Celebramos
una vez más la fiesta litúrgica de san Josemaría Escrivá, establecida por la
Iglesia desde 1992. Hace poco, el papa Francisco recordaba en la Exhortación
apostólica “Gaudete et exultate” (nn. 4-5), el sentido de la devoción a los
bienaventurados del Cielo:
“Los santos
que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor
y comunión (…). Podemos decir que ‘estamos rodeados, guiados y conducidos por
los amigos de Dios. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me
sostiene y me conduce’ (Benedicto XVI). En los procesos de beatificación y
canonización se tienen en cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de
las virtudes, la entrega de la vida en el martirio y también los casos en que
se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenido
hasta la muerte. Esa ofrenda expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es
digna de la admiración de los fieles”.
Vemos en
esta cita tres características de los santos: interceden por nosotros ante
Dios, resaltan algunos aspectos de la vida de Cristo, son modelos para los
cristianos. Por esa razón, es buena costumbre acudir a la intercesión de los
bienaventurados, conocer sus vidas, y meditar sus enseñanzas, pues así descubrimos
que el suyo es un camino hacedero y que lleva a la felicidad. Además, si nos
asemejamos a ellos nos pareceremos a Jesucristo, que es el fin de nuestra vida.
Podemos
seguir este itinerario en nuestro diálogo de hoy con el Señor: en primer lugar,
meditar sobre algún aspecto de la vida de san Josemaría para aprender de su
seguimiento de Jesucristo. Aunque al fundador del Opus Dei no le gustaba ponerse
de ejemplo, o que le pidieran consejos sobre cómo imitarle, pues decía que el
único modelo es Jesús, aceptaba alguna excepción: De pocas cosas puedo ponerme de
ejemplo. Sin embargo, en medio de todos mis errores personales, pienso que
puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer.
Con esa
afirmación entramos de lleno en la virtud de la caridad, que es la más divina
de las virtudes (Dios es amor, resume
Juan en su predicación). Y, como venimos diciendo, el mejor modelo es el mismo
Jesucristo, que decía a sus discípulos el Jueves Santo por la tarde en el
cenáculo: a vosotros os llamo amigos,
porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer (Jn 15, 15).
El corazón
de Jesús, atravesado por una lanza en la Cruz, es la mejor prueba del amor de
Dios hacia nosotros. Y el mejor modelo de amor, y el filtro purificador de nuestros
afectos, porque no somos estoicos, sino cristianos. Amamos todas las realidades
humanas nobles, pero con el prisma divino, con el amor de Dios. Queremos al
Señor con el mismo corazón con el que amamos las realidades terrenales:
nuestros amigos, nuestros parientes, nuestras aficiones y ambiciones. Y las amamos
a través del corazón de Dios, por eso no hay riesgo de que nuestro corazón se
apegue a las cosas de aquí abajo, si lo tenemos encendido en el amor de Dios.
Esa es la perspectiva desde la que se entiende
el hecho que san Josemaría se pusiera como ejemplo de hombre que sabe querer, y
en ese cariño podemos resaltar tres destinatarios principales: Cristo.
María. El Papa. ¿No acabamos de indicar, en tres palabras, los amores que compendian
toda la fe católica? (Instrucción 19-III-1934, n. 31).
Amor a Dios,
en primer lugar. Quererlo con toda la fuerza de nuestro corazón. Hasta que
podamos decir, como san Josemaría, que llegó a definirse esencialmente así: Soy
un pecador que ama con locura a Jesucristo. Quizá esa centralidad del
amor a Jesús explica que el Salmo responsorial de la Misa de esta fiesta sea el
Salmo 2, de carácter marcadamente cristológico, que san Josemaría acostumbraba
rezar y meditar todos los martes: Tú eres
mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Sed sensatos, rendidle homenaje. Este
salmo, que se utilizaba para entronizar a los reyes de Israel, muy pronto fue
visto en clave profética, como un anuncio mesiánico. De otra manera, no se
entendería que el rey elegido gobernara con
un cetro de hierro. Después de la Resurrección (el nuevo “hoy” del que habla el Salmo), los
discípulos descubrieron que esa promesa mesiánica se cumplía en Jesús (por esa
razón Tomás lo reconoció como “Señor mío
y Dios mío”) y desde entonces rezaron este salmo como un himno de
esperanza, de fe en que Jesús reinaría desde la Cruz (Cf. J. Ratzinger, Jesús
de Nazaret).
