Jesús se sirve de la barca de Pedro como púlpito desde el que
enseña, en el lago de Genesaret, a una multitud. El Señor quiere contar con
nosotros, con nuestra pobre colaboración, para revelar su Palabra a los
hombres.
Comienza con la primera parábola, que será el tema de
nuestra meditación de hoy: “Salió el sembrador a sembrar”. Después del
aparente fracaso ante los fariseos, “Jesús, como predicador de la palabra, reflexiona sobre
su propio ministerio, valorando los resultados de su predicación” (Estrada).
“La escena es actual. El sembrador divino
arroja también ahora su semilla. La obra de la salvación sigue cumpliéndose, y
el Señor quiere servirse de nosotros: desea que los cristianos abramos a su
amor todos los senderos de la tierra; nos invita a que propaguemos el divino
mensaje, con la doctrina y con el ejemplo, hasta los últimos rincones del
mundo. Nos pide que, (…) al desempeñar con fidelidad nuestros deberes, cada uno
sea otro Cristo, santificando el trabajo profesional y las obligaciones del
propio estado”. ECP, n. 150
“Al sembrar, una parte cayó al borde del camino; vinieron
los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde
apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda brotó enseguida; pero en
cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otra cayó entre abrojos,
que crecieron y la ahogaron”.
Si hacemos una radiografía de la parábola, vemos que hay
tres tipos de terrenos malos: el camino, el pedregoso, los abrojos. También hay
tres causas de esterilidad: los pájaros, la falta de tierra, el ahogamiento (García).
Además, las semillas quedan afectadas en tres etapas distintas de su
desarrollo: cuando cae al piso, al brotar y al crecer (Ska). Jesús mismo
explicará después a sus discípulos el significado de cada uno de los tres fallos:
Sobre la parte que cayó al borde del camino, enseña que “si
uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo
sembrado en su corazón”. Oír pero no entender. No dejar que la semilla de
la palabra anunciada crezca y dé fruto en el alma. El papa Francisco lo
explicaba diciendo que “nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno y
entonces la Palabra da fruto —y mucho— pero puede ser también duro,
impermeable. Ello ocurre cuando oímos la Palabra, pero nos es indiferente,
precisamente como en una calle: no entra” (Ángelus, 16 de julio de 2017).
Sobre la parte que cayó en terreno pedregoso, Jesús dice que
“significa el que escucha la palabra y la acepta enseguida con alegría; pero
no tiene raíces, es inconstante, y en cuanto viene una dificultad o persecución
por la palabra, enseguida sucumbe”. Hace falta hondura y constancia. Este
tipo de terreno “Es un corazón sin profundidad, donde las piedras de la pereza
prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero
quien acoge al Señor solo cuando le apetece, no da fruto” (Ángelus, 16
de julio de 2017).
En tercer lugar, al explicar la parte que cayó entre abrojos,
Jesús enseña que “significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la
vida y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y se queda estéril”. Jesús
denuncia el peligro que entraña para la vida espiritual la preocupación por las
riquezas. El papa enseña que los abrojos “son los vicios que se pelean con
Dios, que asfixian su presencia: sobre todo los ídolos de la riqueza mundana,
el vivir ávidamente, para sí mismos, por el tener y por el poder. Si cultivamos
estas zarzas, asfixiamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede
reconocer a sus pequeñas o grandes zarzas, los vicios que habitan en su
corazón, los arbustos más o menos radicados que no gustan a Dios e impiden
tener el corazón limpio. Hay que arrancarlos, o la Palabra no dará fruto, la
semilla no se desarrollará” (Ángelus, 16 de julio de 2017).
