San Lucas comienza su
relato con la Anunciación del Ángel a María, que le transmitió el mensaje
divino: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». En edad
palabras quedaba dicho todo, aunque no se nota a primera vista. La Trinidad se
había deleitado al crear a esa Hija predilecta y al colmarla con su gracia en
el mismo instante de la concepción. Había sido engendrada sin pecado original,
desde el primer momento de su existencia era Templo del Espíritu Santo, y ella
había correspondido con fidelidad creciente cada día.
¡Cómo gozaría la Virgen
aprendiendo, de sus padres y en la sinagoga, las enseñanzas de la Sagrada Escritura
sobre esa Persona divina que la colmaba con la plenitud de su gracia! Desde el
inicio del Génesis, donde se describe que “el espíritu de Dios se cernía
sobre la faz de las aguas” (1,2), hasta su reconocimiento en el testimonio
de cada uno de los profetas.
Ahora, ante el saludo de
San Gabriel, ella se turbó al ver que su secreto de Amor era conocido por
alguien más, externo a su íntima comunión con Dios, aunque fuera un Arcángel, y
se turbó. Gabriel la tranquilizó comunicándole el siguiente paso de su
relación con la Trinidad: «No temas, María, porque has encontrado gracia
ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su
reino no tendrá fin» (1, 30-33).
En su diálogo permanente
con Dios, María había visto que el Señor la llamaba a abstenerse de la
maternidad, aunque humanamente esa petición supusiera perder la posibilidad de
engendrar al Mesías (que era la esperanza de toda mujer judía a lo largo de los
siglos). Con generosidad alegre, ella tomó la decisión de ofrecer su virginidad
a Dios, amparada por la compañía de san José. Y el Señor, que había acogido ese
compromiso, le reveló por el Arcángel que, a pesar de continuar siendo virgen,
la quería como la Madre de su Unigénito, en el cual se cumplirían las promesas
hechas varios siglos atrás al rey David.
María no terminaba de
entender cómo se conciliarían su vocación a la virginidad con este nuevo
llamado dentro del camino divino, por lo que expuso con sencillez: «¿Cómo
será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el
Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (1, 34-35). La Tercera
Persona de la santísima Trinidad es protagonista de la Encarnación, pero su
modo de actuar es tan discreto que pasa casi desapercibido, pues tendemos a
poner más cuidado en la Virgen y en el fruto de su vientre, Jesús.
La plenitud de la gracia en
el alma de María se nota en la respuesta dócil a la nueva vocación: «He aquí
la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (1, 38). Pero
no solo se trata de la disponibilidad pasiva para que se cumpliera en ella todo
lo que Dios dispusiera, sino también de la generosidad activa para acoger con iniciativa
personal lo que el Ángel apenas le había insinuado: «También tu pariente
Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que
llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible» (1, 36-37).
Aunque se podría tomar
este dato como la prueba no pedida de la autenticidad del mensajero, María ―en
perfecta sintonía con la caridad de su Amado― descubrió en esas palabras que aquella
anciana la necesitaba y partió hacia su casa, a tres días de viaje en mula,
pasando por encima de las incomodidades que experimentaba por su propio
embarazo.
Ya en Ain Karim el
Paráclito figura de nuevo, esta vez inspirando a Isabel para que reconociera en
esa humilde doncella a la Madre de Dios: En cuanto Isabel oyó el saludo de
María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y,
levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto
de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».
¡Bendita entre las
mujeres!
Isabel se convirtió en una verdadera profetisa al descubrir la plenitud de la
gracia divina en aquella muchacha que venía a servirle. ¡Y bendito el fruto
de tu vientre! Su joven hijo comenzó a ejercer el papel de Precursor y
saltó de alegría en su seno. Es toda una escena carismática, un resplandecer de
los frutos y los dones del Espíritu Santo en esa familia particularmente bendecida
por Dios.
La respuesta de María a la exultación de su
prima fue una oración, un canto inspirado por su Esposo, que le daba nuevo
sentido a varios himnos tomados del Antiguo Testamento: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha
mirado la humildad de su esclava».
