El domingo siguiente a Pentecostés, la liturgia celebra el misterio de la Santísima Trinidad.
El Prefacio de la Misa, dirigido al Padre, intenta explicar un poco más ese dogma central de la fe cristiana: “con tu único Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola Persona, sino tres Personas en una sola naturaleza. Y lo que creemos de tu gloria, porque tú lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo, y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad”.
En el Antiguo Testamento, ante el politeísmo rampante en el contorno hebreo, la Revelación insiste en la unicidad de Dios, que es como un padre –es más, como una madre- que perdona. La lectura del Éxodo muestra la iniciativa divina para establecer una alianza entre Dios y su pueblo. En repetidas ocasiones, los israelitas infringen ese pacto y Dios perdona y lo reestablece.
El capítulo 34 es un ejemplo del esquema de perdón y restauración de la Alianza. Moisés sube de madrugada a la montaña, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor baja en la nube y se queda allí con él. Entonces Moisés pronuncia el nombre del Señor. Y Yahveh pasa ante él proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Moisés se inclina inmediatamente y se echa por tierra. Como dice Carghan, la elaboración de las tablas nuevas simboliza una alianza nueva. Y la palabra cultual sobre el perdón divino, que deriva del término hebreo “seno”, muestra la compasión materna de Dios con los hijos de sus entrañas.
Con la alegría de esa alianza restaurada, la liturgia proclama el canto de los tres jóvenes (Daniel 3) en alabanza al Dios Uno y Trino: Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, a ti gloria y alabanza por los siglos. Bendito tu nombre santo y glorioso.
La Revelación del Nuevo Testamento profundiza y enseña que ese Dios único es, además, familia: lo expresa muy claramente el apóstol Pablo en la despedida de su segunda carta a los corintios (13,11-13): La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros.
Se trata de un testimonio tan claro que la liturgia lo utiliza como una de las maneras para comenzar la Santa Misa. Tomás de Aquino lo comenta así: «La gracia de Cristo, por la que somos justificados y salvados; el amor de Dios Padre, por el que somos unidos a Él; y la comunión del Espíritu Santo, que nos distribuye los dones divinos».
En esa misma línea se presenta la oración colecta de la Misa de la Solemnidad: Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los humanos tu admirable misterio; concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa.
Gracia, amor y comunión. Unidad y fraternidad. Contemplar el Misterio de Dios nos hace reflexionar sobre nuestra responsabilidad como miembros de su familia. Si fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, tenemos que dar testimonio de ese amor divino, como enseña el Evangelio de este día (Jn 3, 16-18): Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado: pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.
La Biblia de Navarra comenta que estas palabras sintetizan cómo la muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del amor de Dios por nosotros los hombres. Tanto para los inmediatos destinatarios del evangelio, como para el lector actual, constituyen una llamada apremiante a corresponder al amor de Dios: que «nos acordemos del amor con que [el Señor] nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios (...): que amor saca amor. (...) Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar» (S. Teresa de Jesús, Vida, 22,14).
Terminamos con un consejo de San Josemaría: "Aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad: creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo; espero en Dios Padre, espero en Dios Hijo, espero en Dios Espíritu Santo; amo a Dios Padre, amo a Dios Hijo, amo a Dios Espíritu Santo. Creo, espero y amo a la Trinidad Beatísima. –Hace falta esta devoción como un ejercicio sobrenatural del alma, que se traduce en actos del corazón, aunque no siempre se vierta en palabras" (Forja, 296).
Por último, un resumen teológico del Santo Padre: "Jesús nos ha revelado el misterio de Dios. Él, el Hijo nos ha hecho conocer al Padre que está en los cielos y nos ha dado al Espíritu Santo, el amor del Padre y del Hijo. La teología cristiana sintetiza la verdad sobre Dios con esta expresión: una sustancia única en tres personas. Dios no es soledad, sino comunión perfecta. Por eso la persona humana, imagen de Dios, se realiza en el amor que es la entrega sincera de sí". Ángelus, 22.05.05
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