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Santísima Trinidad

El tiempo de Pascua termina con la Solemnidad de Pentecostés, el octavo domingo después de Resurrección. Al día siguiente, recomienza el tiempo ordinario, que se había suspendido a partir del miércoles de ceniza. Sin embargo, en esta nueva etapa, la liturgia nos propone una serie de fiestas que nos ayudan a meditar en los misterios centrales de nuestra fe. En concreto, cuatro celebraciones que sintetizan la historia de la salvación: la Santísima Trinidad, el Santísimo Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Sagrado Corazón de Jesús y, al finalizar el año, Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.

Celebramos hoy la primera de estas grandes Solemnidades: la Santísima Trinidad. El Catecismo de la Iglesia (n. 234) explica que se trata del misterio central de la fe y de la vida cristiana: “Es el misterio de Dios en sí mismo. Es la fuente de todos los demás misterios de la fe, la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe”.

Cuentan de un escritor muy conocido en Inglaterra (Collins), famoso por su incredulidad, que se encontró en cierta ocasión con un obrero que iba a la iglesia y le preguntó con ironía:–¿Cómo es tu Dios, grande o pequeño? Y que el obrero le respondió con sencillez: -Es tan grande que tu cabeza no es capaz de concebirlo, y tan pequeño, que puede habitar en mi corazón (Cfr. T. Tóth, Venga a nosotros tu reino).

El Compendio del Catecismo (n. 45 s) explica que la intimidad del ser de Dios como Trinidad de Personas “constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel”. Sin embargo, también es claro que el Señor había dejado huellas de su ser trinitario en la Creación y en el Antiguo Testamento. 
Lo vemos en la primera lectura de la Misa de hoy, en la que se presenta la Sabiduría divina personalizada junto al Dios Creador (Prov 8,22-31): Desde la eternidad fui formada, desde el comienzo, antes que la tierra. (…) Cuando fijaba los cimientos de la tierra, yo estaba proyectando junto a Él, lo deleitaba día a día, actuando ante Él en todo momento, jugando con el orbe de la tierra, y me deleitaba con los hijos de Adán.

Jesucristo mismo fue quien reveló este misterio (Compendio, n. 46): Él enseñó que Dios es Padre. Además, en la última cena, prometió cinco veces que enviaría su Espíritu, pero añadiendo que esta Persona «procede del Padre» (Jn 15, 26).

No ha sido fácil el desarrollo teológico para llegar a formular esta verdad de fe, para explicar las enseñanzas de Jesús a las culturas dominantes. Pero los primeros cristianos lo anunciaban como misterio central, como vemos en la segunda lectura (Rom. 5,1-5): Estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. (…) El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos dado.

Sin embargo, no era fácil entenderlo si no se estaba dispuesto a aceptar pacíficamente el don de la fe. Un ejemplo de esa dificultad es Arrio, quien no entendía que la fe en la Unidad de Dios (hay un solo Dios verdadero) es compatible con la confesión de la Trinidad divina (Tres personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo).

El Catecismo (n. 251 s) explica que, para formular este dogma, la Iglesia tuvo que crear una terminología propia, con ayuda de nociones de origen filosófico: por ejemplo, utilizó el término “substancia” para designar el ser divino en su unidad: hay un solo Dios, una sola sustancia divina. En Dios, cada persona “es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina” (Compendio, n. 48).

Al mismo tiempo, se usa el término “persona” para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí: hay un solo Dios, pero en tres personas distintas (Catecismo, n. 254).

San Atanasio lo resume de este modo, que se lee hoy en la Liturgia de las Horas: “El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el Espíritu Santo. De esta manera queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así, en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo”.

Estas explicaciones se pueden y se deben estudiar en el respectivo tratado teológico y nunca terminaremos de entender en su totalidad este maravilloso misterio central de nuestra fe. Pero, con lo que el Señor nos ha revelado y lo que nosotros podemos aprender en la teología y en la vida de los santos, seguramente avanzaremos en nuestro trato íntimo con cada una de las Personas divinas, que es en lo que consiste la vida interior.

Por ejemplo, San Josemaría, cuando enseñaba el camino “Hacia la santidad”, decía que se debe llegar a un momento en el que “el corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!” (Amigos de Dios, n. 306).

Distinguir y adorar a cada Persona divina: pensaremos en el Padre eterno y nos daremos cuenta de esa realidad maravillosa de ser sus hijos: “¡Dios es mi Padre! -Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración”; contemplaremos al Hijo, nuestro hermano y veremos el modelo para nuestra existencia: el camino, la verdad y la vida: “¡Jesús es mi Amigo entrañable!, que me quiere con toda la divina locura de su Corazón”; nos daremos cuenta de que somos templos del Espíritu Santo, divino huésped del alma: “¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino”. Concluiremos, con el punto n. 2 de Forja, que hemos citado en este párrafo: “Piénsalo bien. -Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo”.



También nos puede servir la célebre oración de la Beata Isabel de la Trinidad: «Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora» (Catecismo, n. 260).



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