El domingo siguiente al de la santísima Trinidad se celebra la
presencia de Jesucristo, con su cuerpo y su sangre, en el sacramento de la Eucaristía.
Se trata de una fiesta que se remonta al siglo XIII, cuando el Señor suscitó en
la iglesia la devoción y el culto eucarísticos, por medio de varios milagros.
En el ciclo B, las lecturas de la Misa se remontan hasta el
culto hebreo del antiguo Testamento, cuando Moisés ratificó la alianza entre el
Señor y su pueblo (Ex 24, 3-8). El patriarca “edificó un altar en la falda del
monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel” (v. 4). Sacrificó unos
novillos y derramó su sangre sobre el altar (que representaba a Dios) y sobre
el pueblo, de modo que así sellaba un pacto entre ellos, diciendo: “Esta es la
sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con
todas estas palabras” (v. 8). El concilio Vaticano II explica que, con este
rito, Dios “eligió a Israel como su pueblo, pactó una Alianza con él (…). Pero
todo esto lo realizó como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta
que había de efectuarse en Cristo” (Lumen Gentium, n. 9).
La liturgia relaciona las palabras de Moisés (“Esta es la
sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros”) con las que
pronunció Jesús en la última cena: “Esta es mi sangre de la alianza, que es
derramada por muchos” (Mc 14, 24). Cuando el Señor distribuyó el vino entre los
discípulos les anunció que estaban celebrando la primera eucaristía, que esa bebida
era la sangre de la alianza nueva y eterna, que esa sangre era la vida de Dios
mismo, entregada para la salvación de los hombres. Así lo alaba el prefacio de
la Misa: “En la última cena con sus apóstoles, se entregó como Cordero sin
mancha para perpetuar el memorial de la cruz salvadora, y ofrenda perfecta de
alabanza” (Misal romano).
Celebramos que, en cada eucaristía, recibimos el mismo Cuerpo
y la Sangre de Cristo que se inmolaron en el Calvario. La iglesia nos ayuda a
fijarnos en su presencia sacramental. Renovamos nuestra fe en que Jesús se
encuentra de modo verdadero, real y sustancial. Cada una de esas palabras
responde a dudas diversas: frente a quienes afirmaron que la presencia de Jesús
en la Eucaristía era solo simbólica, en el siglo XI el magisterio afirmó la conversión
“sustancial”, que llevó a hablar después de la “transustanciación” en el siglo
XIII. Y ante la Reforma protestante del siglo XVI, el concilio de Trento proclamó
que la presencia eucarística es “verdadera, real y sustancial” de Cristo entero
con su cuerpo, con su sangre, con su alma y con su divinidad.
Con esta solemnidad adoramos y desagraviamos a Jesús en la
eucaristía, por todos los que no lo han adorado como se merece a lo largo de
los siglos y por nuestras propias ofensas. Y renovamos el propósitos de ser
almas eucarísticas, devotas, piadosas: por ejemplo, podemos visitar cada día al
Señor en el sagrario, de modo presencial o virtual; adorarlo cuando podamos
participar en las bendiciones con el Santísimo; saludarlo y despedirnos al
entrar y al salir de un lugar donde se encuentre el sagrario, etc. Pero también
amaremos más a Jesús si asistimos con frecuencia a la Eucaristía, si pasamos
ratos más o menos largos de oración delante del sagrario, que es el mejor lugar
del mundo para estar.
A propósito del sitio, el evangelio dice como de pasada que aquel
anfitrión anónimo le ofreció a Jesús “una habitación grande en el piso de arriba,
acondicionada y dispuesta” (Mc 14, 15) para que celebrara la pascua. Y el papa nos
invita a preguntarnos cómo es el lugar que preparamos para el Señor en nuestro
corazón:
“Una habitación grande para un
pequeño trozo de Pan. Dios se hace pequeño como un trozo de pan y por eso mismo
se necesita un gran corazón para poder reconocerlo, adorarlo, acogerlo. La
presencia de Dios es tan humilde, escondida, a veces invisible, que necesita un
corazón preparado, vigilante y acogedor para ser reconocida. En cambio, si
nuestro corazón, más que una habitación grande, se asemeja a un armario donde
guardamos cosas viejas con pesar; si parece un ático donde desde hace tiempo
hemos depositado nuestro entusiasmo y nuestros sueños; si parece un cuarto
estrecho, un cuarto oscuro porque vivimos solo de nosotros mismos, de nuestros
problemas y de nuestras amarguras, entonces será imposible reconocer esta
presencia de Dios silenciosa y humilde. Necesitamos una habitación grande.
Debemos agrandar el corazón, salir de la pequeña habitación de nuestro yo y
entrar en el gran espacio del asombro y la adoración. ¡Y esto nos falta tanto!”.
(Homilía, 6-6-2021)
Señor: te pedimos que nos amplíes el corazón de tal modo que
esté preparado y vigilante para acogerte, para aprender de tu ejemplo de
humildad y de servicio. Lo alcanzaremos en la medida en que aprendamos de Ti
mismo, que eres el modelo. Por eso, ¡qué importante es que fomentemos en
nuestra alma el estupor ante la eficacia silenciosa de Jesús en el sagrario, que
contemplemos esa presencia silenciosa y eficaz de Dios, desde donde nos protege
y nos guía, nos cuida!
San Josemaría escribió que “en la Sagrada Eucaristía y en la
oración está la cátedra en la que aprendemos a vivir, sirviendo con servicio
alegre a todas las almas” (Carta 2, n. 61). Allí aprendemos todas las virtudes,
pero sobre todo aprenderemos el arte de amar que es el de la entrega hasta el
extremo.
Jesús en el sagrario es modelo de servicio, de amor
desinteresado, de santidad. Si entramos en esta escuela aprenderemos del divino
Maestro a servir, a convertir nuestra existencia en una habitación grande para
Dios y para los demás. Concluyamos nuestra oración pidiendo al Señor que se cumpla
en nuestras vidas la invitación del papa Francisco:
Abramos nuestro corazón con amor, para que seamos la sala grande y hospitalaria donde todos puedan entrar para encontrarse con el Señor. Rompamos nuestra vida en la compasión y en la solidaridad, para que el mundo vea a través de nosotros la grandeza del amor de Dios. Y entonces vendrá el Señor, nos sorprenderá una vez más, se hará de nuevo alimento para la vida del mundo. Y nos saciará para siempre, hasta el día cuando, en el banquete del Cielo, contemplaremos su rostro y nos alegraremos sin fin. (Homilía, 6-6-2021)
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