En los últimos días del Adviento, la liturgia nos ayuda a prepararnos para el nacimiento de Jesús. El 20 de diciembre se recuerda la Anunciación a María y el 21 la visitación a su prima Isabel.
San Lucas lo narra: En
aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la
montaña, a una ciudad de Judá.
Durante la Anunciación, el ángel Gabriel le
había comentado a María, como de pasada, que su prima Isabel tenía ya seis
meses de embarazo, “porque para Dios nada
hay imposible”. Vemos la delicadeza de Dios, que no ordena, solo sugiere. Pero también la calidad humana de la Virgen,
tan unida a la voluntad del Señor, que captó inmediatamente la necesidad de la
pariente anciana, “advierte que Dios, de una forma delicada, le insinúa
la visita a Isabel” (Bastero), y se puso en camino de prisa hacia la montaña.
San Josemaría, contemplando las
enseñanzas de este segundo misterio gozoso del Rosario, comentaba que le
llevaba “a considerar la humildad de mi Madre, que es Madre de Dios, y se pone
al servicio del prójimo festinanter (de prisa)” (Citado por Echeverría, Memoria
del Beato Josemaría Escrivá).
La joven María, con los síntomas
del comienzo del embarazo, emprendió un viaje de 150 kms de distancia, a lomo
de mula, que duraba 4 o 5 días. Dice Bastero que san José no llegó hasta la
casa de Isabel. Tal vez la acompañó hasta Jerusalén, a unos 7 kilómetros de Ain
Karim, ciudad que –como Nazaret- no se había mencionado en la Biblia. La Virgen pudo haber concluido el trayecto unida a una caravana.
“Se levantó y se puso en camino de prisa”. María se mueve en la órbita del amor de Dios. Benedicto XVI comentaba esa dimensión trinitaria de su misericordia:
“Se levantó y se puso en camino de prisa”. María se mueve en la órbita del amor de Dios. Benedicto XVI comentaba esa dimensión trinitaria de su misericordia:
“Meditando este misterio, vemos bien qué significa
que la caridad cristiana sea una virtud «teologal». Vemos que el corazón de
María es visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del
Espíritu e impulsado interiormente por el Hijo; esto es, vemos un corazón
humano perfectamente introducido en el dinamismo de la Santísima Trinidad. Este
movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en modelo de
la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario (DCE, n. 19). Todo
gesto de amor genuino, también el más pequeño, contiene en sí un destello del
misterio infinito de Dios: la mirada de atención al hermano, hacerse cercano a
él, compartir su necesidad, atender sus heridas, la responsabilidad por su
futuro, todo, hasta en los más mínimos detalles, se hace «teologal» cuando está
animado por el Espíritu de Cristo. Que María nos obtenga el don de saber amar
como Ella supo amar”. (2007)
El modelo de María nos
sirve para examinar cómo es nuestra actitud de servicio: a los necesitados, a
los enfermos, a los encarcelados, a los ancianos, a los pobres. Y también a los
que tenemos más cerca: parientes, vecinos, compañeros a los que les cuesta
entender un asunto; el trato cariñoso con aquellos cuyo modo de ser nos cuesta un
poco más, la disponibilidad para ayudar con detalles de orden en la casa, para
acompañar al que llega tarde, para perdonar a los “cargantes e inoportunos”.
Otro aspecto del servicio es la amistad, la preocupación por el alma del amigo,
el complicarse la vida para abrirle horizontes de apostolado, para invitarle a
confesarse, para estudiar juntos cuestiones doctrinales o morales de actualidad
para la propia profesión, para darle buen ejemplo en la diversión y en el
deporte, etc.
Entró
en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Probablemente le dijo: «Shalom lack», (la paz sea contigo). Benedicto
XVI predicaba que esta fue la primera procesión del Corpus Christi en la
historia. San Lucas resalta el paralelo de esta visita con el traslado del Arca
de la Alianza en tiempos del rey David. Y se notan los frutos de semejante compañía:
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo
de María, saltó la criatura en su vientre.
Se cumplió de ese modo la
profecía del Arcángel San Gabriel a Zacarías sobre su hijo: estará lleno del Espíritu Santo ya en el
vientre materno. San Juan Bautista quedó purificado del pecado original
desde ese momento intrauterino. Tras la concepción inmaculada de María, y la
Encarnación del Verbo en sus entrañas, ¡continúan los efectos redentores de la
venida de Jesús al mundo!
