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María y el Espíritu Santo

  
 
    La liturgia pascual ayuda a los fieles a prepararse para Pentecostés, con la lectura continua del Evangelio de san Juan en las Misas durante la semana después de la Ascensión. También hay otras costumbres que encienden el alma para celebrar esa solemnidad con mayor provecho, como el Decenario que comienza el jueves de la semana anterior. Además, casi siempre esta solemnidad se celebra en el mes de mayo, con lo cual se nos abre un atajo para llegar al corazón mismo de la Trinidad: la devoción a la Virgen santa, que es Hija, Madre y Esposa de Dios. En esta meditación intentaremos recorrer ese sendero, pidiéndole a nuestra Madre que la contemplación de su trato con el Espíritu Santo nos ayude a convertirnos para que seamos menos indignos de ser sus anfitriones.

San Lucas comienza su relato con la Anunciación del Ángel a María, que le transmitió el mensaje divino: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». En edad palabras quedaba dicho todo, aunque no se nota a primera vista. La Trinidad se había deleitado al crear a esa Hija predilecta y al colmarla con su gracia en el mismo instante de la concepción. Había sido engendrada sin pecado original, desde el primer momento de su existencia era Templo del Espíritu Santo, y ella había correspondido con fidelidad creciente cada día.

¡Cómo gozaría la Virgen aprendiendo, de sus padres y en la sinagoga, las enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre esa Persona divina que la colmaba con la plenitud de su gracia! Desde el inicio del Génesis, donde se describe que “el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (1,2), hasta su reconocimiento en el testimonio de cada uno de los profetas.

Ahora, ante el saludo de San Gabriel, ella se turbó al ver que su secreto de Amor era conocido por alguien más, externo a su íntima comunión con Dios, aunque fuera un Arcángel, y se turbó. Gabriel la tranquilizó comunicándole el siguiente paso de su relación con la Trinidad: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (1, 30-33).

En su diálogo permanente con Dios, María había visto que el Señor la llamaba a abstenerse de la maternidad, aunque humanamente esa petición supusiera perder la posibilidad de engendrar al Mesías (que era la esperanza de toda mujer judía a lo largo de los siglos). Con generosidad alegre, ella tomó la decisión de ofrecer su virginidad a Dios, amparada por la compañía de san José. Y el Señor, que había acogido ese compromiso, le reveló por el Arcángel que, a pesar de continuar siendo virgen, la quería como la Madre de su Unigénito, en el cual se cumplirían las promesas hechas varios siglos atrás al rey David.

María no terminaba de entender cómo se conciliarían su vocación a la virginidad con este nuevo llamado dentro del camino divino, por lo que expuso con sencillez: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (1, 34-35). La Tercera Persona de la santísima Trinidad es protagonista de la Encarnación, pero su modo de actuar es tan discreto que pasa casi desapercibido, pues tendemos a poner más cuidado en la Virgen y en el fruto de su vientre, Jesús.

La plenitud de la gracia en el alma de María se nota en la respuesta dócil a la nueva vocación: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (1, 38). Pero no solo se trata de la disponibilidad pasiva para que se cumpliera en ella todo lo que Dios dispusiera, sino también de la generosidad activa para acoger con iniciativa personal lo que el Ángel apenas le había insinuado: «También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible» (1, 36-37).

Aunque se podría tomar este dato como la prueba no pedida de la autenticidad del mensajero, María ―en perfecta sintonía con la caridad de su Amado― descubrió en esas palabras que aquella anciana la necesitaba y partió hacia su casa, a tres días de viaje en mula, pasando por encima de las incomodidades que experimentaba por su propio embarazo.

Ya en Ain Karim el Paráclito figura de nuevo, esta vez inspirando a Isabel para que reconociera en esa humilde doncella a la Madre de Dios: En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?».

¡Bendita entre las mujeres! Isabel se convirtió en una verdadera profetisa al descubrir la plenitud de la gracia divina en aquella muchacha que venía a servirle. ¡Y bendito el fruto de tu vientre! Su joven hijo comenzó a ejercer el papel de Precursor y saltó de alegría en su seno. Es toda una escena carismática, un resplandecer de los frutos y los dones del Espíritu Santo en esa familia particularmente bendecida por Dios.

 La respuesta de María a la exultación de su prima fue una oración, un canto inspirado por su Esposo, que le daba nuevo sentido a varios himnos tomados del Antiguo Testamento: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava».

El Espíritu Santo nos lleva a alabar a Dios, nos impulsa a bendecir, a decir cosas buenas del Padre, como hacía Jesucristo: Nuestra alma exulta, proclama la grandeza del Señor. Esta es la vocación del ser humano: reconocer la grandeza divina y agradecerle que haya querido hacernos partícipes de su naturaleza divina, hijos del Padre, hermanos de Jesucristo, templos del Espíritu Santo.

María se alegra en Dios, su salvador. Podemos preguntarnos en este momento: ¿Dónde buscamos nuestra alegría? La Virgen nos enseña a tener nuestro gozo en la conciencia de que Dios nos ama, nos salva, nos perdona y quiere que seamos felices, santos, buenos hijos suyos. Ahí está la clave de la verdadera felicidad: en ser un templo cada vez menos indigno del Espíritu Santo. Podemos pedirle a la Virgen: Madre nuestra, ayúdanos a tener una actitud como la tuya, que se nos contagie tu sencillez, tu caridad, tu fidelidad.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Nosotros también podemos agradecer en nuestra oración las obras grandes que el Señor ha hecho en nosotros, que son manifestaciones de su misericordia: la vida, el hogar cristiano en el que nacimos, el bautismo ―que recibimos casi todos recién nacidos― con la llamada a la santidad y al apostolado, la educación, la primera comunión, la confirmación (en la que recibimos “una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar –miles Christi, como soldado de Cristo– en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia”, ECP, n. 78), quizá también hemos recibido la unción de enfermos, o la ordenación sacerdotal (“una nueva e inefable infusión del Espíritu Santo”, ECP, n. 79), etc.

