Las lecturas del domingo XIII del ciclo C giran alrededor de la vocación. En la primera lectura se recuerda la vocación de Eliseo, llamado por Elías para seguirle en el camino profético (1R 19, 16-21). Su respuesta es inmediata, como la decisión de Jesús de cumplir la voluntad del Padre al encaminarse hacia su muerte en Jerusalén, a pesar de la oposición tanto de los samaritanos como de los discípulos (Lc 9, 51-56). Por eso el salmo elegido para este domingo es el 16, que afirma: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad”.
Al final del capítulo noveno (vv. 57-62),
san Lucas presenta las disposiciones que comporta el seguimiento de Jesús: ser
consciente de que “el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (v.
58), y que puede conllevar exigencias radicales como no enterrar al padre (“Deja
que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”,
v. 60) o no despedirse de los parientes (“Nadie que pone la mano en el arado y
mira hacia atrás vale para el reino de Dios”, v. 62).
Al afirmar que “el Hijo del hombre no tiene
donde reclinar la cabeza”, Jesús se presenta como pobre, más aún que las zorras
y los pájaros, para darnos ejemplo de abandono en el Padre. Aquí vemos que es
realidad lo que mencionará al hablar del juicio final: que él “se identifica con
los hambrientos y los sedientos, con los forasteros, los desnudos, los enfermos
y los encarcelados, con todos los que sufren en este mundo (...). Él es quien
no tiene posesiones ni patria, quien no tiene dónde reclinar la cabeza. Él es
el prisionero, el acusado y el que muere desnudo en la cruz” (JR, JN).
Jesús invita a imitarle en su pobreza, en su
desprendimiento de los bienes materiales, en su abandono en las manos del
Padre: “nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre
Nuestro, todo poderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del
corazón (...); tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta
tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya
que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis! (cf. Lc 12, 30), y El proveerá”
(ECP, n. 116).
Con la provocación que supone la exigencia
de omitir el deber de enterrar a un padre muerto, Jesús proclama que “la
urgencia de comunicar el Evangelio, que rompe la cadena de la muerte e inaugura
la vida eterna, no admite retrasos, sino que requiere inmediatez y
disponibilidad” (Francisco, Ángelus, 30-6-2019).
También la expresión del v. 62 (“Nadie que
pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios”) se ve
como una invitación exigente. San Juan Pablo II dice que es a ser laboriosos: “En
la causa del Reino no hay tiempo para mirar para atrás, y menos para dejarse
llevar por la pereza” (NMI, n. 15). Y san Josemaría la ve como un llamado a la
fidelidad: “No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás: el
Señor está a nuestro lado. Hemos de ser fieles, leales, hacer frente a nuestras
obligaciones, encontrando en Jesús el amor y el estímulo para comprender las
equivocaciones de los demás y superar nuestros propios errores. Así todos esos
decaimientos –los tuyos, los míos, los de todos los hombres–, serán también
soporte para el reino de Cristo” (ECP, n. 160).
El papa Francisco explicaba que, más que ver
tres negaciones en estas palabras de Jesús, hay que descubrir las virtudes que
el Señor pide para sus discípulos: la itinerancia, la prontitud y la decisión.
Se trata de seguir nuestra vocación cristiana: “el objetivo principal:
¡convertirse en discípulo de Cristo! Una elección libre y consciente, hecha por
amor, para corresponder a la gracia inestimable de Dios” (Ángelus, 30-6-2019).
Esta es la clave de la alegría del
Evangelio: ver la vida como una vocación, una llamada que Dios nos hace.
Sabernos parte de un designio divino, que el Señor tiene un sueño para cada uno
de nosotros, que quiere que seamos “santos e intachables ante él por el amor”
(Ef 1, 4). Hoy celebramos la fiesta de san Josemaría, un hombre que fue
consciente de su vocación cristiana, la cual incluía difundir esa llamada
universal a la santidad. Cuentan que una vez, en una predicación, citó esas
palabras de san Pablo y añadió: “Y no hay más” (Meditación, 8-2-1959).
Un resumen de su mensaje se encuentra en
estas palabras: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador
y poca cosa [...] pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios,
que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor,
que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que
sea su estado, su profesión, u oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria,
sin apariencia, puede ser medio de santidad” (Carta 1, n. 2).
Hoy también estamos concluyendo el año
internacional de la familia, convocado por el papa Francisco en recuerdo de los
cinco años de la publicación de la Exhortación “Amoris laetitia” y por
eso podemos considerar en nuestra oración un aspecto concreto de nuestra
vocación cristiana en la vida corriente: la santificación de la familia.
A san Josemaría le gustaba mucho la
afirmación de san Pablo sobre el amor de los esposos, diciendo que se trata de
“un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32). Glosaba
esta enseñanza del Apóstol de las gentes diciendo que el sacramento del
matrimonio es ”signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma
de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida
matrimonial en un andar divino en la tierra” (ECP, 23).
De allí su predicación, que fue considerada
revolucionaria durante mucho tiempo, acerca de la existencia de una vocación
matrimonial. Que esta llamada no es un estado de segunda categoría, sino un camino
de santidad. Así lo dejó escrito en el n. 27 de Camino: “¿Te ríes porque te
digo que tienes «vocación matrimonial»? –Pues la tienes: así, vocación.
Encomiéndate a San Rafael, para que te conduzca castamente hasta el fin del
camino, como a Tobías”.
Muchos años después, el Concilio Vaticano II
lo proclamaría con solemnidad: “los cónyuges tienen su propia vocación” (LG, n.