Estas
consideraciones nos pueden servir cada vez que recitemos o meditemos el salmo
2, y nos ayudarán a imitar a san Josemaría en su “saber querer” a Jesucristo
“con locura”. Un amor que no se quedará en lo meramente sentimental, sino que
ha de manifestarse en la lucha para identificarnos con Él, para dejarlo vivir en
nosotros, para ser otros Cristos, el mismo Cristo. Un cariño loco que, como
Jesús dice, ha de notarse en que amamos la voluntad del Padre, y en que rechazamos
el pecado.
En ese
contexto se entiende la prioridad pastoral de la caridad: “cuidar con
delicadeza de enamorados nuestra unión con Dios, partiendo de la contemplación
de Jesucristo, rostro de la Misericordia del Padre. El programa de san
Josemaría será siempre válido: Que busques a Cristo: Que encuentres a
Cristo: Que ames a Cristo” (Ocáriz, F. Carta pastoral, 14-2-2017,
n. 30).
En otra
ocasión, el mismo san Josemaría ilustraba ese itinerario de amor loco por Jesús
con otros verbos: amarlo, seguirlo, acompañarlo, vivir con Él: Seguir
a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él,
como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. Esa
identificación con Cristo es el resumen de la santidad, como dice san Pablo: vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo
quien vive en mí (Ga 2, 20).
Después del
amor a Cristo, querer a María. Es la segunda excepción en la que san Josemaría
sí se permitía ponerse como ejemplo: Si en algo quiero que me imitéis, es en el
amor que tengo a la Virgen. Podríamos enumerar aquí, solo como ejemplo,
las prácticas de piedad mariana que vivía con frecuencia, y pedirle que nos
ayude a rezarlas con el amor que él le profesaba: el rezo y la consideración de
los misterios del santo Rosario, el Ángelus al medio día, las tres Avemarías
antes de acostarse, el saludo amoroso a las imágenes de la Virgen, el uso del
escapulario, etc.
En el tercer
lugar de la jerarquía del amor y de la autoridad en el corazón de un cristiano viene
el Santo Padre (Cf. Forja, n. 135). Un amor teológico, no solo el
emotivo de las multitudes cuando hace un viaje pastoral, sino que se ha de
manifestar en la oración por él, por su salud y por sus intenciones, además del
seguimiento fiel de su doctrina y su ejemplo.
Hasta el
momento hemos visto el amor a Cristo, a María y al Papa. Pero ese corazón que
ama con locura a Jesucristo, y a su Madre y a su Vicario en la tierra, se ensancha
en amor a todas las almas, y nos convierte en personas que saben querer. Forma
parte del carné de identidad del cristiano: En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros (Jn
13, 35).
Cristo nos
pide que seamos apóstoles, que llevemos su amor a toda la tierra, comenzando
por las personas que tenemos cerca. Es el servicio que la humanidad está
esperando de nosotros: que seamos hombres y mujeres que saben querer. Que
llevemos la “Alegría del Evangelio”, como ha querido resumir el papa Francisco
la misión de los cristianos contemporáneos (cf. su programa de gobierno,
expuesto en la Exhortación “Evangelii gaudium”). Que seamos apóstoles del gozo
que conlleva seguir a Jesucristo, que vino a mostrarnos el camino para ser
felices, bienaventurados, santos.
Concluyamos
nuestra oración acudiendo, como le gustaba hacer a san Josemaría, a
la Virgen santísima, y pidámosle que nos alcance lo que solicitamos en la
oración para después de la comunión: “Los sacramentos que hemos recibido en la
celebración de san Josemaría, fortalezcan en nosotros el espíritu de hijos
adoptivos para que, fielmente unidos a tu voluntad, recorramos con alegría el
camino de la santidad”.
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