I. El profeta Isaías es el protagonista de los primeros días del Adviento. Hemos
considerado esta semana, en primer lugar, el capítulo 11, cuando anuncia sus “Promesas de paz” ante la
destrucción causada por la invasión asiria. La primera profecía consiste en que
brotará un “nezer”, un renuevo
(vivo) del tronco (seco) de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor.
Más adelante,
en el capítulo 25, hemos considerado
el banquete del Señor, que la liturgia relaciona claramente con el salmo 22
(Habitaré en la casa del Señor por años sin término) y con la multiplicación de
los panes (Mt 15), mostrando así que la profecía se cumplió con el nacimiento
de Jesús en la “casa del pan” que es Belén.
También hemos
meditado sobre el cántico de acción de gracias que Isaías transcribe en el
capítulo 26: Que entre un pueblo justo, que observa la lealtad. El evangelio de
Mateo (7,27) anuncia en qué consiste esa lealtad exigida para entrar en la
ciudad de Dios, en el reino de los cielos: El
que cumple la voluntad del Padre.
En ese
recorrido “a vuela pluma” por la extensa obra del profeta del adviento, hemos visto
en el capítulo 29 sus promesas escatológicas: “muy pronto el Líbano se convertirá en vergel y el vergel parecerá un
bosque. Aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni
oscuridad verán los ojos de los ciegos. Igual que en los casos anteriores,
la liturgia muestra su realización en Jesucristo, con la curación de los dos
ciegos que creyeron en Él (Mt 9).
De esa manera
llegamos hoy al capítulo 30 del profeta Isaías. Ante la insensatez política de
Judá, el Señor promete la renovación del universo y una nueva creación: Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, no
tendrás que llorar, se apiadará de ti al oír tu gemido. Estamos a punto de
comenzar el año de la misericordia, y vemos aquí una manifestación de ese amor
paternal de Dios por sus criaturas:
apenas te oiga, te responderá.
Nos habla de
la importancia de no rumiar nuestras quejas, de no quedarnos a solas con
nuestros sufrimientos y tentaciones. Dios, Padre misericordioso,
está siempre atento a nuestros gemidos. Es más, el Espíritu Santo suscita desde
nuestro interior esas lamentaciones que quizá nos resistimos a expresar en voz
alta. O que sí exteriorizamos por nuestra cuenta, pero sin querer dirigirlas al
Señor.
II. Ya nos
hemos dado cuenta de que la liturgia suele poner en diálogo la primera lectura
con el Evangelio. Esto lo hace los domingos del tiempo ordinario, pero en el
Adviento ocurre cada día. Veamos entonces qué pasaje ha escogido la Iglesia
para ilustrar la enseñanza del profeta sobre la piedad del Señor ante sus
hijos.
Se trata del
Evangelio de Mateo, al final del capítulo noveno: Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas,
proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia. Estamos
preparándonos para la celebración de la Navidad y vemos por qué razón Dios
quiso hacerse hombre: para recorrer nuestras sendas, para evangelizar y para
curar…
Aquí vemos
esbozadas tres dimensiones de la misericordia divina, que tendremos ocasión de
considerar con profundidad a lo largo del próximo año: Tú, Señor, quieres acompañarnos en el camino, como hiciste
con los discípulos de Emaús, para enseñarnos
la clave de nuestra existencia, el camino de la felicidad eterna, y para curar nuestras enfermedades: la
ignorancia de la inteligencia, el descamino de la voluntad, la inclinación
desordenada de nuestra concupiscencia.
Por ese deseo divino de curarnos, el santo Padre Francisco ha indicado en la Bula “Misericordiae vultus” que durante el próximo año el sacramento de la reconciliación ha de estar en el centro de todas las celebraciones: «Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior» (n.17).
Por ese deseo divino de curarnos, el santo Padre Francisco ha indicado en la Bula “Misericordiae vultus” que durante el próximo año el sacramento de la reconciliación ha de estar en el centro de todas las celebraciones: «Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera paz interior» (n.17).
Pero sigamos
considerando cómo ejemplifica Mateo esas tres dimensiones de la misericordia de
Jesús: Al ver a las muchedumbres, se
compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que
no tienen pastor». La compasión es una de las características que denominan
a Dios en el Antiguo Testamento, es el nombre que Dios revela a Moisés: Dios compasivo y misericordioso, lento a la
ira y rico en clemencia y lealtad (Ex 34,6). Jesús observa a su pueblo en
desorden, disperso, desanimado. ¿Cómo hubiéramos reaccionado nosotros ante
semejante panorama? Quizás con desespero y enojo, muy probablemente notorios,
pero al menos desde luego difíciles de controlar por dentro.
Jesús en
cambio se compadeció. Como al padre del hijo pródigo, se le conmovieron las entrañas. El diccionario tiene un sinónimo interesante para la misericordia: conmiseración.
Que viene a ser algo así como hacerse cargo de la pasión, del dolor, de la
miseria ajena. Pero no basta con un sentimiento interior. La verdadera
compasión incluye obrar, salir al encuentro de las necesidades del otro, como
intentaremos hacer el próximo año renovando el esfuerzo por vivir las obras de
misericordia espirituales y corporales.
¿Cómo
manifiesta Jesús su conmiseración ante el pueblo extenuado? ¿Cuál es su
estrategia para superar ese abandono? ¿Cómo ejerce su pastoreo divino? –Entonces dice a sus discípulos: «La mies es
abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies
que mande trabajadores a su mies».
