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El ciego de Jericó


Continúa Jesús subiendo a Jerusalén con decisión, después de haber enseñado a sus discípulos el lema de su vida: el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención de muchos. 

Después de cruzar Jericó, la comitiva escucha gritos de un limosnero ciego: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! El ambiente no está para más diálogos, pensarán algunos, después del regaño que sufrieron del Señor en la escena anterior. Quizá por eso, reprenden al mendigo para que calle y no incomode al Maestro, que bastante apesadumbrado está como para cargar las peticiones inoportunas… Pero él gritaba mucho más. Los apóstoles no logran disimular el ruido, que el Maestro no se entere, hasta que él se paró y dijo: -Llamadle.

También nosotros acompañamos al Señor, como los discípulos. Y también a veces queremos responder por Él. Pero no lo hacemos con su misericordia, sino con nuestra tosquedad. Señor: queremos seguir más cerca de ti, para aprender de tu ejemplo a atender con el mismo cariño a todas las personas. Para saber que todas son importantes para ti. Que te preocupas por cada una y nos pides que las llamemos. Contágianos, Señor, esa preocupación por las almas. Ellas están gritando que quieren verte, piden piedad para sus miserias y nosotros no queremos complicarnos la vida, nos creemos mejores que ellas porque Tú has tenido más misericordia en nuestro favor. Sugiérenos en este momento cuáles son esas personas en las que quieres lucirte, hacer milagros, contando con nuestra ayuda. Que nos demos cuenta de que quieres contar con nosotros. Que te paras y nos dices, pensando en ellas: -Llamadles. Llámalas tú, en mi nombre.

¿Qué pasaba por la mente de aquél hombre, mientras tanto? Llevaba una vida lamentable: ciego y mendigo. Quizás había sido reconocido antes de perder la vista. Al menos, su padre era aún recordado, pues le llaman “Bar-timeo”, el hijo de Timeo. Probablemente había oído de aquel taumaturgo que había curado paralíticos, que había devuelto la vida a algún muerto, que había expulsado demonios. En sus circunstancias personales, cualquier posibilidad de curación es recibida con esperanza. Pero, además, le habían llegado ecos de su predicación y se había convencido de que aquel personaje era, sin duda alguna, el Mesías esperado. 

Esperaba encontrarlo en alguna fiesta, de camino a Jerusalén. Quizás hubiera intentado buscarlo, cuando supo que estaba en parajes cercanos, pero su limitación física se lo habría dificultado. Hasta que, aquella mañana, habría escuchado –con la finura de oído que desarrollan los ciegos- ecos del paso de Jesús de Nazaret. Por eso decidió esperarlo en las afueras de la ciudad, para garantizar un encuentro personal, sin el barullo de la gente, en un sitio que quizás conocía como un buen lugar para pedir limosna: en el giro de la carretera, para dar tiempo al caminante de compadecerse de él.

Tú y yo también somos ciegos: cuántas cosas grandes que no vemos, porque nos lo impide la ceguera de nuestro egoísmo, de nuestra vanidad, de nuestra sensualidad, de nuestra pereza. Nos tapa los ojos de alma el tener la mirada puesta en lo de abajo, en nuestros proyectos, en nuestra fama, incluso en nuestros fracasos, en nuestras miserias, que nos humillan, no porque ofendan a Dios sino porque no somos tan perfectos como quisiéramos. Lo peor es que no nos damos cuenta, creemos que vemos bien, que no necesitamos ninguna ayuda. ¡Y ésa es, precisamente, nuestra peor ceguera! Ojalá tuviéramos la humildad de Bartimeo, que no se avergüenza de esperar, delante de todo el mundo, para manifestar su fe.

El Papa ha comenzado un nuevo ciclo de audiencias sobre esta virtud, para acompañar el Año de la fe. En la primera de ellas decía que se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma en profundidad a nosotros mismos, revelándonos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, orientándolas, de día en día, a mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor. Tener fe en el Señor no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, el área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida, el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial”.

Es lo que le sucedió a Bartimeo. Quizás alguien le avisaría al momento de salir por la puerta de aquel poblado y, justo en ese momento, el ciego habría empezado a clamar, a decir a gritos”: ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Esperaba que, al reconocer el mesianismo de Jesús, sería bien tratado por los discípulos –es lo menos que puede hacer un apóstol, agradecer las alabanzas a su maestro-. Quizá entonces, añoraba, uno de aquellos hombres se le acercaría para llevarlo a la presencia del Maestro. Y así comenzó a suceder. Nada más terminar sus gritos, sintió la cercanía de varios discípulos –quizá Judas sería uno de ellos- y experimentaría la felicidad de pensar que todo salía según sus planes. Sin embargo, no fue así, sino todo lo contrario: muchos le reprendían para que se callara.

Pero él ya tenía bastante experiencia con este tipo de reproches. Y, en esta circunstancia, tenía fe en que había mucho en juego: estar cerca del Mesías, tocarlo, escucharlo. Y, por qué no, pedirle el milagro de la curación. Volver a ver. Recobrar la vista, viéndolo de frente a Él. Por eso, él gritaba mucho más: —¡Hijo de David, ten piedad de mí! De repente, escuchó que la multitud se callaba. Sintió que era el centro de la atención. Y una persona que llevaba un traje amplio –oía cómo el viento desplegaba su manto- se dirigió a él, con voz potente: —¡Ánimo!, levántate, te llama.

El Maestro le esperaba, pero quiso probar la fe del ciego, forzar su constancia. San Josemaría comentaba esta escena (Amigos de Dios, 195 ss): "¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate -nos indica-, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural.

Aquel hombre, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. (…) No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. (…) Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así".

El relato de San Josemaría cuenta una intimidad autobiográfica: "E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos ahora Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: quid tibi vis faciam?, ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: Maestro, que vea. ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en alguna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo dejar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí -¡algo que yo no sabía qué era!-, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam -Maestro, que vea- me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla".

Señor, que vea. Petición simple, que a tantas almas le ha servido para discernir cuál es la voluntad de Dios sobre el propio camino. Señor, que vea. Petición que debe ir unida al deseo de cumplirla: Que eso que Tú quieres, Señor, se cumpla. Entonces Jesús le dijo: —Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.

Concluimos con la homilía del Fundador del Opus Dei: "Seguirle en el camino. Tú has conocido lo que el Señor te proponía, y has decidido acompañarle en el camino. Tú intentas pisar sobre sus pisadas, vestirte de la vestidura de Cristo, ser el mismo Cristo: pues tu fe, fe en esa luz que el Señor te va dando, ha de ser operativa y sacrificada. No te hagas ilusiones, no pienses en descubrir modos nuevos. La fe que El nos reclama es así: hemos de andar a su ritmo con obras llenas de generosidad, arrancando y soltando lo que estorba".


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