35), invita a “fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y
familiar” (GS, n. 52), “esta vocación cristiana” (GS, n. 49). Pero al comienzo
de su predicación, san Josemaría enfrentó muchas contradicciones por predicar
esta enseñanza.
En una de sus primeras instrucciones para el
apostolado de sus hijos del Opus Dei con los jóvenes, les aconsejaba: “Hacedles
ver el noble derrotero de un cristiano padre de familia; y cómo se precisan
padres de familia virilmente piadosos; y cómo se necesita, sin duda, una
especial vocación para ser padre de familia ―muchos nunca habrán oído hablar
así―; y cómo ellos parecen llevados por Dios por ese camino, si procuran
luchar, y ennoblecer con esa lucha su conducta...” (Instrucción, 9-I-1935, n.
237).
En cuanto vocación cristiana, el fundador
del Opus Dei veía el modelo para el amor humano en el misterio del amor de
Dios, y por eso explicaba que ahí está la clave de la felicidad en la
tierra: “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda,
sino un corazón enamorado” (S, 795). La mejor manera de vivir enamorados es
amando a Dios en primer lugar y, desde ese corazón amante, querer todas las
realidades creadas con el mismo amor de Dios, que “ordena mejor nuestros
afectos, los hace más puros, sin disminuirlos” (S, 898).
De esa manera la casa se convierte en un hogar
luminoso y alegre, en un rincón de la casa de Nazaret, de donde procede la paz
de nuestras familias: “La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios,
incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San
José” (ECP, n. 22). Vemos que la predicación de san Josemaría no responde a una
elaboración teórica, sino que es consecuencia práctica de su vida de oración,
de lo que contempla en su esfuerzo por meterse en las escenas del Evangelio
como un personaje más: el hogar de la Sagrada Familia, el hogar de Betania, la
vida familiar de Jesús con los primeros Doce. Como fruto de esa contemplación,
san Josemaría concluye que las familias cristianas deben ser, “con la gracia de
Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad (...). Si se vive
el matrimonio como Dios quiere, santamente, el hogar será un rincón de paz,
luminoso y alegre”(ECP, n. 78).
Hogares luminosos y alegres, integrados por
personas llamadas a ser sembradoras de paz y de alegría. De ahí el esfuerzo por
construir un ambiente sereno, cariñoso, grato. Por eso el consejo a los
cónyuges para que diriman a solas y pronto los posibles conflictos: “que no
riñan nunca delante de los hijos: para lograrlo, basta que se pongan de acuerdo
con una palabra determinada, con una mirada, con un gesto (...). La paz
conyugal debe ser el ambiente de la familia, porque es la condición necesaria
para una educación honda y eficaz. Que los niños vean en sus padres un ejemplo
de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las
pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es
capaz de superar cualquier cosa” (Conv, n. 108).
La santidad del amor humano como vocación
cristiana es el contexto en el cual san Josemaría explica la importancia de la castidad
matrimonial, que los casados han de vivir “de modo que deben amarse mutuamente ―la
mujer al marido y el marido a la mujer― según la ley natural y la ley divina; y
siguen siendo castos, queriéndose mucho” (Tertulia, 11-2-1975). Era tan fuerte
este convencimiento de la santidad del amor matrimonial, que llegó a afirmar en
referencia a la corporalidad de los cónyuges: “Yo veo al lecho conyugal como un
altar: está allí la materia del sacramento” (12-1967). Además, veía en ese amor
conyugal el mejor testimonio para reforzar la transmisión de la fe a los
hijos: “Quereos mucho; porque a través de vuestro amor podrán entrever el
amor de Dios”. Cf. Brancatisano, DSJE).
Esos hogares luminosos y alegres son escuela
de amor, donde se aprende a salir de sí mismo, a comprender a los demás y a
ayudarles a mejorar, actitud que san Josemaría resumía invitando a “quererlos
con sus defectos”: “que no agostéis el amor, que procuréis ser siempre jóvenes,
que os guardéis enteramente el uno para el otro, que lleguéis a quereros tanto
que améis los defectos del consorte, siempre que no sean una ofensa a Dios.
(...) Y si lo fueran, con afecto, poco a poco, podréis hacerlos cambiar (...).
Cuando améis así, habréis aprendido a querer” (Tertulia, 18-XI-1972).
En la segunda lectura de la Misa leemos el
mensaje de san Pablo a los gálatas (5, 13-18): “habéis sido llamados a la
libertad”. Y ese es el ámbito en el que debe moverse la educación de los hijos:
en el respeto y el fomento de la libertad, que lleva a privilegiar la confianza
y la comprensión, a educar con lealtad, sinceridad y sencillez. Este clima
conllevará, a su vez, el amor de los hijos a los padres. San Josemaría gustaba
llamar al cuarto mandamiento el “dulcísimo precepto”, y sacaba consecuencias
prácticas: “No descuides tu obligación de querer más cada día a los tuyos, de
mortificarte por ellos, de encomendarles, y de agradecerles todo el bien que
les debes” (F, n. 21).
Damos gracias a Dios por el ejemplo y las
enseñanzas de san Josemaría, que nos ha recordado la llamada a la santidad en
la vida ordinaria, que incluye la vocación cristiana a santificar la familia. Y
pedimos a Jesús, María y José que en nuestros hogares se refleje la luz de
Cristo, y que sean, por eso, luminosos y alegres, “en los que la armonía que
reina entre los padres se trasmite a los hijos, a la familia entera y a los
ambientes todos que la acompañan” (ECP, n. 30).
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