Para nuestra
sociedad pragmática y activista, la indicación del Señor es un escándalo. ¡El
gran consejo es que recemos! La compasión divina es enseñarnos a pedir… Pero de
hecho fue lo que el Maestro ilustró con su propia vida: antes de los grandes momentos, de
los milagros más elocuentes, del drama de la pasión y muerte, Jesús oraba.
Tanto, que sus discípulos se sintieron movidos a pedirle que les enseñara a
rezar, como hacía Juan Bautista para preparar su llegada. Gracias a esa
petición nos llegó el Padrenuestro, que compendia todas las facetas de la
oración cristiana.
Estamos en el
sexto día de la novena a la Inmaculada, y hoy ha aparecido en la página web del Opus Dei la carta pastoral del Prelado sobre el Año de la misericordia. En uno
de sus apartes, Mons. Echevarría recuerda un pasaje de los últimos años de san
Josemaría, cuando sintió que el Señor le daba una clave para su oración en ese
tiempo difícil para la Iglesia en el mundo: «Voy a deciros algo que Dios
nuestro Señor quiere que sepáis. Los hijos de Dios en el Opus Dei adeámus cum
fidúcia —hemos de ir con mucha fe— ad thronum glóriæ, al trono de la gloria, la
Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que tantas veces
invocamos como Sedes Sapiéntiæ, ut misericórdiam consequámur, para alcanzar
misericordia» (San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-IX-1971,
cit. en Carta pastoral, 5-XII-2015, n.8).
La Virgen aparece en el Adviento como el conducto más apropiado para dirigir nuestra oración al Señor. Ella es modelo de persona orante: Así recibió la
embajada, así permaneció al pie de la Cruz, y en Pentecostés, y hasta la
Asunción al cielo, donde permanece intercediendo por sus hijos. Por esa razón, uno
de los objetivos de la Novena a la Inmaculada es poner mayor diligencia en la
oración con amor filial a la Santísima Virgen, madre de Dios y de
la Iglesia, y Madre nuestra, porque Ella es el atajo para que el Señor escuche
más prontamente nuestras peticiones; el camino expedito para alcanzar la misericordia
divina: «Supliquemos hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos
enseñe a comprender las llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de
nuestro corazón. Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que
nos revela el amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de
los afanes de cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para
que sepamos escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia» (San
Josemaría, ECP, n.174).
III. De esta
manera reunimos una vez más el anuncio del profeta con el Evangelio del día.
Isaías auguraba que el Señor se apiadará
de ti al oír tu gemido. Y Jesús nos confirma en que debemos, ante la
escasez de operarios, rogar al
Señor de la mies.
Jesucristo
nos enseña a rezar, nos garantiza la eficacia de la petición, y la Virgen nos
ayuda a hacerlo, con su intercesión y su ejemplo. Pero ¿cuál es la intención
que Jesús quiere que pidamos, para que las ovejas puedan andar como si tuvieran
pastor, para que no estén extenuadas y abandonadas? -Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los
trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores
a su mies».
En el
diagnóstico está el inicio del tratamiento. El problema de siempre en la humanidad es que,
por causa del pecado, muchas veces nos desentendemos del verdadero trabajo, de
ayudar a nuestros hermanos los hombres a escuchar la voz del Buen Pastor, yendo
nosotros por delante. Aprovechemos este rato de oración, reunidos bajo el manto
de María, para pedirle a nuestra Madre que nos ayude a orar como hacía Ella,
dispuestos a escuchar la Palabra de Dios y a ponerla en práctica. Jesús indica
que el problema no es de escasez de medios: La
mies es mucha. El problema es que los
trabajadores son pocos.
Y podríamos
añadir que, además, los que estamos en el campo trabajamos mal: «Cuando
pensamos, hijos míos, en las hambres de verdad que hay en el mundo; en la
nobleza de tantos corazones que no tienen luz; en la flaqueza mía y en la
vuestra, y en la de tantos que tenemos motivos para estar deslumbrados por la
luz del Señor; cuando sentimos la necesidad de sembrar la Buena Nueva de
Cristo, para que se pueda hacer esa siega de vida, esa siega de flor, nos
acordamos –y es cosa que hemos meditado muchas veces– de aquel andar de Cristo
hambriento por los caminos de Palestina» (San Josemaría, Apuntes tomados
en una meditación, 26-III-1964, cit. por Echevarría J., Carta pastoral 1-VII-2009).
Señor:
ayúdanos a despertar, en estos días previos a la fiesta de tu Madre, las ansias
de trabajar en tu viña. Muéstranos cómo aprovechar mejor la jornada para dar
más frutos. Ayúdanos a descubrir las ansias de tu corazón: rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies.
Benedicto XVI
explicaba que esta petición «quiere decir también que no podemos
"producir" vocaciones, sino que deben venir de Dios. No podemos
reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una
propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La
llamada, que parte del Corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que
lleva al corazón del hombre. Con todo, precisamente para que llegue al corazón
de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso
al Dueño de la mies significa ante todo orar por esa intención, sacudir su
Corazón, diciéndole: "Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende
en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que
éste es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe
transmitirlo"» (Discurso, 14-IX-2006).
Así podríamos
concluir nuestra oración, considerando también que la misericordia divina se
concreta, en este pasaje evangélico, enviándoles operarios. Sin embargo, Dios
quiere que seamos parte integrante de su misión, involucrándonos en la oración
por esa intención prioritaria. Padre misericordioso: te pedimos, obedeciendo a
tu Hijo, y por intercesión de la Virgen, que envíes trabajadores a tu mies.
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