En los últimos días del Adviento
la liturgia presenta unas ferias privilegiadas, que ayudan a preparar la
inminente celebración de la Navidad. El 20 de diciembre nos invita a meditar en
la Anunciación a María, que narra el médico evangelista, san Lucas, al inicio
de su Evangelio (1, 26-38): En el mes
sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios…
El primer personaje en escena es
el Arcángel Gabriel, un mensajero de primera categoría. Su nombre significa
“Fuerza de Dios”, y había aparecido dos veces antes en la historia: primero, en
la profecía de Daniel, anunciándole la futura venida del Mesías; más adelante, en
el inicio del Nuevo Testamento, cuando le comunicó al sacerdote Zacarías que
sería padre de Juan Bautista, el Precursor del Verbo Encarnado. Por este motivo
es el patrono de los comunicadores, porque estuvo relacionado con el anuncio de
la noticia más importante de la historia, que vamos a considerar en esta
meditación.
En
el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret… Después del mensajero de alta jerarquía, aparece
un lugar recóndito, una aldea perdida en la región más al norte de Palestina, a
140 kms de Jerusalén, una provincia de segunda categoría desde el punto de
vista religioso, que nunca antes se había mencionado en la Sagrada Escritura:
“Los galileos estaban abiertos a otras culturas y
modos de ser, por eso eran de un espíritu religioso menos observante y
escrupuloso que los judíos de Judea. Estos, más minuciosos y legalistas,
consideraban esa zona como semi-pagana y desde tiempos pasados la llamaban
«Galilea de los gentiles»” (Bastero).
Aunque san Lucas habla de
una ciudad, era una aldea remota, pequeñísima, de unos 200 metros por 150
(Goñi), y unas cincuenta casas construidas “aprovechando las cuevas que había
en las laderas del valle” (Quemada).
En
el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret, a una virgen... Después de mostrar al mensajero y el
contexto espacial, san Lucas presenta a la protagonista de la escena, que no es
un personaje muy llamativo: una niña campesina, anónima… Una doncella
aparentemente normal, de la cual lo único que el evangelista reseña es su
virginidad, tema que también el Evangelio de Mateo señala con insistencia: ya
se ve que tiene su importancia, máxime si, como sigue relatando san Lucas,
estaba desposada con un hombre llamado
José.
A pesar de que algunos teólogos
manifiestan sus dudas (sobre todo por la influencia protestante), el relato del
tercer evangelio deja claro que “María, en el momento de la Anunciación, ya
tenía una decisión firme de perpetua virginidad. Era mucho más que un vago
deseo. Era una decisión firme, fruto de una reflexión ponderada” (Bastero).
María, a pesar de su corta edad
y de su origen humilde, era una mujer extraordinaria, como puede verse por la
majestad del mensajero que Dios le envió. Y en la relación íntima que tenía
desde pequeña con el Señor había tomado la decisión clara de permanecer virgen,
porque Dios se lo pedía. También era consciente de que, al asumir ese
compromiso, sacrificaba la posibilidad de ser la madre del Mesías, que era una
condición que deseaban todas las mujeres judías pertenecientes al linaje de
David.
En
el mes sexto, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa
de David; el nombre de la virgen era María. Para más dificultad de entender, resulta
que aquella Virgen, que había asumido el celibato permanente, ¡estaba casada!
No sobra recordar que el matrimonio judío tenía dos ceremonias: los esponsales
(la celebración pública del compromiso) y las nupcias, cuando la esposa
se trasladaba a la casa del marido. Entre ambos momentos podían pasar varios
meses, y el anuncio del Ángel a la Virgen fue, como resalta san Mateo, antes de vivir juntos (1, 18).
Quiere decir esto que, antes de
celebrar los esponsales, María le habría expuesto a José su decisión de
conservar la virginidad y que él habría asumido como propia la vocación de
acompañarla en su entrega y de acoger él también el llamado al celibato por el
Reino de los cielos. Si pensamos en el ambiente de santidad y de amor de Dios
que se respiraría al lado de aquella mujer, es más fácil comprenderlo.
