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Santísima Trinidad

Desde el lunes pasado hemos recomenzado el tiempo ordinario. Ya pasaron los cincuenta días de la Pascua y nos disponemos a celebrar, con la cadencia de la vida de trabajo cotidiano, el misterio de la Redención que Cristo hizo de nuestro tiempo terrenal.  Cada año, el regreso al período ordinario está marcado por grandes solemnidades, que nos ayudan a poner los ojos en los misterios centrales de nuestra fe. Y el primero de ellos es el de la Santísima Trinidad (Cf. Compendio, n. 44). No es fácil entender este misterio, a pesar de que Dios mismo dejó “huellas de su ser trinitario en la Creación y en el Antiguo Testamento” (Cf. Id., n. 45). El propio Catecismo dice que, si Cristo no lo hubiera revelado, no lo hubiéramos alcanzado. ¡Gracias a Dios, que se encarnó y nos envió su Espíritu! Si no, estaríamos como la famosa anécdota de San Agustín, tratando de llenar el huequito de nuestra mente con la inmensidad del mar divino. Imagino que algún lector más crítico –no en mal pl

Santísima Trinidad

El tiempo de Pascua termina con la Solemnidad de Pentecostés, el octavo domingo después de Resurrección. Al día siguiente, recomienza el tiempo ordinario, que se había suspendido a partir del miércoles de ceniza. Sin embargo, en esta nueva etapa, la liturgia nos propone una serie de fiestas que nos ayudan a meditar en los misterios centrales de nuestra fe. En concreto, cuatro celebraciones que sintetizan la historia de la salvación: la Santísima Trinidad, el Santísimo Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Sagrado Corazón de Jesús y, al finalizar el año, Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Celebramos hoy la primera de estas grandes Solemnidades: la Santísima Trinidad. El Catecismo de la Iglesia (n. 234) explica que se trata del misterio central de la fe y de la vida cristiana: “Es el misterio de Dios en sí mismo. Es la fuente de todos los demás misterios de la fe, la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe”.

Santísima Trinidad

El domingo siguiente a Pentecostés, la liturgia celebra el misterio de la Santísima Trinidad.   El Prefacio de la Misa , dirigido al Padre, intenta explicar un poco más ese dogma central de la fe cristiana: “con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona, sino tres Personas en una sola naturaleza. Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo, y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad ”. En el Antiguo Testamento, ante el politeísmo rampante en el contorno hebreo, la Revelación insiste en la unicidad de Dios, que es como un padre –es más, como una madre- que perdona. La lectura del Éxodo muestra la iniciativa divina para establecer una alianza entre Dios y su pueblo. En repetidas ocasiones, los israelitas infringen ese pac