En la Jornada Mundial de la
Juventud en Polonia, el papa Francisco afirmó que «no hay nada más hermoso que
contemplar las ganas, la entrega, la pasión y la energía con que muchos jóvenes
viven la vida. Esto es hermoso, y, —se preguntó también—: ¿de dónde viene esta
belleza?»
Para responder a ese interrogante
sobre el origen de la belleza juvenil podemos acudir a las historias de tres
personas, protagonistas de sendos relatos legendarios: el primero, un avaro,
preocupado por ganar el tesoro definitivo; el segundo, un comisionista
rechazado y temeroso; y el tercero, un «vida buena» venido a menos. Son figuras
de personas que vemos con mucha frecuencia a nuestro alrededor.
El primero era un personaje
notorio: piadoso, recatado, casto, obediente, ordenado, buena pinta y alegre.
Tenía mucho dinero, porque controlaba sus egresos, no gastaba mal ni una
moneda, era austero y exigente con sus empleados, a los que les pagaba lo
mínimo. Las opiniones sobre él eran divididas: para algunos, era un ejemplo de
buen financiero. Otras personas, como el tercer personaje de este recuento, lo
verían como un bobo, que no disfrutaba sus bienes; los demás lo admirarían por
la abundancia de sus medios y su piedad ejemplar; si omitimos su avaricia, casi
diríamos que era un modelo para imitar. Desde luego, las opiniones de los
pobres y de sus empleados no serían muy elogiosas…
Mientras los dos personajes
extremos eran bastante jóvenes, el de la mitad era un poco mayor: ya tenía
trabajo estable, una vida consolidada, prestigio, aunque no era bien visto por
sus conciudadanos. Administraba una concesión para cobrar impuestos y, por ese
motivo, era considerado traidor a su gente. Además, lo acusaban de inflar las
facturas para llevarse una comisión mayor. Las autoridades religiosas lo
rechazaban, decían que era un pecador público. Igual que el primer personaje,
tenía mala reputación entre los pobres; en este caso, porque ostentaba fama de
defraudador.
Del tercero, en cambio, ya
dijimos que era parrandero, mujeriego, aunque también «pródigo», generoso y derrochador.
A su lado siempre había un grupo amplio de amigos dispuestos a todo tipo de
excesos festivos. Era la envidia de muchos, que —mientras él disfrutaba— se dedicaban
a estudiar, a trabajar, a cumplir el horario de sus casas, y los preceptos
morales que les indicaba su religión.
No sabe uno por dónde empezar, o
con cuál de ellos identificarse. Preguntémonos a cuál de ellos escogeríamos como amigo, a cuál de los tres tipos de personaje tiende nuestra personalidad: alguno dirá que el primero, por la seguridad económica; otro preferiría al tercero, para que le pague las fiestas... Bromas aparte, después de esta corta presentación inicial, demos un paso adelante.
Comencemos por el primer muchacho,
llamémosle «el joven rico». Y descubriremos que, en medio de su vida en
apariencia feliz, se sentía insatisfecho. Sobre todo, le preocupaba el futuro.
Y no solo por la posibilidad de una quiebra —bastante difícil en su caso, pues
manejaba muy bien sus posesiones— sino porque tenía una duda que le taladraba la
conciencia desde pequeño: a pesar de que se consideraba un hombre bueno, no
estaba seguro de serlo del todo en realidad. En principio, sus actuaciones
éticas no tenían reproche: ni en lo que tenía que ver con Dios, ni en relación
con los demás. Sin embargo, le inquietaba el interrogante por el juicio final,
por la vida eterna: ¿qué obras presentaría el día en que tuviera que dar cuenta
de su vida? ¿al final de la existencia, sí valía la pena todo lo que había conseguido?
¿o qué le faltaba aún para alcanzar una vida verdaderamente lograda? En su
corazón alentaba «un deseo profundo de
eternidad» (Del Portillo, Carta, 011193).
Comentando esta ansia con algún
amigo, éste le habría hablado de un maestro muy bueno, muy sabio, que enseñaba
con autoridad —con claridad y sencillez al mismo tiempo— sobre las cuestiones
más importantes de la vida humana. Le habría indicado que en pocos días pasaría
por allí y quedarían en que él le avisaría para visitarlo juntos. Al joven rico
se le abrirían las esperanzas de encontrar respuesta para su honda inquietud:
¿qué hay que hacer para heredar la vida eterna? ¿cómo evitar la condenación?
El comisionista, por su parte, era
mal visto y rechazado por sus coterráneos… Quizá también a él un colega le habría hablado de un maestro
sabio que podría escuchar sus afugias, le contaría que a él no lo había mirado
mal a pesar de su profesión, que incluso ponía como ejemplo ese oficio en sus
enseñanzas, y que los consejos y la compañía de aquel hombre le habían ayudado
a cambiar de vida. Hasta le prometió que le hablaría de él en su próximo
encuentro, y se lo recomendaría especialmente, por si decidía ir a conocerle. La
nueva alegría de ese antiguo compañero de locuras hizo surgir en su alma el
deseo de imitarle, de ser, como él, un hombre serio, apreciado por todos, con
los principios claros para obrar en conciencia. Además, daba la casualidad de
que, en ese momento, se encontraba por allí, en su tierra.
