Desde el lunes pasado hemos recomenzado el
tiempo ordinario. Ya pasaron los cincuenta días de la Pascua y nos disponemos a
celebrar, con la cadencia de la vida de trabajo cotidiano, el misterio de la
Redención que Cristo hizo de nuestro tiempo terrenal.
Cada año, el regreso al período ordinario está marcado por grandes solemnidades, que nos ayudan a poner los ojos en los misterios centrales de nuestra fe. Y el primero de ellos es el de la Santísima Trinidad (Cf. Compendio, n. 44).
Cada año, el regreso al período ordinario está marcado por grandes solemnidades, que nos ayudan a poner los ojos en los misterios centrales de nuestra fe. Y el primero de ellos es el de la Santísima Trinidad (Cf. Compendio, n. 44).
No es fácil entender este misterio, a pesar
de que Dios mismo dejó “huellas de su ser trinitario en la Creación y en el
Antiguo Testamento” (Cf. Id., n. 45). El propio Catecismo dice que, si
Cristo no lo hubiera revelado, no lo hubiéramos alcanzado. ¡Gracias a Dios, que
se encarnó y nos envió su Espíritu! Si no, estaríamos como la famosa anécdota
de San Agustín, tratando de llenar el huequito de nuestra mente con la
inmensidad del mar divino.
Imagino
que algún lector más crítico –no en mal plan- habrá pensado en esas huellas
veterotestamentarias del párrafo anterior: ¿cuáles, cuáles huellas? La liturgia
presenta algunas de ellas: por ejemplo, en el capítulo octavo de los Proverbios se
habla de la Sabiduría, que existía antes de la creación junto al Padre: El Señor me estableció al principio de sus tareas al
comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada, antes
de comenzar la tierra.
También lo vemos en la primera lectura de
hoy, tomada del libro del Éxodo (34,6). El contexto es cuando Dios entrega a
Moisés las tablas de la ley, después de que éste destruyó el becerro de oro con
el que los judíos le habían ofendido. El Señor restablece la Alianza al
bajar en una nube y se autodefine diciendo: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso. Revela de este modo
el corazón maternal de Dios en el Antiguo Testamento.
Como explica Benedicto XVI, “la "clemencia" es la gracia divina que envuelve y transfigura al fiel, mientras que la "misericordia" en el original hebreo se expresa con un término característico que remite a las "vísceras" maternas del Señor, más misericordiosas aún que las de una madre (cf. Is 49,15)”.
Como explica Benedicto XVI, “la "clemencia" es la gracia divina que envuelve y transfigura al fiel, mientras que la "misericordia" en el original hebreo se expresa con un término característico que remite a las "vísceras" maternas del Señor, más misericordiosas aún que las de una madre (cf. Is 49,15)”.
Esas son algunas de las huellas de la
Trinidad en el Antiguo Testamento (también algunos lo ven en la visita de los
tres ángeles a Abraham, que representa el famoso ícono de Rublev). Pero ni con
la sola razón ni siquiera con las huellas del AT hubiera sido posible acceder a
la intimidad del ser de Dios como Trinidad. Nos pasaría como al Islam, que varios siglos después de Cristo creyó que se trataba de tres dioses: el Padre, Jesús y María.
En la liturgia de hoy vemos algunas
manifestaciones de la revelación del Nuevo Testamento: la primera lectura (2 Co
13,11 ss), una epístola en la que San Pablo defiende su apostolado de los
corintios que le critican, concluye con una bendición triádica que es al mismo
tiempo una petición: La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros.
San Pablo pide, con estas palabras, que en la Iglesia haya una comunión que sea reflejo de la unión divina y que se manifieste en gracia, amor y comunión (Murphy-O’Connor): “El amor que fluye de Dios se manifiesta en la gracia llena de fuerza que da Cristo y que crea la comunión del Espíritu Santo”.
San Pablo pide, con estas palabras, que en la Iglesia haya una comunión que sea reflejo de la unión divina y que se manifieste en gracia, amor y comunión (Murphy-O’Connor): “El amor que fluye de Dios se manifiesta en la gracia llena de fuerza que da Cristo y que crea la comunión del Espíritu Santo”.
La otra manifestación neotestamentaria es el
Evangelio de Juan (3,16-18): En el diálogo de Jesús con Nicodemo, el Señor
resume su misión de manifestar el amor de Dios a la humanidad en el extremo de
morir en la cruz: Tanto amó Dios al
mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no
perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no
es juzgado: pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del
Hijo Unigénito de Dios.
