Desde el primer momento, la presentación
del mensaje cristiano lleva implícita la invitación a creer: Conviértanse y
crean… (Mc 1, 15). Los apóstoles tuvieron esa experiencia y por eso
siguieron a Jesús, dejándolo todo de inmediato tras escuchar su llamada. Pero
ese acto de abandono era solo el comienzo, no bastaba con la inercia, dejar que
pasaran los años. Entre otras cosas, porque la vida cristiana —y en general, toda la existencia humana— implica lucha para renovar con frecuencia
la decisión inicial.
También los discípulos experimentaron esa
dificultad, a medida que el Señor iba explicitando las exigencias de su
vocación y les anunciaba que Él mismo se encaminaba a morir en la Cruz. Eso
explica una petición, en apariencia simple, que transmite el Evangelio de Lucas
(17, 5-10): Los apóstoles le dijeron al Señor:
“Auméntanos la fe”. Es bonito ver
la sencillez con la cual reconocen que les falta esa virtud tan
importante (a la cual santo Tomás definiría como “el fundamento del creyente,
que lo establece en la verdad”). Trae a la memoria aquella otra ocasión, cuando
le pidieron a Jesús que les enseñara a orar.
“Auméntanos
la fe”. Se ve que los apóstoles iban
descubriendo, al contacto con el Señor, la importancia que Él le daba a
esta virtud, cuando la pedía como condición inicial para hacer algún milagro, o
cuando alababa a las personas que la manifestaban incluso sin pertenecer al
pueblo elegido. Y también es notorio que
se daban cuenta de que por sus propias fuerzas eran incapaces de llevar a
término la misión que Dios les había encomendado.
También nosotros podemos pasar por
circunstancias similares. Dudas de fe, desconfianza en nuestras fuerzas,
oscuridad para ver, dificultad para entender, etc., y para esos momentos nos
viene bien detenernos a pensar en esta virtud, que tiene varias acepciones:
En primer lugar, la fe es un don de Dios (san Agustín llama a esta
dimensión fides qua, fe por la
que se cree, fe como acto). A esta primera dimensión de la fe, como dádiva del
Señor, es a la que se refieren los discípulos cuando le piden a Jesús: “Auméntanos la fe”.
San Cirilo enseña que parte de la fe es un don
de la gracia divina, que nos consolida en ella con fortaleza. Citando a san Pablo,
quien decía que “hay quien recibe el don de la fe por el mismo Espíritu” (1
Co 12, 9), concluye que el poder que nos asiste por medio de la fe proviene de
Dios, que se la otorgó a los discípulos en Pentecostés, “tras el cumplimiento
de su plan salvífico mediante la venida del Espíritu Santo”.
De la fe como regalo divino también nos
habla la primera lectura del domingo XXVII, que trata de una respuesta de Dios
al profeta Habacuc (2, 4), tras su petición de ayuda ante la invasión enemiga
dirigida por el rey «insolente» de Babilonia: el justo vivirá por su fe.
Esta es la fe que le piden los discípulos
al Señor, y la que suplican los santos con frecuencia para perseverar en su
misión apostólica. Por ejemplo, san Josemaría pedía oraciones en los comienzos
de su vocación, solicitaba la fe para que Jesús lo moviera: “A pesar de mis miserias sin cuento, seguí pidiendo
oraciones y, de modo especial —adauge nobis fidem! — que me aumentara el Señor la fe, por
aquella oración. Y creo que Jesús vuelve a moverme, a pesar de mi resistencia” (Apuntes
íntimos, n. 1064, 18-X-1933).
De esas mismas épocas son los guiones de
predicación que inspiraron el n. 588 de Camino: «“Todo
es posible para el que cree”. Son
palabras de Cristo. —¿Qué haces, que no
le dices con los apóstoles: "adauge
nobis fidem!" –¡auméntame la fe!?».
Vemos en estas
sugerencias una invitación a poner de
nuestra parte, que es la segunda dimensión de la virtud de la fe. San Cirilo dice, en el mismo comentario al
pasaje de san Lucas que estamos contemplando, que también depende de nosotros el
tener confianza y fe en Dios con todas nuestras fuerzas.
Si bien lo
primero es el don de Dios, que —además de infundirnos esta virtud teologal en
el bautismo— se ha revelado para que lo conozcamos a Él y a su designio de
salvación, la fe comprende también nuestra respuesta libre, nuestro
asentimiento a la revelación
de Dios (san Agustín llama a esta faceta la fides
quae, fe como contenido, o sea las verdades que se creen gracias al don de
Dios). En palabras del Compendio del Catecismo, consiste en “acoger su Verdad,
en cuanto garantizada por Él” (n. 25).