En el momento de imponer el nombre al hijo de Isabel, una vez más apareció el poder del Espíritu Santo inspirando al padre de la criatura para que profetizara que se estaban cumpliendo los signos anunciados en la Antigua Alianza: Zacarías se llenó de Espíritu Santo y profetizó diciendo:

«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas (…) realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza».

A continuación, Zacarías explicó la vocación de Juan, y en esa profecía también quedaba anunciada la misión de Jesús: «Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de sus pecados». Es fácil imaginarse cuánto se conmovería la Virgen al escuchar el relato de esas escenas, en las que comenzaba a perfilarse la misión de su Hijo: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».

Hemos oído decir muchas veces que Lucas es el evangelista de la infancia de Jesús, o el de María. Pero también habría que decir que es el mensajero del Espíritu Santo, pues poco después del nacimiento de Jesús vuelve a ceder el protagonismo de las escenas al Paráclito, aunque los lectores tendemos a quedarnos en los frutos de su obra, en las operaciones de los actores que Él inspira, como sucede con el anciano Simeón,

hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

En solo tres versículos tenemos el mismo número de alusiones al Paráclito, que premia la fidelidad de este hombre permitiéndole tener en sus brazos al Esperado de siglos, por lo cual Simeón bendice a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos». Muchos años después, tras la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, la Virgen habría de recordar esta profecía viendo la multitud de pueblos representados en los tres mil nuevos seguidores de su Hijo, que recibían el bautismo tras la predicación de San Pedro: «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Podemos imaginarnos cómo serían los diálogos cotidianos en casa de la Sagrada Familia y con qué naturalidad Jesús les explicaría a María y a José los misterios de la Santísima Trinidad. Por ese motivo, a Ella no le habrá sorprendido que Juan Bautista dijera que Jesús bautizaría en Espíritu Santo y fuego (3, 16), ni el relato del bautismo de Jesús en el Jordán: mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco» (3, 21-22).

El inicio de la vida pública de Jesús está enmarcado por la unión con el Paráclito: Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo (4, 1-2). Inmediatamente después se presentó en su pueblo y, como es de esperar, lo hizo con la fuerza del Espíritu (4, 14). El sábado fue a la sinagoga, seguramente con su Madre, como había hecho todos los sábados de su infancia. En esta ocasión, leyó la profecía de Isaías:

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido». Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (4, 18-21).

La Virgen despediría a su Hijo, que se marchaba a predicar la llegada del Reino de Dios, y escucharía con gozo las noticias que le llegaban de los primeros frutos. Por ejemplo cuando, después de la misión de los setenta y dos discípulos, Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños» (Lc 10, 21). Y también cuando, tras haber enseñado el Padrenuestro, les prometió que les enviaría al Espíritu Santo: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (11, 13).

En los relatos que los discípulos le contaban, la Virgen podía vislumbrar los próximos acontecimientos dolorosos de la pasión de su Hijo. Por ejemplo, al enseñarles: «Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (12, 11-12).

Después de los dolorosos momentos de la pasión y muerte de Jesús, pasamos al segundo tomo de Lucas, el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde vemos a María perseverando junto a los discípulos unánimes en oración esperando a que se cumpliera lo que su Hijo había prometido antes de ascender a los cielos:

«Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días (…) recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 4-8).

Después de la elección de Matías, en la fiesta judía de Pentecostés se cerró el círculo iniciado en la Anunciación; el Paráclito descendió ya no solo sobre María, la Madre de Jesús, sino sobre toda la Iglesia, su cuerpo místico:

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse (Hch 2, 1-4).

El prefacio de la Misa de “Santa María en el cenáculo” hace una síntesis de la peculiar relación de nuestra Madre con el Espíritu Santo, que nos puede servir para repasar lo que hemos considerado en esta meditación:

nos has dado en la Iglesia primitiva un ejemplo de oración y de unidad admirables: la Madre de Jesús, orando con los apóstoles. La que esperó en oración la venida de Cristo invoca al Defensor prometido con ruegos ardientes; y quien en la encarnación de la Palabra fue cubierta con la sombra del Espíritu, de nuevo es colmada de gracia por el Don divino en el nacimiento de tu nuevo pueblo. Por eso la Santísima Virgen María, vigilante en la oración y fervorosa en la caridad, es figura de la Iglesia que, enriquecida con los dones del Espíritu, aguarda expectante la segunda venida de Cristo. (Misa de La Virgen María del Cenáculo)

Comenzamos esta oración meditando cómo María disfrutaba con las enseñanzas del Génesis sobre el aletear del espíritu divino antes de la creación del universo y podemos concluir viéndola gloriosa, junto a la Trinidad, de acuerdo con el final del Apocalipsis: “El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven! Y quien lo oiga, diga: «¡Ven!». Y quien tenga sed, que venga. Y quien quiera, que tome gratuitamente el agua de la vida”, los dones y los frutos del Espíritu Santo.

El papa Francisco explica que, “así, con su presencia, nació una Iglesia joven, con sus Apóstoles en salida para hacer nacer un mundo nuevo” (2019 [Exhortación Apostólica Christus vivit], p. 47). A Ella, Esposa del Espíritu Santo y Madre de todos los creyentes, le pedimos que interceda ante su Hijo para que también nosotros perseveremos “en la oración en común, llenos del mismo Espíritu, y llevemos a nuestros hermanos el Evangelio de la salvación” (Misa de La Virgen María del Cenáculo).

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