Después de estos fracasos, hay una historia de éxito: Otra
cayó en tierra buena y dio fruto: una, ciento; otra, sesenta; otra, treinta. Lo
sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ese
da fruto y produce ciento o sesenta o treinta por uno. Por ese motivo, esta
parábola es una lección de esperanza. En la vida de Jesús, a pesar del
aparente fracaso (los sabios rechazaron su predicación) el Señor continúa sembrando
la semilla del Reino. También hoy estamos en tiempo de esperanza, en medio de las
dificultades y la incertidumbre en que nos podemos mover. Y Jesús nos invita a
seguir sembrando, aunque el ambiente sea difícil. Cuando la siembra es de
santidad, nada se pierde. Como decía san Josemaría al empezar un semestre de confinamiento
durante la guerra: ¡Es tiempo de crecer para adentro!
“Para ti, que te quejas de estar solo, de que
el ambiente es agresivo: piensa que Cristo Jesús, Buen Sembrador, a cada uno de
sus hijos nos aprieta en su mano llagada -como al trigo-; nos inunda con su
Sangre, nos purifica, nos limpia, ¡nos emborracha!...; y luego, generosamente,
nos echa por el mundo uno a uno: que el trigo no se siembra a sacos, sino grano
a grano” (F, n. 894).
El Señor nos invita a que seamos buena tierra, a que nos purifiquemos,
por el amor a Dios y a los demás. Me parece oportuno citar aquí la
reciente historia de Javier, un amigo con el que coincidí en mis años de Roma.
Hace poco le diagnosticaron un cáncer y se sometió a las sesiones de
quimioterapia respectivas. Justo cuando estaba en el peor nivel de
inmunosupresión, se contagió con el Covid, por lo cual estuvo quince días
intubado, al borde de la muerte por la incapacidad de respirar. Aquí transcribo
el testimonio que dio a la radio (https://www.cope.es/programas/fin-de-semana/noticias/una-luz-final-del-tunel-preguntaron-queria-volver-20200704_800202):
“De pronto
me encuentro solo en el famoso túnel, que en mi caso era de arbustos, que
acababa en una luz muy clara. Me acerqué a esa luz, crucé el umbral y me
encontré en un pueblo nevado, como si estuviera en el interior de Suiza, con un
paisaje blanco, unos niños cantando y jugando en círculo y una sensación de
bienestar absoluta, de plenitud, de estar ante algo muy verdadero, muy bello,
muy bueno y ante lo que yo estaba muy sereno. Tan sereno, que me tumbé en el
suelo y me puse a disfrutar de todas esas experiencias visuales y auditivas.
Cuando estaba allí escuché una voz que no sé decir si fue una persona, si me
miraba o no, que me decía: “¿te quieres quedar?”. Esta pregunta me planteó
tomar una decisión, y le respondí: “pues la verdad es que no”. Por un lado,
porque ese lugar tan impresionante me parecía demasiado para mis incapacidades.
Era un sitio tan fantástico que me encontraba poco digno: esto es demasiado; el
otro motivo es que todavía tenía muchas cosas por hacer: tengo una fundación en
Kenia donde le ayudamos a 300 niños a ir al colegio, pero sobre todo notaba
que, antes de irme, debía estar con determinadas personas para pedirles perdón.
No era por miedo a la muerte, pues tampoco era consciente de que aquello era mi
muerte, lo he pensado después. Más que miedo era buscar algo más excelente,
prepararme un poco más. No era una situación de temor. Era una ocasión de
juzgarme a mí mismo y ser muy consciente de la cantidad de carencias y fallos
que tengo especialmente en mi trato con los demás y, por lo tanto, la
posibilidad de una mejora muy grande, ese fue un descubrimiento para la vida. Era
regresar para aprender a amar”.
En resumen: Javier eligió regresar para pedir perdón, para hacer más bien, para sembrar más semillas. Pidamos a la Virgen Santísima que nuestro amor sea fiel como el suyo; que nos convierta en tierra fecunda que se decide a amar hasta el final “y se traduce en una entrega que intenta corresponder con más de lo que recibe: treinta por uno, sesenta por uno, ciento por uno” (Echevarría).
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