Sin embargo, junto con la aspiración de escucharlo,
surgieron inmediatamente los obstáculos: ¿cómo alcanzaría a verlo, ya
que era de muy baja estatura?, ¿podría preguntarle si estaba aún a tiempo de
cambiar?, ¿cómo sería su cara, su talante?, ¿sería un modelo hierático,
distante, como un gurú de la India o como los sacerdotes hebreos de entonces?,
¿le reprocharía con la mirada, descubriría sus pecados en público para hacerle
quedar mal delante de todo el pueblo?, ¿lo reconocería, se dirigiría a él, al
menos haría una mirada furtiva, que no lo comprometiera delante de los demás habitantes
de aquella tierra?
Para comentar la situación del
tercer personaje, hay que tener en cuenta el contexto en el que se movía: poco
tiempo antes, empezaron a correr malas noticias en el panorama económico de la
ciudad. La historia resume la situación en que «vino por aquella tierra un hambre terrible». Aumentaría la
inflación, el desempleo, la especulación, hasta que desaparecerían las
existencias de alimentos en los almacenes. Nuestro protagonista, cuyo único
trabajo, según vimos al comienzo, era dilapidar su capital, cayó en la cuenta demasiado
tarde de su escasez, cuando «empezó él a
pasar necesidad».
Los amigos de francachela
desaparecieron como por ensalmo, solo quedó alguno que, como gran gesto de generosidad,
se ofreció a interceder por él para que obtuviera una fuente de ingresos,
aunque fueran mínimos: así fue como consiguió el primer trabajo de su vida.
Solo que la situación era tan difícil, que el salario no le alcanzaba casi para
nada. Prácticamente estaba en condiciones de mendicidad. Fue entonces cuando
recapacitó y pensó en hacer algo que había descartado desde varios años atrás:
regresar a su casa y pedir perdón por haber despilfarrado el capital familiar
de esa manera.
En medio de su necesidad, cayó en
la cuenta de lo que valía el dinero y se dio cuenta de la gran deuda que había
adquirido con los suyos. Pero superó a la vergüenza y, movido sobre todo por la
necesidad, decidió pedir solo que le dieran un trabajo más digno del que tenía —y
con un poco mejor de salario, bastaba con el mismo que le pagaban al resto de
los obreros—. Solo que dudaba de la recepción en casa de sus parientes, no
sabía cómo reaccionarían en su casa, por tener la cara dura de regresar a pedir
favores después del desaliñado que había hecho tiempo atrás…
Las tres historias son imágenes
del hombre actual: obsesionado con el dinero
(«el mundo», en el sentido negativo que describe san Juan), fascinado por el poder (la «concupiscencia de los ojos»,
de la que habla el mismo evangelista), poseído por el vicio (la «concupiscencia de la carne»). Esas tentaciones son como
el anillo de Sauron que, aunque crees poseerlo, es él tu verdadero dueño a no
ser que tengas la nobleza de Frodo Bolsón.
El joven rico se creía bueno, quería
ser mejor, pero con sus propios medios, con sus capacidades: ni siquiera con
sus virtudes, sino con su dinero. Pensaba que el cielo se compraba con oro. El comisionista,
creía tenerlo todo, pero nadie lo quería, le remordía la conciencia y estaba
muerto del susto. Por último, el pródigo en parrandas se consideraba
imperdonable. Le faltaba autoestima. No conocía de verdad a su padre (no sabía qué
tan bueno era), ni se conocía a sí mismo (en su soberbia, pensaba que no había
nadie tan malo como él).
Los tres personajes buscaron la
misma solución: el consejo del sabio. Los más perspicaces ya habrán caído en la
cuenta de quién se trataba… y quiénes son los tres protagonistas. ¿Pero qué encontraron? Veamos las tres
escenas:
El joven rico se presentó a la
salida de la ciudad, reconoció al Maestro y corrió a arrodillarse delante de él
para hacerle la preguntaba que le martillaba desde tanto tiempo atrás: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la
vida eterna?». La respuesta fue alentadora: bastaba con cumplir los
mandamientos. La verdad es que vivir esas exigencias no es del todo fácil, pero
ya hemos visto que, si algo tenía este personaje, era una integridad que le
permitía responder con convicción: «Maestro,
todo eso lo he cumplido desde mi juventud».