De hecho, no solo Juan,
sino también su madre Isabel se llenó de
Espíritu Santo. Tanto, que recibió sabiduría para descubrir las excelencias
de su prima: y, levantando la voz,
exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó
a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre».
San Juan Pablo II
comentaba que Isabel, “en virtud de una iluminación superior, comprende la
grandeza de María, que más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el
Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno,
Jesús». Por eso prorrumpe con la interpretación teológica más acertada sobre la
escena de la Anunciación: Bienaventurada
la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». La
plenitud de gracia también le permite a Isabel conocer el pasado (la fe que
tuvo María en la Anunciación) y el futuro (el cumplimiento de las promesas); de
esa manera, se convirtió en profetisa.
María, igual que le había
sucedido en el encuentro con san Gabriel, se habrá turbado ante tales palabras.
Ya no preguntaría qué significaban, pero sí se maravillaría de ver la acción
del Paráclito en su prima y en el niño aún por nacer. María trae al Hijo esperado. Y la
reacción de Isabel y de Juan nos sirven como muestras para nuestra
preparación de cara a la Navidad, y en cada jornada. Como más adelante
predicará el Bautista, debemos convertirnos, rezar más, para “preparar el
camino del Señor y allanar sus senderos” (Lc 3, 4). Estar en vela,
preparados y dispuestos para aprovechar la visita que el Señor nos hace como
hicieron Isabel y Juan Bautista.
María
se quedó con ella unos tres meses. La madre del Mesías se
dedicó a trabajar como sierva de la anciana prima. No se regodeó en su nuevo
estatus, el más alto que puede tener una criatura (¡la Madre de Dios!), sino
que actuó de acuerdo con el obrar divino: se abajó, sirvió, trabajó, estuvo
pendiente de los demás. Todavía hoy, en Ain Karim, “subiendo unas escaleras se
puede contemplar al fondo, y como dentro de una cueva, el antiguo pozo. A ese
lugar acudiría la Virgen a diario para sacar agua” (Quemada).
La segunda parte de la
escena comprende la humilde reacción de María, que no se apropia los méritos de
Dios, sino que reconoce su obra en Ella. Es el hermoso himno del Magnificat, fruto de su oración personal a lo largo de los años, meditando en la
Sagrada Escritura.
María
dijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios,
mi salvador; porque ha mirado la humildad (humillación, bajeza, miseria) de su
esclava”.
S. Beda comenta, maravillado por la humildad de la Virgen: “convenía que, así
como la muerte entró en el mundo por la soberbia del primer padre, se
manifestase la entrada de la vida por la humildad de María”.
No nos cansemos de
contemplar esta virtud tan importante, y de buscar maneras concretas de
aplicarlas a nuestra vida diaria: Porque
ha mirado la humildad de su esclava... “¡Cada día me persuado más de que la humildad auténtica es la base
sobrenatural de todas las virtudes! Habla con Nuestra Señora, para que
Ella nos adiestre a caminar por esa senda” (San Josemaría, Surco, n. 289).
En su primera encíclica,
el papa Benedicto XVI meditaba sobre este himno diciendo que, con esas palabras,
“Proclama mi
alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”, la Virgen “expresa todo
el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio
a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo;
sólo entonces el mundo se hace bueno” (DCE, n. 41).
En ese programa, la Virgen
destaca por sus virtudes. En primer lugar, la humildad, como venimos considerando:
“María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí
misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor. Sabe que
contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose
plenamente a disposición de la iniciativa de Dios” (Ibidem).
También es ejemplo de fe,
como le dijo Isabel. Y se nota en las palabras del Magnificat, tomadas
del Antiguo Testamento, “de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la
Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con
toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se
convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone
de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento
de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada
por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada” (Ibidem).
Podemos concluir nuestra oración
con la colecta de la Visitación de santa María Virgen (31 de mayo): “Dios todopoderoso, que inspiraste a la
Virgen María, cuando llevaba en su seno a tu Hijo, el deseo de visitar a su
prima Isabel, concédenos, te rogamos, que, dóciles al soplo del Espíritu,
podamos, con María, cantar tus maravillas durante toda nuestra vida”.
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