Continuamos considerando las verdades
eternas, de acuerdo con la invitación que la Iglesia nos hace en el mes de
noviembre. Ya hemos meditado la ineluctable realidad de la muerte, con ocasión
de la conmemoración de todos los fieles difuntos el segundo día del mes. Más
adelante consideramos la esperanza del cielo, partiendo del diálogo de Jesús
con los saduceos acerca de la resurrección de los muertos, cuando el Maestro
aclaró que el Señor "no es Dios de muertos, sino de vivos".
Una semana más tarde, la liturgia nos presenta el evento que vendrá al
final de los tiempos, el juicio final. Es una realidad tan importante, que
todos los domingos la reafirmamos en el credo al proclamar de pies que
Jesucristo vendrá al final de los tiempos "para juzgar a vivos y
muertos". Benedicto XVI glosa esta costumbre en su encíclica sobre la
esperanza:
“Ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido
en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la
vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza
en la justicia de Dios” (Jesús de Nazaret).
En ese contexto, la primera lectura
ofrece el testimonio del profeta Malaquías sobre el juicio y los diversos
destinos para los pecadores y los santos (3, 19-20): “Llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y
malhechores serán como paja. Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os
iluminará un sol de justicia”.
La vida más allá de la muerte es un tema
de amplia discusión contemporánea en los ambientes académicos: Joseph Ratzinger
dice que su principal obra es la Escatología, quizá porque las controversias en
las que se vio envuelta permitieron aclarar las consecuencias antropológicas de
esta doctrina. El sedimento de esas disquisiciones queda resumido en el n. 205
del compendio del catecismo, donde a la pregunta sobre "¿qué sucede con la
muerte a nuestro cuerpo y a nuestra alma?” se responde:
“Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, éste cae en
la corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de
Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado en la
segunda venida del Señor".
La realidad del juicio que sigue a la
muerte es otra de las verdades eternas que conviene meditar con
frecuencia para iluminar nuestro caminar terreno y para que no perdamos de
vista la meta, por quedarnos retozando en el sendero. Tras la muerte,
el alma inmortal va al encuentro con el juicio de Dios. El mismo compendio del
catecismo aclara un poco más adelante (n. 208) en qué consiste ese juicio llamado
“particular”, para distinguirlo del juicio final que ocurrirá al final de los
tiempos. El juicio particular
"Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento de la
muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con su fe y
sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del cielo, inmediatamente
o después de una adecuada purificación, o bien de la condenación eterna al
infierno".
Esta doctrina no es una elaboración teológica surgida a partir de la
nada, sino que remite directamente al Nuevo Testamento. Por ejemplo, el
Catecismo (n. 1021) presenta algunos textos revelados: “La parábola del pobre
Lázaro y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón, así como otros textos
del Nuevo Testamento (cf. 2Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; Hb 12, 23), que hablan
de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos
y para otros”. Como para cerrar con broche de oro estas enseñanzas, cita las
hermosas palabras de san Juan de la Cruz: «A la tarde te examinarán en el amor»
(Avisos y sentencias, 57).
No se trata de
un juicio implacable, sino de un encuentro amoroso del hijo con su padre lleno
de misericordia. Como escribía Benedicto XVI,
“Las palabras
de santa Teresa de Lisieux acerca de que un día se presentaría ante Dios con
las manos vacías y las tendería abiertas hacia Él, describen el espíritu de
estos pobres de Dios: llegan con las manos vacías, no con manos que agarran y
sujetan, sino con manos que se abren y dan, y así están preparadas para la
bondad de Dios que da”. (Jesús de Nazaret, p. 104)
A san Josemaría
lo llenaban de esperanza una idea semejante que le escribió un obispo amigo
suyo: “Me
hizo gracia que hable usted de la ‘cuenta’ que le pedirá Nuestro Señor. No,
para ustedes no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino
simplemente Jesús»” (C, n. 168). Muchos años después reafirmaría esa
esperanza: “Era
muy joven cuando escribí —y lo repetiré ahora, con paladeo de miel— que Jesús
no será mi Juez ni el vuestro: será Jesús, un Dios que perdona” (“EdcS”).