Lo que sucedió más adelante es
uno de los pasajes más conmovedores de la historia, a mi humilde entender:
aquel Señor, ante el cual uno se ponía de rodillas, que tenía un grupo nutrido
de discípulos, que era reconocido por algunos como la máxima autoridad moral en
todos los tiempos, «se quedó mirándolo y
lo amó». Le dirigió una mirada de cariño que todos entendieron como un amor
profundo, una amistad que podía ser eterna. San Juan Pablo II decía a los
jóvenes: «Deseo que experimentéis una
mirada así». Deseo que experimentéis la verdad de esa mirada de amor
(Carta, 31-III-1985). El cariño fue tan intenso, que conllevó un reto: ya que
consideraba que vivía tan bien su religión judía, que cumplía tan
escrupulosamente hasta el último mandamiento, le ofreció la clave para lograr
la perfección humana y sobrenatural: «Una
cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un
tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme».
El comisionista, Zaqueo de
nombre, hizo gala de su astucia para lograr lo que se proponía, y venció su
pequeña estatura subiéndose a un sicomoro para ver pasar al Maestro. Pero no
solo alcanzó ese objetivo, sino que, cuando lo vio venir de frente, descubrió
que sus ojos se encontraban en una mirada inefable. Pero además de verlo,
escuchó que su voz se dirigía a él, le llamaba por su nombre, y le decía que se
diera prisa y que bajara, porque era
necesario que ese mismo día se quedara en su casa. Como en el cuento de
Tagore, la generosidad del Rey viandante desbordó cualquier previsión: él
esperaba una mirada de soslayo y alcanzó un anfitrión de carne y hueso…
El hijo pródigo se dirigió por el camino viejo, tantas veces recorrido, lleno de
nostalgia y de remordimiento. Se imaginaba la reprobación general, el reproche
por atreverse al regreso, pero era su última carta. Si no funcionaba,
regresaría al trabajo de cuidar cerdos, tan repugnante para un judío. Pero
dejemos la palabra al autor original de esta parábola: «cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las
entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su
hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco
llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la
mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los
pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete,
porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos
encontrado”».
A la luz de la predicación del
papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia, podemos hacer
un balance del encuentro de los tres personajes con el sabio al que acudieron:
Al joven rico, el maestro le
propuso un reto que nunca se había planteado. Jesucristo le planteó la aventura de dejar huella, de imitar
a Dios, de ser un ministro suyo con las obras de misericordia, de abandonar las
propias comodidades e ir al encuentro de los demás, siguiendo el ejemplo de los
doce Apóstoles y, en mayor proporción de la virgen María, que es la «Madre de
la misericordia»: «hemos venido a dejar una
huella. Jesús no es el Señor del confort, de la seguridad y de la
comodidad. Para seguir a Jesús, hay que tener una cuota de valentía, hay que
animarse a cambiar el sofá por un par de
zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos pensados. Dios viene a abrir todo aquello que te
encierra. Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo
puede ser distinto. Eso sí, si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será
distinto. Es un reto».
Zaqueo, el comisionista, encontró
un nuevo amigo, con una fidelidad eterna. Al calor de su amistad sincera, tomó
la decisión de reponer lo que hubiera escamoteado antes, y le dijo al Maestro: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la
doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Se convirtió en ejemplo de audacia y
valentía para vencer todas sus dificultades: la baja estatura, la vergüenza
paralizante, y la multitud que murmuraba. Comenta el papa que «el Señor quiere venir a tu casa, vivir tu vida
cotidiana: el estudio y los primeros años de trabajo, las amistades y los
afectos, los proyectos y los sueños. Cómo le gusta que todo esto se lo
llevemos en la oración. Él espera que, entre tantos contactos y chats de
cada día, el primer puesto lo ocupe el hilo de oro de la oración. Cuánto desea
que su Palabra hable a cada una de tus jornadas, que su Evangelio sea tuyo, y
se convierta en tu “navegador” en el camino de la vida».
El pródigo en derroches, descubrió
un padre con el que no contaba. Supo que la misericordia es el don más grande y
que el Señor, representado por el padre de la parábola, «no se cansa de
perdonar: somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón». De él puede
decirse que cumplió el tercer reto que plantea Francisco a la juventud de hoy:
el desafío de cambiar el mundo,
empezando por uno mismo: «El tiempo que hoy estamos viviendo no necesita
jóvenes-sofá, sino jóvenes con los guayos puestos. Este tiempo sólo
acepta jugadores titulares en la cancha, no hay espacio para suplentes. El
mundo de hoy pide que sean protagonistas
de la historia porque la vida es linda siempre y cuando queramos vivirla,
siempre y cuando queramos dejar una huella. Por eso, amigos, hoy Jesús te invita, te llama a dejar tu
huella en la vida, una huella que marque la historia, que marque tu historia y
la historia de tantos. Hoy Jesús, que
es el camino, te llama a ti, a ti, a ti, a dejar tu huella en la historia. ¿Te
animas?».
Pidámosle a la Virgen, modelo de
generosidad y de entrega a la voluntad de Dios, que acojamos con magnanimidad
la triple propuesta que hemos considerado en la predicación del papa: dejar huella con las obras de
misericordia —como en la llamada del joven rico—, convertirnos con audacia y valentía
—como Zaqueo—, cambiar
el mundo, sabiéndonos hijos de Dios —como el hijo pródigo—.
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