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Vocación de los primeros apóstoles


El día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Este es el Cordero de Dios». Los primeros apóstoles que se acercaron a Cristo fueron discípulos de Juan Bautista: él los preparó durante un tiempo largo para que, cuando encontraran al Mesías, tuvieran la disponibilidad de seguirle: Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.

También nosotros nos hemos preparado para escuchar a Jesús, para acoger su amor misericordioso, siempre pronto a perdonar nuestras faltas; nos hemos dispuesto para escuchar su llamada y hemos desarrollado un deseo profundo, a pesar de nuestras debilidades, de conocerlo con mayor intensidad: Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?». Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?».

Acudamos al Maestro, en nuestra oración personal, como hicieron esos jóvenes discípulos de Juan, sigamos sus pisadas por las calles de esta tierra santificada por el andar divino de Jesús hasta sentir de cerca su mirada paterna que nos pregunta: «¿Qué buscáis?».

¿Qué buscamos tú y yo? Seguramente, la seguridad de un futuro tranquilo, con una familia bien constituida, y un trabajo bien remunerado. Además, cierto prestigio profesional. Es lo básico, para satisfacer las necesidades fundamentales. Pero un alma de ideales grandes, una persona magnánima, no se satisface con lo mínimo. Busca ir más lejos, volar más alto, emplear la vida en aventuras más extremas.

Es lo que les sucedió a estos discípulos, que comenzaron un itinerario insospechado al escuchar la respuesta de Jesús. Él les dijo: «Venid y veréis». Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima. Con este sencillo relato comienza la incorporación de los primeros obispos de la Iglesia. Se resume en tres verbos: fueron, vieron y se quedaron.

Se trata de un itinerario también para nosotros, los apóstoles de estos tiempos actuales. Ir a Jesús, dirigir nuestros pasos hacia Él. Cristo nos espera en el Sagrario, en el Evangelio, en la confesión. En segundo lugar, ver dónde vive. Contemplar con los ojos de la fe la vida de Jesucristo, sus enseñanzas, sus actuaciones. Que sea nuestro modelo, de acuerdo con lo que nos dijo: Aprended de mí. Que sea nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida.

Fueron, vieron y se quedaron. Permanecer con Jesús. Es la mejor compañía para nuestro peregrinar por esta tierra. Como explica Benedicto XVI, “(Los apóstoles) no tendrán que ser heraldos de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, tendrán que «estar» con Jesús, estableciendo con él una relación personal. Con este fundamento, la evangelización no es más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo”. (Benedicto XVI, Audiencia General 22-3-2006).

Es lo que sucedió en la vida de san Juan y de san Andrés. Tras el diálogo y la convivencia con Jesús, después del seguimiento de Cristo, la respuesta afirmativa a la llamada divina supone para el apóstol una preocupación por transmitir la grandeza del hallazgo: Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». Y lo llevó a Jesús. Es un relato escueto, pero nos dice mucho. No se quedó con Jesús para sí mismo, sino que salió a anunciar esa alegría del Evangelio; en primer lugar, a los más cercanos: a su propio hermano.

La cercanía con el amor de Jesús enciende el corazón del discípulo en ansias de comunicar esa alegría, de llevar a las personas queridas a conocer la verdad y la vida que se encuentran junto al Señor. Es lo que el papa Francisco llama “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (EG, n. 9 ss): “El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: El amor de Cristo nos apremia (2 Co 5,14); ¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio! (1 Co 9,16)”.

Nosotros, los cristianos, hemos de sabernos enviados por Cristo para anunciar la alegría del Evangelio, como quiso recordar el papa Francisco al inicio de su pontificado. Con la costumbre suya de usar palabras propias del lunfardo argentino, habla de que los bautizados deben “primerear,  involucrarse, acompañar, fructificar y festejar”:

“«Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1Jn 4, 10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear!

Como consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: Seréis felices si hacéis esto (Jn 13, 17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz.

Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites.

Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña (…).

Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso donativo” (EG, n. 24).

Aprendamos de los primeros doce Apóstoles a seguir esos consejos del papa Francisco en nuestra misión apostólica. Llevemos la alegría del Evangelio, con nuestra vida, con nuestra lucha, con nuestro ejemplo, hasta los últimos rincones de la sociedad en la que nos movemos.

Pero no olvidemos que el apostolado cristiano es de uno en uno. Juan Bautista preparó a Andrés y a Juan. Ellos trajeron a sus hermanos Pedro y Santiago. Jesús invitó a Felipe directamente, y éste trajo a Natanael, no sin lidiar las dificultades ocasionadas por los prejuicios regionalistas de su amigo cananeo. Por esa razón, el papa Francisco también nos insiste en que el apostolado cristiano debe ser realizado “de persona a persona” (EG, n. 127): “Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino”.

Nunca sabemos cuál será la consecuencia de nuestro apostolado. Andrés le presentó su hermano a Jesús y ya sabemos todas las implicaciones que tuvo para la Iglesia y el mundo lo que pasó después de ese primer encuentro. Todavía hoy estamos viviendo de ese momento histórico: Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)».

Acudamos a la Virgen, Reina de los Apóstoles, para que también nosotros vayamos a Jesús, lo veamos en profundidad y permanezcamos con Él. De ese modo, seremos los discípulos que Cristo desea, empeñados en “primerear, en involucrarnos, acompañar, fructificar y festejar” la alegría del Evangelio.


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