san Mateo de 1953, tras confesarse con el P. Carlos
Duarte (quien murió un año después, de cáncer). Este sacerdote era atendido a
su vez por el P. José Aristi, “gran confesor de sacerdotes y maestro de
misericordia, cuyo crucifijo lleva siempre como reliquia en una bolsa colgada
del pecho bajo su sotana blanca” (Boo, 2016, p. 293).
La historia es que en el velorio del padre Aristi no había flores, por lo
cual mons. Bergoglio, que para entonces era obispo auxiliar de Buenos Aires,
pensó: “este hombre ha perdonado los pecados a todo el clero y ahora no tiene
siquiera una flor”. Fue a comprar unas cuantas y, mientras se las ponía,
arrancó la cruz de su rosario (“Es ese ladrón que todos llevamos dentro”,
dice…). En aquel momento miró al cadáver y le dijo: “dame la mitad de tu
misericordia”. Desde entonces la lleva consigo y, “cuando me viene un mal
pensamiento contra alguien, echo siempre la mano aquí. ¡Y siento la gracia!
Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote misericordioso…” (Boo, 2016, p.
294). El papa nos invita a imitar esa compasión de Jesús:
“Algunos teólogos
antiguos decían que en este pasaje se encierra todo el Evangelio. Cada uno de
nosotros es el hombre herido, y el samaritano es Jesús. Y nos ha curado las
heridas. Se ha hecho cercano. Ha cuidado de nosotros. Ha pagado por nosotros. Y
ha dicho a su Iglesia: "Si necesita algo más, págalo tú, que yo volveré y
pagaré". Pensarlo bien: en este texto está todo el Evangelio. Queridos
hermanos y hermanas, nada de funcionarios. Hay que ser cristianos en serio,
cristianos que no temen mancharse las manos, la ropa, cuando se hacen cercanos,
cristianos abiertos a las sorpresas, cristianos que, como Jesús, pagan por los
demás” (Homilía, 8-10-2018).
Pidamos a la Santísima Virgen que cada día vivamos mejor “el programa del
cristiano —el programa del buen samaritano, el programa de Jesús—, que es un
“corazón que ve” (Benedicto XVI, 2005, n. 31). Que el nuestro sea un corazón
que ve dónde se necesita amor, misericordia, y que actúe en consecuencia.
Comentarios
Publicar un comentario