El estudio de las emociones está de moda en el ámbito académico. Por ejemplo, en los últimos años se ha visto como un factor clave cuando los ciudadanos deciden por quién votar en las elecciones. También se ha señalado su importancia en la comunicación pública, como en las campañas ciudadanas para la prevención de la Covid-19.
Una de esas emociones es el miedo, que la mayoría de las
veces retrae o, lo que es peor, paraliza a las personas. Sin embargo, a
veces también impele a actuar, casi irracionalmente, quizá por el instinto de
supervivencia. El miedo emerge ante estímulos que nos incomodan, en ocasiones
por traumas de la infancia o por temores más o menos infundados. No sé cuál
será el tuyo, pero hay gente que les tiene pavor a las cucarachas, a las ratas,
a las serpientes, etc. El temor también puede brotar ante los fenómenos
naturales como la lluvia, la oscuridad, etc. Pero también surge ante ciertas
personas: por lo que nos han hecho en el pasado o debido al poder que pueden
tener para quitarnos bienes preciosos como el puesto de trabajo, la libertad...
o la vida.
En la Sagrada Escritura aparece, ya desde el Antiguo
Testamento, la invitación del Señor a no tener miedo. Además, Jesucristo lo aconsejó
varias veces a sus discípulos, en algunas ocasiones de modo
reiterado, como en el pasaje que vamos a contemplar en esta meditación. Se
trata del capítulo décimo del Evangelio de san Mateo (26-33); el contexto es la
misión apostólica, las instrucciones para afrontar las pruebas y dificultades.
Después del sermón del monte, Mateo transmite el segundo de
los cinco grandes discursos de Jesús en torno a los cuales estructura su
Evangelio. En este caso se trata del Discurso "misionero",
"del testimonio" o "apostólico". Jesús acaba de proclamar
el Reino de Dios, ha elegido los Doce, y los envía a predicar el Reino. Llama
la atención que, mientras Lucas distingue entre discípulos y Apóstoles, Mateo
los identifica, con lo cual le da realce al discipulado: los llamados no son simples
alumnos, sino también enviados. Y no es un discurso dirigido en exclusiva para
aquellos recién elegidos, sino para todos los cristianos que habrían de venir a
lo largo de la historia.
Hablando sobre las persecuciones, Jesús comienza su sermón
misionero diciendo: No les tengáis miedo, porque nada hay encubierto, que no
llegue a descubrirse; ni nada hay escondido, que no llegue a saberse. El
evangelista publicano insiste en que el éxito de la misión apostólica no está
garantizado. Al contrario, es muy probable encontrarse con la contradicción,
tanto por parte de los tribunales humanos como de la propia familia. Si Cristo
murió en la Cruz, no puede extrañarnos que también nosotros padezcamos por ser
sus seguidores. El mensaje de Jesús es claro: no hay que desalentarse; al
contrario, hay que confiar en Dios.
La idea central de este pasaje es una triple invitación a no
temer; a hablar abiertamente, confiando en la eficacia intrínseca que
tienen las palabras del Evangelio porque llevan la fuerza de Dios; a vivir sin
miedo a la muerte, que no es la última palabra en la existencia humana; y a
confiar en el Padre providente y en el Hijo que defenderá a sus discípulos en
el juicio final, que es el verdaderamente importante.
Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que
os digo al oído, pregonadlo desde la azotea. Jesús invita a sus discípulos a hablar de Dios con claridad
y audacia y a tener valentía frente a las persecuciones, contando con los
dones y los frutos del Espíritu Santo, especialmente con la fortaleza, una
virtud muy importante para los discípulos de Cristo, ya que
«asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en
la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de
superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz
de vencer el temor, incluso de la muerte, y de afrontar las pruebas y las
persecuciones». (CEC 1808)
El Maestro invita a dar testimonio sin miedo a la Cruz, a
las persecuciones, ni a la muerte: No tengáis miedo a los que matan el
cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la
perdición alma y cuerpo en la gehenna. Este es el lema del pasaje de
hoy, el título de la meditación: ¡No tengáis miedo! No hay que temer a
ser testigos de la muerte de Cristo delante de los que pueden quitar la vida
corporal (tengamos en cuenta que los mártires han salido vencedores a lo largo
de la historia).
Al único que habría que temerle es a Dios, que podría
apartarnos de su comunión en el juicio final. En estas palabras
vemos la importancia del amor: el temor de Dios no consiste en tenerle miedo a Él,
que es nuestro Padre, sino en aborrecer el pecado, en rechazar cualquier
posibilidad de ofenderle. En el mismo sentido, la audacia apostólica no es
cuestión de tener un carácter más o menos abierto, sino de amor, como dice san
Josemaría: “La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a
mí me hieren mucho: (…) el que tiene miedo, no sabe querer. ―Luego tú, que
tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! ―¡Adelante!”. (F, n.