Cuando uno ama a alguien, le da lo mejor que
tiene, lo que duele dejar. Pero precisamente por eso lo da, porque ama y sabe
que la persona amada valorará ese don. Es lo que hace el Padre: nos envía a su
Hijo. ¡Si ese es el regalo, cuánto será el amor que nos tiene! Pero no
solamente lo da, sino que lo “entrega”.
Así como Abraham estuvo dispuesto a
entregar a su hijo Isaac a la muerte por obedecer a Dios, del mismo modo el
Padre entrega al Hijo unigénito a la muerte en la cruz, para que el mundo tenga
vida eterna, para que se salve por él. El amor de Dios es la única explicación
de la muerte de Cristo en la cruz. Por eso, san Juan resume su predicación en
tres palabras: Dios es amor.
Esta es la clave de la revelación de Dios: no
simplemente que en el ser de Dios hay tres Personas, sino que esa relación
trinitaria es amor. Que Dios nos ama y quiere que le amemos y que reflejemos
ese amor en nuestras relaciones diarias.
En la oración colecta de la Misa pedimos: “Dios,
Padre todopoderoso, que has enviado
al mundo la Palabra de la verdad y
el Espíritu de la santificación para
revelar a los humanos tu admirable misterio; concédenos profesar la fe verdadera, conocer
la gloria de la eterna Trinidad y adorar
su unidad todopoderosa”.
La Iglesia nos invita a valorar el don que recibimos y
a comprometernos en una respuesta: Dios es amor, nos ha enviado a su Hijo y a
su Espíritu para que conociéramos la verdad de su vida y pudiéramos participar
en esa intimidad con Él. La participación incluye tres verbos: profesar la fe,
conocer la gloria, adorar la unidad.
- Profesar la fe
verdadera, vida de fe. No se trata de repetir un credo de forma mecánica, sino
de hacerlo vida. Podemos preguntarnos si nos conmovemos cada domingo al recitar
el símbolo de la fe, si nos sentimos involucrados, comprometidos en hacer vida
nuestra la vocación al amor que nos trajo Jesucristo.
El Catecismo (n. 2732) concreta ese compromiso de fe en la vida de oración: “La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Se empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes”.
El Catecismo (n. 2732) concreta ese compromiso de fe en la vida de oración: “La tentación más frecuente, la más oculta, es nuestra falta de fe. Esta se expresa menos en una incredulidad declarada que en unas preferencias de hecho. Se empieza a orar y se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes”.
El Papa da otros ejemplos: “creer constituye
la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: «Sí, creo que tú eres
Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros», orienta mi
vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar
donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer
no es sólo una forma de pensamiento, una idea; es una acción,
una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la
palabra de Dios” (Homilía, 15-VIII-2006).
- Conocer la gloria
de la eterna Trinidad. En la Escritura, el verbo “conocer” significa mucho más
que adquirir información intelectual: implica establecer una comunión íntima.
Eso le pedimos al Señor: que seamos suyos, que le amemos y nos dejemos amar por
Él. En eso consiste la vida interior y la santidad: en la participación en la
intimidad divina.
Participar en el amor que Dios es. El Papa lo
explicaba en un día como hoy: “el Dios de la Biblia no es una especie de mónada
encerrada en sí misma y satisfecha de su propia autosuficiencia, sino que es vida que quiere comunicarse, es
apertura, relación.
Palabras como "misericordioso", "compasivo", "rico en clemencia", nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero (Homilía 18-V-2008)”.
Palabras como "misericordioso", "compasivo", "rico en clemencia", nos hablan de una relación, en particular de un Ser vital que se ofrece, que quiere colmar toda laguna, toda falta, que quiere dar y perdonar, que desea entablar un vínculo firme y duradero (Homilía 18-V-2008)”.
- Adorar su unidad
todopoderosa. “Jesús nos manifestó el rostro de Dios, uno en esencia y trino en
personas: Dios es amor, Amor Padre, Amor Hijo y Amor Espíritu Santo” (Ib.). El
Papa le explicaba con toda sencillez a una niña que se preparaba para la
Primera comunión en qué consiste adorar a Dios: “es reconocer que Jesús
es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace comprender
que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por Él, sólo si sigo el camino
que Él me señala.
Así pues, adorar es
decir: "Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás
esta amistad, esta comunión contigo". También podría decir que la
adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo:" Yo
soy tuyo y te pido que Tú también estés siempre conmigo"”.
Acudimos a la Virgen Santísima para que sea
Ella nuestro modelo de amor a Dios y para que interceda ante la Trinidad
Santísima –su Padre, su Esposo, su Hijo- para que también nosotros profesemos
la fe verdadera, conozcamos la gloria de la eterna Trinidad y adoremos su
unidad todopoderosa.
Comentarios
Publicar un comentario