La liturgia disfruta al citar en
este punto una profecía de Isaías que se cumple en esta escena (7, 14) y que
María tendría muy presente también: “Mirad: la virgen está encinta y da a
luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel”. Aunque el texto original
podría referirse al hijo del rey Ajaz, la tradición hebrea esperaba el
cumplimento del aparente oxímoron, que una virgen estuviera en embarazo y diera
a luz un hijo.
El
ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo».
Al narrar este saludo, el evangelista
muestra que se están cumpliendo las profecías mesiánicas del Antiguo
Testamento, que eran una invitación a la alegría, como la de Sofonías 3, 14-17
(Alégrate, hija de Sion), Lam 4,21 (¡Alégrate y salta de júbilo, hija
de Edón), Joel 2,21 (No temas, tierra; goza y alégrate) o Zac 9,9 (Salta
de gozo, Sion; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador).
Además, en este saludo del
Ángel también se revelan los dogmas marianos: aquella niña está llena de
gracia, está repleta del amor de Dios, fue concebida sin pecado original
por un especial privilegio divino. “Es una forma de indicar el inmenso amor con
el cual Dios Padre amó, desde toda la eternidad, a la futura Madre de su Hijo”
(Bastero). Como explica san Lorenzo de Brindis:
«¡El Señor es contigo! Nunca Satanás estuvo con
María: Ella fue siempre llena de gracia, como el sol está lleno de luz... Dios
estuvo con María al principio, en el medio, en el fin; con María en la
concepción, para que fuese concebida inmaculada, pura, santa, llena de gracia,
como única y singular hija de Dios; con María en la vida, enriqueciéndola
siempre con los inmensos tesoros de las celestiales riquezas y de los méritos
de la virtud; con María en la muerte, para librarla de la muerte y de la
corrupción y para llevarla al cielo, coronándola de eterna gloria y exaltándola
por encima de todos los coros de los Ángeles. De esta manera Dios estuvo
siempre con María; cosa que de ninguna otra mujer ni de ningún otro hombre
puede decirse, excepto de la Virgen santísima y de Cristo su Hijo»
¡Llena de gracia! Es
como el nombre en la piedrita, del que habla el Apocalipsis (2, 17): el apelativo
familiar con el que Dios nos llama, y que se nos entregará el día del juicio (Al
vencedor le daré el maná escondido, y una piedrecita blanca, y escrito en ella
un nombre nuevo, que nadie conoce sino aquel que lo recibe). Como dice el
Catecismo (2159): “El nombre recibido es un nombre de eternidad. En el reino,
el carácter misterioso y único de cada persona marcada con el nombre de Dios
brillará en plena luz”. En el caso de María, como será en el nuestro, ese
concepto constituye la definición más certera, la palabra esencial de nuestro
ser, “la verdadera identidad, el propio nombre” (CEC, 1025).
Con razón el evangelista
describe el estado de la Virgen ante el mensaje del Ángel: Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo
era aquel. En su humildad, se sentía indigna de semejante trato. Se
avergonzó de que el secreto de su relación íntima con Dios, que ella meditaba
en su corazón, fuera pronunciado en voz alta y sintió la turbación natural ante
la presencia, ¡nada más y nada menos!, que de un Arcángel.
El
ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios.
Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no
tendrá fin».
El Ángel disfrutaría
transmitiendo el mensaje: aquel anuncio que había hecho al profeta Daniel
siglos atrás estaba a punto de cumplirse. Solo faltaba la aceptación libre por
parte de María. Sin embargo, la decisión de la Virgen no es precipitada. Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues
no conozco varón?». Ella había decidido con José que no tendrían hijos, y
ahora Gabriel le decía que sería la Madre del Hijo del Altísimo…
El
ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo
te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de
Dios.
Todo se aclara: estamos en el momento más importante de la historia, Dios hará
una de sus maravillas tomando, “en las purísimas entrañas de María, un cuerpo
como el nuestro y un alma como la nuestra” (Catecismo). El ángel le anuncia la
concepción virginal (fruto del Espíritu Santo) y el parto virginal (el Niño
nacerá Santo, sin la impureza legal que se adquiría por la contaminación con la
sangre materna). Será el Hijo de Dios.
