En los primeros días del pontificado, el papa Francisco
predicó sobre la misericordia divina, al explicar el pasaje del Evangelio en el
que Jesucristo perdona a la mujer adúltera. ¡Es lo que le tocó, la liturgia del
día!, pensaría cualquiera. Pero resulta que siguió hablando tanto del tema que alcanzó
para que un periodista prudente titulara un libro sobre él con el nombre de “El
papa de la misericordia”.
Y es que esta faceta, la misericordia de Dios, es clave
en la predicación sobre los atributos divinos. Tanto que el mismo Francisco publicó
un libro llamado “El nombre de Dios es misericordia”. Pero el mismo papa ha señalado que la misericordia
no se puede reducir a un sustantivo del cual se predica, o a un adjetivo que añade
una característica al sujeto, sino que debe tratarse como un verbo, en sus dos dimensiones:
activa, que supone que debemos ejercerla; pero también pasiva, como presupuesto
para poder actuarla. Antes de hacer obras misericordiosas, debemos ser conscientes
de que el Señor ha sido misericordioso con nosotros (Meditación, 2-VI-2016).
Es lo que predica con frecuencia el Papa Francisco,
refiriéndose a su propia vocación en la Iglesia: cuenta que la recibió el día en
que se festeja al apóstol san Mateo, en cuyo oficio se lee una homilía de san Beda
el Venerable que dice sobre el llamado de Jesús al evangelista: “Vidit publicánum et, quia miserándo atque eligéndo
vidit, ait illi: Séquere me. El papa Francisco lo traduce con un neologismo,
pues se inventa el verbo “misericordiar”, que no existe ni en italiano ni en español:
“vio al publicano, lo misericordió y lo eligió”.
En una meditación a sacerdotes, los animaba a meditar
sobre esta característica divina, “una misericordia dinámica, no como un sustantivo
cosificado y definido, ni como adjetivo que decora un poco la vida, sino como verbo
—misericordiar y ser misericordiados—”. En ese contexto podemos meditar el capítulo
sexto del Evangelio de san Lucas, que precisamente es conocido como el autor que
más ensalza la misericordia divina. Acaba de predicar el sermón de la llanura, en
el que expuso las bienaventuranzas.
Recordemos una de ellas, la cuarta, que parece ampliada
en el texto que meditaremos hoy: “Bienaventurados
vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban
vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad
de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían
vuestros padres con los profetas”. Frente a los odios, la exclusión, los insultos
y la proscripción, Jesús recomienda a los cristianos que amen a los enemigos. Ante
la promesa de la bienaventuranza eterna, sugiere actuar desde ya como hijos del
padre misericordioso: Amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que
os calumnian.
Es una predicación provocadora, como las demás bienaventuranzas:
Al que te pegue en una mejilla, preséntale
la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo,
no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito
tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien,
¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar,
¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención
de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros
enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa
y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos.
Es una enseñanza nada fácil ni sencilla. Es todo un
vademécum sobre el amor a los enemigos, como Jesús nos ama a nosotros, que lo
ofendemos con el pecado. Como perdonó a los que lo crucificaron. Como Esteban
hizo con los que lo martirizaron. Más que sobre el amor a los enemigos, Jesús
enseña sobre la virtud de la caridad, del amor al prójimo, que podemos resumir en
cuatro acciones; tres internas (amar, bendecir, orar). Y otra exterior: hacer el
bien, que tiene diversas manifestaciones, entre las cuales podemos señalar a modo
de resumen: perdonar, pagar el mal con el bien, dar, prestar (el mismo Jesús
predica la justicia, pero siempre el amor va más allá, la excede). Benedicto
XVI habla de las manifestaciones sociales de estas enseñanzas en la encíclica Caritas in veritate, en la que
predica sobre la lógica de la gratuidad, del don de sí mismo, del amor desinteresado.
Fernando Ocáriz hablaba en este
sentido sobre la centralidad de la caridad: “Dios nos invita a amar a quien
está a nuestro lado, especialmente a nuestros hermanos, a nuestro cónyuge y a
nuestros hijos. Y a amar no solo las cosas buenas, sino también sus defectos y
limitaciones. Consideradlo bien: todo aquello que nos aleja de nuestros
hermanos, nos aleja también de Cristo” (apuntes de la predicación, 15-8-2017).
Así llegamos a la segunda parte del
pasaje evangélico que estamos contemplando y que enseña otras manifestaciones
de la misericordia: no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados;
perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa,
colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá
a vosotros». Tres actitudes primordiales: No juzgar, perdonar, dar.
A veces se entiende que la misericordia es piedad,
clemencia. Pero es más que eso. Como enseña san Josemaría, “La misericordia se
identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae
consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el
corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio,
sacrificado, generoso” (AD, n .232). Es lo que vemos ejemplificado en el
Evangelio que estamos considerando: la misericordia que se manifiesta en la caridad
de pensar bien, de no juzgar (san Pablo dice que solo Dios juzga), de perdonar.
Y en el don, ya no solo de unas cosas materiales, sino de uno mismo. San
Agustín decía que dar y perdonar eran dos formas de hacer limosna, o las dos
alas de la oración con las que se vuela hacia Dios. Por eso, Jesucristo nos
enseñó a decir en el Padrenuestro: “perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Como explica J. Ruiz, comentando
las enseñanzas de san Josemaría:
“La capacidad de perdonar nace también como un
momento interno a la propia caridad. ‘no he necesitado aprender a perdonar,
porque el Señor me ha enseñado a querer’ (S, 804). San Josemaría ve en la
comprensión una de las primeras manifestaciones de la caridad. ‘Más que en
«dar», la caridad está en «comprender»’ (C, 463). Afirma que la forma mejor de
tratar al prójimo es ‘la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a
todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como
instrumentos de unidad’ (AD, 233)”.
Esta es la clave: el pasaje de hoy no es un consejo
de superación o autoayuda, sino un mensaje de Dios, que nos dio el ejemplo: es compasivo y misericordioso, como dice
el salmo 102, y nos da su gracia para que podamos obrar como él lo hizo, para ser
conformes con la imagen suya que imprimió
en nuestra vida, como dice la segunda lectura (1Co 15, 49).
Acudamos a la Virgen santa, Madre de todos los
hermanos de su Hijo, para que nos ayude a entrar en ese camino de la misericordia,
el amor y el perdón.
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