El Espíritu Santo nos
lleva a alabar a Dios, nos impulsa a bendecir, a decir cosas buenas del Padre,
como hacía Jesucristo: Nuestra alma exulta, proclama la grandeza del Señor.
Esta es la vocación del ser humano: reconocer la grandeza divina y agradecerle
que haya querido hacernos partícipes de su naturaleza divina, hijos del Padre,
hermanos de Jesucristo, templos del Espíritu Santo.
María se alegra en Dios,
su salvador. Podemos preguntarnos en este momento: ¿Dónde buscamos nuestra
alegría? La Virgen nos enseña a tener nuestro gozo en la conciencia de que Dios
nos ama, nos salva, nos perdona y quiere que seamos felices, santos, buenos
hijos suyos. Ahí está la clave de la verdadera felicidad: en ser un templo cada
vez menos indigno del Espíritu Santo. Podemos pedirle a la Virgen: Madre
nuestra, ayúdanos a tener una actitud como la tuya, que se nos contagie tu
sencillez, tu caridad, tu fidelidad.
Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su
nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en
generación». Nosotros
también podemos agradecer en nuestra oración las obras grandes que el Señor ha
hecho en nosotros, que son manifestaciones de su misericordia: la vida, el
hogar cristiano en el que nacimos, el bautismo ―que recibimos casi todos recién
nacidos― con la llamada a la santidad y al apostolado, la educación, la primera
comunión, la confirmación (en la que recibimos “una efusión callada y
fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el
alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior
contra el egoísmo y la concupiscencia”, ECP, n. 78), quizá también
hemos recibido la unción de enfermos, o la ordenación sacerdotal (“una
nueva e inefable infusión del Espíritu Santo”, ECP, n. 79), etc.
En el momento de imponer
el nombre al hijo de Isabel, una vez más apareció el poder del Espíritu Santo inspirando
al padre de la criatura para que profetizara que se estaban cumpliendo los
signos anunciados en la Antigua Alianza: Zacarías se llenó de Espíritu Santo
y profetizó diciendo:
«Bendito
sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo
había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas (…) realizando la
misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza».
A continuación, Zacarías explicó
la vocación de Juan, y en esa profecía también quedaba anunciada la misión de
Jesús: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante
del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el
perdón de sus pecados». Es fácil imaginarse cuánto se conmovería la Virgen
al escuchar el relato de esas escenas, en las que comenzaba a perfilarse la
misión de su Hijo: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos
visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
Hemos oído decir muchas
veces que Lucas es el evangelista de la infancia de Jesús, o el de María. Pero
también habría que decir que es el mensajero del Espíritu Santo, pues poco
después del nacimiento de Jesús vuelve a ceder el protagonismo de las escenas
al Paráclito, aunque los lectores tendemos a quedarnos en los frutos de su
obra, en las operaciones de los actores que Él inspira, como sucede con el
anciano Simeón,
hombre
justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo
estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la
muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el
Espíritu, fue al templo.
En solo tres versículos
tenemos el mismo número de alusiones al Paráclito, que premia la fidelidad de
este hombre permitiéndole tener en sus brazos al Esperado de siglos, por lo
cual Simeón bendice a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes
dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien
has presentado ante todos los pueblos». Muchos años después, tras la venida
del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, la Virgen habría de recordar esta
profecía viendo la multitud de pueblos representados en los tres mil nuevos
seguidores de su Hijo, que recibían el bautismo tras la predicación de San
Pedro: «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Podemos imaginarnos cómo
serían los diálogos cotidianos en casa de la Sagrada Familia y con qué
naturalidad Jesús les explicaría a María y a José los misterios de la Santísima
Trinidad. Por ese motivo, a Ella no le habrá sorprendido que Juan Bautista
dijera que Jesús bautizaría en Espíritu Santo y fuego (3, 16), ni el
relato del bautismo de Jesús en el Jordán: mientras oraba, se abrieron los
cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una
paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me
complazco» (3, 21-22).
