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80 años de las mujeres del Opus Dei

1. Hace 80 años, Nuestro Señor hizo entender a San Josemaría, durante la celebración del Sacrificio eucarístico, que la luz fundacional del Opus Dei abarcaba también a las mujeres. Así lo describía él mismo: “el 14 de febrero de 1930, celebraba yo la misa en la capillita de la vieja marquesa de Onteiro, madre de Luz Casanova, a la que yo atendía espiritualmente, mientras era Capellán del Patronato. Dentro de la Misa, inmediatamente después de la Comunión, ¡toda la Obra femenina! No puedo decir que vi, pero sí que intelectualmente, con detalle (después yo añadí otras cosas, al desarrollar la visión intelectual), cogí lo que había de ser la Sección femenina del Opus Dei. Di gracias, y a su tiempo me fui al confesonario del P. Sánchez. Me oyó y me dijo: esto es tan de Dios como lo demás” [Cf. Vázquez de Prada A. El Fundador del Opus Dei. vol. I, p. 323]. Se cumplen ochenta años desde que el Fundador del Opus Dei “cogió intelectualmente” lo que había de ser el apostolado de l

vocación

En los primeros capítulos del Evangelio de Lucas vemos el inicio de la labor apostólica del Señor. Regresa a su Nazaret, el pueblo donde creció, y predica en la sinagoga: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” . Jesús se apropia la promesa del profeta, dice que él mismo es el Mesías prometido. Inmediatamente después vemos la reacción de los presentes, muy positiva al comienzo: “Todos daban testimonio en favor de él y se maravillaban de las palabras de gracia que procedían de su boca”. Sin embargo, en algunos surge la duda, “y decían: —¿No es éste el hijo de José?” ¿Cómo puede ser posible –pensarían- que aquél que conocimos pequeño, que durante su infancia no hizo nada raro, resulte ser ahora el Hijo de David? Les pasaba lo que cuenta una historia popular, de un campesino que había donado un cerezo de su propiedad para que hicieran con esa madera la imagen de un santo. Pasados los años, le preguntaron por qué le tenía tan poca devoción a ese intercesor, que tenía tan

Amigos de Jesús y de su Palabra

1. Comenzamos un nuevo año litúrgico, al menos en estas páginas. Las lecturas del tercer domingo del año nos presentan, en primer lugar (Ne 8, 2-4a.5-6.8-1) al pueblo hebreo que retorna de la diáspora y se reúne para escuchar al sacerdote Esdras, que trae la Ley ante toda la asamblea y la lee desde el amanecer hasta el medio día. Todo el pueblo responde: Amén. Amén. Leían el libro de la Ley con claridad, explicando el sentido. El pueblo escucha la lectura de pie, llora y se estremece al conocer la Palabra de Dios. Podemos preguntarnos con cuáles disposiciones escuchamos nosotros la lectura de la Palabra en la Misa y qué efectos produce en nuestras vidas. Como decía Benedicto XVI en la clausura del Sínodo sobre la Palabra, “Escritura y liturgia convergen en el único fin de llevar al pueblo dialogar con el Señor y a obedecer su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuest

Cristo Rey

Hoy llegamos al final del año litúrgico. Concluimos un período, marcados como estamos por el paso cíclico del tiempo en nuestra vida. Es momento de examen, de balance: ¿qué tanto hemos aprovechado las gracias que nos diste, Señor, durante estos meses? En nuestra oración, podemos pensar dónde estábamos en noviembre del año pasado; dónde celebramos la fiesta de Cristo Rey en aquella época. Y pensar, en un primer análisis, en el año transcurrido: la Navidad, la Cuaresma, la Semana Santa, el período laboral, las vacaciones de mitad de año, el segundo semestre… hasta llegar a hoy. Seguramente, en ese breve recorrido litúrgico que hemos hecho, se nos han venido a la mente momentos especiales: un medio de formación que nos sirvió bastante, un descanso que nos llegó en el mejor momento, algunas amistades que nos impactaron de modo positivo… Pero también veremos algunas manchas en nuestra actuación: faltas de generosidad, propósitos incumplidos, detalles que no quisiéramos haber tenido. Su

Vida más allá de la muerte (Los novísimos)

A la salida del Templo, le dijeron a Jesús: “Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!”. Siempre y en todas partes es habitual el regionalismo, la admiración de las grandes obras del propio pueblo. Explica la Biblia de Navarra que los judíos pensaban que el día del juicio del Señor sería terrible para los impíos, pero glorioso para los hebreos. La majestuosidad del Templo era señal de esa futura gloria. En este caso, el Señor no respondió con la típica afirmación diplomática del estilo: “es de los más bonitos que he visto”. Es más, corrige la interpretación en boga y añade que el Templo sería destruido. No se trataba de ser aguafiestas, sino de anunciar lo que le pasaría a Él mismo y a sus seguidores a lo largo de los siglos: también la predicación del Evangelio será en medio de lucha y contradicciones. En su libro Jesús de Nazaret, el Papa resalta que este discurso se pronuncia en el contexto previo a la Pasión y a la muerte en la Cruz. El Señor habla de la llegada del Hijo

El ciego de Jericó

Continúa Jesús subiendo a Jerusalén con decisión, después de haber enseñado a sus discípulos el lema de su vida: el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos.  Después de cruzar Jericó, la comitiva escucha gritos de un limosnero ciego: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! El ambiente no está para más diálogos, pensarán algunos, después del regaño que sufrieron del Señor en la escena anterior. Quizá por eso, reprenden al mendigo para que calle y no incomode al Maestro, que bastante apesadumbrado está como para cargar las peticiones inoportunas… Pero él gritaba mucho más . Los apóstoles no logran disimular el ruido, que el Maestro no se entere, hasta que él se paró y dijo: -Llamadle. También nosotros acompañamos al Señor, como los discípulos. Y también a veces queremos responder por Él. Pero no lo hacemos con su misericordia, sino con nuestra tosquedad. Señor: queremos seguir más cerca de ti, para aprender de tu ej

Servicio

En el capítulo décimo de San Marcos, el Señor sube a Jerusalén con sus discípulos. Ya se nota un aire tenso: “Jesús los precedía y ellos estaban sorprendidos: los que le seguían tenían miedo”. Les llama la atención la resolución con que asciende al sitio donde morirá, según ha anunciado dos veces. Por toda respuesta, el relato presenta un tercer anuncio acerca de la inminencia de su muerte y posterior resurrección. Sin embargo, parece que los discípulos no se enteraran. Santiago y Juan se preocupan más por su lugar en la gloria que por su participación e los padecimientos: “Entonces se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, diciéndole: —Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. Él les dijo: — ¿Qué queréis que os haga? Y ellos le contestaron: —Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria. Y Jesús les dijo: —No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o recibir el bautismo con que yo soy bautizado? —Podemos –l