Y a la que no había pedido
pruebas, el ángel le ofrece una: También
tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la
que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». Queda el balón en manos de María, nosotros
contemplamos su discernimiento a la luz de las palabras, graciosas y profundas
a la vez, de San Bernardo de Claraval:
“El ángel está aguardando la respuesta; es hora ya
de que suba al que lo envió. Señora: también nosotros esperamos esa palabra
tuya de conmiseración, oprimidos miserablemente por la sentencia de nuestra
condena. (…) Responde ya, oh, Virgen; que nos urge. Señora, respóndele eso que
ansían los cielos, los infiernos y la tierra. (…) Responde una palabra y recibe la Palabra; pronuncia la tuya y concibe la
divina; expresa la transitoria y abraza la eterna. ¿Por qué tardas? ¿Qué temes?
Cree, manifiéstalo, dispón tu acogida. Cobre atrevimiento tu humildad y
confianza tu pudor. (…) Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al
consentimiento y las entrañas al Creador. Mira que está a la puerta llamando el
deseado de todos los pueblos. (…) ¡Levántate, corre, abre! Levántate por la fe,
corre con la devoción, abre con el consentimiento”.
María
contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el
ángel se retiró. San Josemaría comenta
que,
“al encanto de estas palabras virginales, el Verbo se hizo carne” (SR). «¡Oh,
Madre, Madre!: con esa palabra tuya —fiat—
nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. ¡Bendita seas!» (C, n.
512)
San Juan de la Cruz
describe de modo poético la teología trinitaria que está escondida en esta
escena: “y quedó el Verbo encarnado / en el vientre de María. / Y el que tiene
sólo Padre, / ya también Madre tenía, / aunque no como cualquiera / que de
varón concebía; / que de las entrañas de ella / Él su carne recibía, / por lo
cual Hijo de Dios y del hombre se decía”. (Romances sobre el Evangelio).
En la jornada mundial de la Juventud en Panamá, el
Papa Francisco dijo que, con estas palabras, María cumplió los sueños de Dios y
se convirtió en modelo para nuestra respuesta:
María se animó a decir “sí”. Se animó a darle vida al sueño de
Dios. Y esto es lo que hoy nos pregunta: ¿Querés darle carne con tus manos, con
tus pies, con tu mirada, con tu corazón al sueño de Dios? ¿Querés que sea el
amor del Padre el que te abra nuevos horizontes y te lleve por caminos jamás
imaginados, jamás pensados, soñados o esperados que alegren y hagan cantar y
bailar tu corazón? ¿Nos animamos a decirle al ángel, como María: he aquí los
siervos del Señor, hágase? No contesten acá, cada uno conteste en su corazón.
Hay preguntas que solo se contestan en silencio. (Discurso, 24-1-2019).
San
Josemaría se fijaba, contemplando esta escena, en la virtud de la
humildad: “He entendido la humildad de ese Dios que se abaja y la humildad
del instrumento que es nuestra Madre, que se considera nada y menos que nada, e
indigna de recibir a Dios” (citado por Echeverría en “Memoria del Beato Josemaría”).
Sin embargo, responde afirmativamente. Cada vez que recemos el primer misterio
gozoso del Santo Rosario, o cuando consideremos en nuestra oración la escena de
la Anunciación, aprendamos de la humildad de Dios, aprendamos de la humildad de
María, y tengamos esa valentía que tuvo ella para responder que sí a las
invitaciones de Dios, para darle vida a los sueños del Señor.
Podemos concluir nuestra oración
con la colecta del 20 de diciembre: “Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se
sometió la Virgen Inmaculada, aceptando, al anunciárselo el ángel, encarnar en
su seno a tu Hijo: tú que la has transformado, por obra del Espíritu Santo, en
templo de tu divinidad, concédenos, siguiendo sus ejemplos, la gracia de
aceptar tus designios con humildad de corazón”.
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