Dios diseñó todo el plan salvífico, nos
asoció a Él, envió a su Hijo para dárnoslo a conocer, pero respeta nuestra
libertad. No nos lo impone, ni nos obliga a seguirlo. Esa es la riqueza de
nuestra aceptación libre. San Josemaría se refería a que se trata de acoger
confiadamente el plan amoroso de Dios “porque nos da la gana, que es la razón
más sobrenatural”.
Esta recepción amorosa de la revelación
divina no es mera admisión pasiva de unos contenidos externos. Se trata de
hacer propias esas enseñanzas. El que ama desea conocer cada vez más al ser
amado, y debemos experimentar las mismas ansias con respecto a las enseñanzas
que el Señor nos transmitió. De hecho, este interés por la comprensión racional
de los contenidos revelados es un factor diferenciador de la religión católica,
como explicó de modo magistral san Juan Pablo II en la encíclica “Fe y razón”,
por poner un solo ejemplo.
Sin embargo, tanto el don de Dios como
nuestra aceptación libre son compatibles con la duda, con “el claroscuro de la
fe”, que también vemos ilustrado en varias figuras de la Sagrada Escritura,
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento (Moisés, Job, san José, los
apóstoles, entre otros).
Por eso consideramos en esta oración la
súplica de los discípulos al Señor: “Auméntanos
la fe”. Y la hacemos actual, para cada uno de nosotros y para nuestros
contemporáneos. Es conocido el diagnóstico del filósofo canadiense Charles
Taylor, quien habla del “yo impermeable", que caracteriza a muchas
personas de nuestro tiempo, y que les impide abrirse a la dimensión
trascendente de sus vidas. Ese aislamiento se acompaña de insatisfacción con
ellos mismos, desencanto con el mundo y desorientación frente a Dios.
Chesterton recomendaba que, para salir de esa situación, hace falta romper la
impermeabilización, una especie de agujerearse la cabeza para dejar entrar la
luz (Cf. Barron, R. [2018]. Encender
fuego en la tierra. Madrid: Palabra. p. 208).
De esta manera llegamos a la tercera
dimensión de la virtud, que podemos llamar propiamente “vida de fe”, confianza en el Señor, “fiarse plenamente de Dios” (Compendio
del Catecismo, n. 25). Es a lo que se refiere Jesús en la respuesta a la
petición de sus discípulos: “Si tuvierais
fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y
plántate en el mar, y os obedecería»”.
San Josemaría comenta estas palabras diciendo: “—¡Qué promesas encierra esa exclamación del Maestro!” (C, n.
585).
Ahondando en esas promesas, más adelante
predicará que “Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque
después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que
remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la
gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad.
Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis
en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis” (AD, n. 203, énfasis añadido).
Es lo que vemos en la vida de dos modelos
de fe tomados de la Sagrada Escritura: Abraham y María. Del primero, “padre de
todos los que creen” (Rm 4, 11) la Carta a los hebreos resume su itinerario
vital diciendo que “Por la fe obedeció a
la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin
saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida,
habitando en tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo
arquitecto y constructor iba a ser Dios. Por la fe también Sara, siendo
estéril, obtuvo vigor para concebir cuando ya le había pasado la edad, porque
consideró fiel al que se lo prometía. Y así, de un hombre, marcado ya por la
muerte, nacieron hijos numerosos, como las estrellas del cielo y como la arena
incontable de las playas”.
Con ese telón de fondo podemos considerar
unas palabras de mons. Fernando Ocáriz sobre la vida de fe a pesar de las
dificultades que el Señor pueda permitir: “La fe es un claroscuro. No pensemos
que la fe es tener todo clarísimo. La fe es de lo que no se ve. No nos debemos
preocupar de no entender, de sentir que lo que teníamos tan seguro en nuestra
vida en algún momento parece como si se nos borrara de la mente, o dejara de
estar claro. En ocasiones podemos ver más lo oscuro que lo luminoso. Pero ahí
entra nuestro querer, porque en el acto de fe interviene, antes que la inteligencia,
la voluntad: queremos creer. Y así, con tu gracia, Señor, creeremos siempre, a
pesar de los pesares. Y en la fe encontraremos el fundamento de nuestra
libertad”. (Apuntes tomados de una meditación, 19-3-2018)
El mejor ejemplo de obediencia de la fe nos
lo ofrece la Virgen María. Ella “acogió el anuncio y la promesa que le traía el
ángel Gabriel, creyendo que para Dios
nada hay imposible y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra».
Isabel la saludó: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo
que le ha dicho el Señor se cumplirá». Por
esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada. Durante toda su vida,
y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no
vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento” de la palabra de Dios”. (Compendio,
n. 148)
A nuestra Madre María, Virgen fiel, le
pedimos que nos alcance del Señor la gracia de la fe como don de Dios, que
pongamos cada vez más de nuestra parte (fe con obras, fe con sacrificio, fe con
humildad), para que nuestra vida sea, como la suya, “la realización más pura de
la fe” (Compendio, n. 149).
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