Esa convicción
nos permite afrontar la realidad del juicio particular sin ningún tipo de miedo:
El verdadero
cristiano está siempre dispuesto a comparecer ante Dios. Porque, en cada
instante –si lucha para vivir como hombre de Cristo–, se encuentra preparado
para cumplir su deber. (S, n. 875)
Estas enseñanzas pueden servirnos para
sacar varias consecuencias. En primer lugar,
que debemos relativizar los bienes y los placeres terrenos, que en sí
mismos no son malos –todas las realidades humanas puede ser ocasión de
encuentro con Dios-, pero que tampoco son definitivos. Como dice el autor de la
carta a los hebreos (14, 13), ‘Aquí no tenemos ciudad
permanente’. Con base en
esas palabras, san Josemaría, predicaba: “¡Soltemos ya
todas las amarras! Preparémonos de continuo para ese paso, que nos llevará a la
presencia eterna de la Trinidad Santísima”. (S, 881)
En segundo
término, hemos de valorar más, por tanto, los bienes eternos. Como dice san Gregorio Magno al comentar las
palabras del apóstol Santiago (5,9-12: Mirad que el juez está a la puerta):
“Ved cómo va pasando todo cuanto hacéis cada día. Queráis o no, os aproximáis
más al juicio. El tiempo no perdona. ¿Por qué, pues, amar lo que se ha de
abandonar? ¿Por qué no prestar más atención al fin a donde se ha de llegar?”.
Atender de
modo especial al mayor bien: la gracia de Dios, que recibimos en los
sacramentos, especialmente en dos a los que podemos acudir con frecuencia: la eucaristía
y la reconciliación. Con respecto al primero, san Juan Pablo
II escribió en su última encíclica que
“La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se
concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la
celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): ‘...
hasta que vuelvas’. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el
gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación
del Paraíso y ‘prenda de la gloria futura’. En la Eucaristía, todo expresa la
confiada espera: ‘mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo’. Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar
el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia
de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la
Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final
del mundo: ‘El que come mi carne y bebe
mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día’ (Jn 6, 54).
Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del
hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del
resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el ‘secreto’ de la
resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan
eucarístico ‘fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte’”. (EE, n. 18)
La segunda manera de anticipar el juicio, de acuerdo con el catecismo
(n. 1470) es el sacramento de la reconciliación, “porque es ahora, en esta
vida, cuando se nos ofrece la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el
camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que nos aparta el pecado
grave”.
Una conversión que nos llevará a hacer obras para merecer el cielo, como explicaba
el papa Francisco en una audiencia a sacerdotes, tomando como ejemplo la
parábola del buen samaritano (6-3-2014):
“El sacerdote y el levita que pasaron antes
que el buen samaritano no supieron acercarse a esa persona maltratada por los
bandidos. Su corazón estaba cerrado. Tal vez el sacerdote miró el reloj y dijo:
‘Debo ir a la misa, no puedo llegar tarde a misa’, y se marchó. ¡Justificaciones!
Cuántas veces buscamos justificaciones, para dar vueltas alrededor del
problema, de la persona. El otro, el levita, o el doctor de la ley, el abogado,
dijo: ‘No, no puedo porque si hago esto mañana tendré que ir como testigo,
perderé tiempo...’. ¡Las excusas!... Tenían el corazón cerrado. Pero el corazón
cerrado se justifica siempre por lo que no hace. En cambio, el samaritano abrió
su corazón, se dejó conmover en las entrañas, y ese movimiento interior se
tradujo en acción práctica, en una acción concreta y eficaz para ayudar a esa
persona. Al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada
de Cristo sólo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano herido
y excluido. Os lo confieso, a mí me hace bien, algunas veces, leer la lista
sobre la cual seré juzgado, me hace bien: está en Mateo 25”.
Llegamos de esa manera a las últimas
consideraciones de esta meditación. Si afrontamos el juicio sin miedo, es sobre
todo por un motivo de amor. Una
vez más escuchemos un aforismo de san Josemaría: “¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento
cuando te tenga que juzgar?” (C, n. 746). No se trata del egoísta deseo de salvación para no
condenarse, sino de retornar, aunque sea en modo mínimo, tanto amor de Dios; de
“darle una alegría grande” (hablando al modo humano), de “que se ponga
contento” cuando llegue el momento de nuestro juicio particular.
Cuando todavía era obispo en Alemania, Joseph Ratzinger predicó en la
celebración de los 80 años de un sacerdote, y dijo entre otras cosas lo
siguiente:
“Quien está con
María puede seguir mirando adelante en los últimos días de la vida. No necesita
volver la vista atrás con nostalgia porque el panorama que tiene por delante le
pudiera resultar limitado. ¡No! Ella, que pasó incólume por la muerte, nos
muestra la vida en toda su integridad, que es continuamente y cada vez más futuro.
Estemos aquí o allí, dice Pablo, es decir, a un lado u otro de la muerte, eso
no es lo decisivo, sino que estemos con Jesús. Entonces estamos vivos. Esa vida
es siempre futuro, porque es siempre más rica, más grande y más profunda”.
Esta consideración de las verdades eternas nos ayuda a ser más
conscientes de las enseñanzas de Jesús: con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas (Lc 21, 19). En ese empeño
no estamos solos, pues contamos con la ayuda de la gracia y con la intercesión
de nuestra Madre, la Virgen María, a quien le pedimos tantas veces cada día: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la
hora de nuestra muerte.
Como se llama el sacerdote que hace la meditación?
ResponderBorrarEuclides Eslava
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