El inicio de la vida
pública de Jesús está enmarcado por la unión con el Paráclito: Jesús, lleno
del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante
cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo (4, 1-2).
Inmediatamente después se presentó en su pueblo y, como es de esperar, lo hizo con
la fuerza del Espíritu (4, 14). El sábado fue a la sinagoga, seguramente
con su Madre, como había hecho todos los sábados de su infancia. En esta
ocasión, leyó la profecía de Isaías:
«El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido». Y, enrollando el
rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los
ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta
Escritura que acabáis de oír» (4, 18-21).
La Virgen despediría a su
Hijo, que se marchaba a predicar la llegada del Reino de Dios, y escucharía con
gozo las noticias que le llegaban de los primeros frutos. Por ejemplo cuando,
después de la misión de los setenta y dos discípulos, Jesús se llenó de
alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las
has revelado a los pequeños» (Lc 10, 21). Y también cuando, tras
haber enseñado el Padrenuestro, les prometió que les enviaría al Espíritu Santo:
«Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos,
¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (11,
13).
En los relatos que los
discípulos le contaban, la Virgen podía vislumbrar los próximos acontecimientos
dolorosos de la pasión de su Hijo. Por ejemplo, al enseñarles: «Cuando os
conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os
preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir,
porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (12,
11-12).
Después de los dolorosos
momentos de la pasión y muerte de Jesús, pasamos al segundo tomo de Lucas, el
libro de los Hechos de los Apóstoles, donde vemos a María perseverando junto a
los discípulos unánimes en oración esperando a que se cumpliera lo que su Hijo había
prometido antes de ascender a los cielos:
«Juan
bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de
no muchos días (…) recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre
vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el
confín de la tierra»
(Hch 1, 4-8).
Después de la elección de
Matías, en la fiesta judía de Pentecostés se cerró el círculo iniciado en la
Anunciación; el Paráclito descendió ya no solo sobre María, la Madre de Jesús,
sino sobre toda la Iglesia, su cuerpo místico:
Al
cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De
repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba
fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron
aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de
cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en
otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse (Hch 2, 1-4).
El prefacio de la Misa de
“Santa María en el cenáculo” hace una síntesis de la peculiar relación de
nuestra Madre con el Espíritu Santo, que nos puede servir para repasar lo que
hemos considerado en esta meditación:
nos
has dado en la Iglesia primitiva un ejemplo de oración y de unidad admirables: la
Madre de Jesús, orando con los apóstoles. La que esperó en oración la venida de
Cristo invoca al Defensor prometido con ruegos ardientes; y quien en la
encarnación de la Palabra fue cubierta con la sombra del Espíritu, de nuevo es
colmada de gracia por el Don divino en el nacimiento de tu nuevo pueblo. Por
eso la Santísima Virgen María, vigilante en la oración y fervorosa en la
caridad, es figura de la Iglesia que, enriquecida con los dones del Espíritu, aguarda
expectante la segunda venida de Cristo. (Misa de La Virgen María del Cenáculo)
Comenzamos esta oración
meditando cómo María disfrutaba con las enseñanzas del Génesis sobre el aletear
del espíritu divino antes de la creación del universo y podemos concluir
viéndola gloriosa, junto a la Trinidad, de acuerdo con el final del
Apocalipsis: “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! Y quien lo oiga, diga:
«¡Ven!». Y quien tenga sed, que venga. Y quien quiera, que tome gratuitamente el
agua de la vida”, los dones y los frutos del Espíritu Santo.
El papa Francisco explica que, “así, con su presencia, nació una Iglesia joven, con sus Apóstoles en salida para hacer nacer un mundo nuevo” (2019 [Exhortación Apostólica Christus vivit], p. 47). A Ella, Esposa del Espíritu Santo y Madre de todos los creyentes, le pedimos que interceda ante su Hijo para que también nosotros perseveremos “en la oración en común, llenos del mismo Espíritu, y llevemos a nuestros hermanos el Evangelio de la salvación” (Misa de La Virgen María del Cenáculo).
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