260)
Jesús nos invita a vivir y a trabajar con visión de
eternidad: lo importante no es el resultado inmediato, bueno o malo, sino los
frutos a largo plazo: se trata de sembrar la semilla del Reino de Dios, y Jesús
garantiza la eficacia. Llegamos de esta manera a la razón por la cual hemos de
cumplir nuestra misión sin miedo: se trata de confiar en los cuidados de Dios,
que es un Padre amoroso, y que atiende a sus hijos con amor providente, también
en lo que conviene a la vida eterna: ¿No se venden un par de gorriones
por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga
vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis
contados.
En ese tiempo, un par de gorriones costaba un dieciseisavo
de lo que se pagaba por un día de trabajo (en pesos colombianos de hoy serían unos
$2000, medio dólar). Jesús quiere decir que, si Dios tiene cuidado de unas
criaturas pequeñas, ¡cuánto más lo tendrá de nosotros, que fuimos hechos a su
imagen y semejanza, elevados al orden sobrenatural, redimidos y llamados a la
santidad! Y nos invita a que vivamos con la seguridad que nos da el sabernos
hijos predilectos de un padre amoroso y providente. Por eso, no tengáis
miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones.
Este llamado a confiar es muy propio de Dios, como vemos en
la primera lectura, tomada del profeta Jeremías (20, 10-13), un hombre que padeció
muchas persecuciones, denuncias y maltratos por parte del pueblo al que servía.
En medio de la más dura prueba, la de sentirse solo y abandonado por Dios, el
profeta no perdió la fe en las promesas divinas: "el Señor es mi fuerte
defensor: me persiguen, pero tropiezan impotentes. Acabarán avergonzados de su
fracaso. (...) Cantad al Señor, alabad al Señor, que libera la vida del
pobre de las manos de gente perversa".
No tengáis miedo. Estas palabras de Jesús han sido la consigna de los últimos
papas, ante un ambiente agitado y que invita a aislarse en el individualismo o
en el apocamiento. Sigue siendo una invitación a tomarse en serio la vocación
cristiana sin temores de ningún tipo, confiando en la gracia de Dios:
“Un hijo de Dios -tú- no debe tener miedo a vivir en el
ambiente -profesional, social...- que le es propio: ¡nunca está solo! -Dios
Nuestro Señor, que siempre te acompaña, te concede los medios para que le seas
fiel y para que lleves a los demás hasta El”. (F, n. 724)
Es muy importante no perder de vista que la clave para
interpretar este pasaje del Evangelio se encuentra en el versículo previo: al
discípulo le basta con ser como su maestro. Esa configuración con Jesús es
el secreto para cumplir la voluntad del Padre. Por ese motivo, San Josemaría
recomendaba tener en cuenta la centralidad de Jesucristo para la formación
espiritual de los jóvenes, llevándolos a que “se sientan removidos por un
ideal: que busquen a Cristo, que encuentren a Cristo, que traten a Cristo, que
sigan a Cristo, que amen a Cristo, que permanezcan con Cristo”. (241042. Cit.
Por Canals, S. Ascética Meditada. Rialp. 2000. Pág.11).
Esa identificación con Jesucristo explica la actitud
positiva del cristiano en medio de las dificultades, de las crisis más o menos
grandes, debidas a nuestras propias miserias o a circunstancias exteriores,
como una pandemia. Para esos momentos, Jesús sale a nuestro encuentro
invitándonos a no perder la esperanza. Esta virtud no se debe confundir con un
simple optimismo dulzón, en plan “todo irá mejor” simplemente porque sí. El
Señor nos recuerda que el motivo sobrenatural de nuestro optimismo es que Él
siempre está con nosotros. Por eso nos dice: ¡No tengáis miedo!, ni de
las situaciones exteriores, porque la ayuda de su gracia es proporcional a las
dificultades, ni de nuestros vicios y defectos aunque puedan parecer
insuperables.
El ¡No tengáis miedo! del Evangelio nos recuerda el
caso de san Pablo, que recibió “una espina en la carne: un emisario de
Satanás que me abofetea, para que no me engría”. El apóstol de las gentes
le pidió tres veces al Señor que le apartara esa prueba y Dios le respondió: “Te
basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. La conclusión de
San Pablo fue: “muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en
mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los
insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por
Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 8,9-10).
Así se explica la conclusión del discurso misionero de
Jesucristo: “A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me
declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante
los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos”. Dar
testimonio de Jesús, confesar públicamente nuestra fe en Él, es la
garantía de nuestra salvación, pues el mismo Señor será el defensor de los
apóstoles en el juicio final.
Concluyamos nuestra oración acudiendo a la Virgen María, “Madre de misericordia, Madre de la esperanza y consuelo de los migrantes”, como ha querido el papa Francisco que la invoquemos en el Rosario. Si, a pesar de estas consideraciones, no dejamos de sentir desconfianza de nuestras pobres fuerzas, pensemos que Ella nos acompaña e intercede ante su Hijo por nosotros: “¡La necesitamos!... En la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así tengo yo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre!, ¡mamá!, no me dejes”. (Via Crucis, 4, 3)
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