Cada año la liturgia nos ayuda a revivir los
principales misterios de la vida de Cristo: desde su nacimiento en Belén hasta
el triduo pascual. En Navidad, nos servimos de los Evangelios de la infancia y
también de la oración de los santos, que nos ayudan a profundizar en el sentido
profundo de estos momentos de la vida de nuestro Señor, para no correr el
riesgo de quedarnos en sentimentalismos estériles.
Contemplemos, por ejemplo, unas palabras de san
Josemaría: «Dios nos enseña a abandonarnos por completo. Mirad cuál es
el ambiente, donde Cristo nace. Todo allí nos insiste en esta entrega sin
condiciones» (Carta 14-II-1974, n. 2. Citado por Echevarría J., Carta Pastoral,
1-XII-2015. Subrayados añadidos). Pongamos nuestras miradas en el pesebre de
Belén. Observemos al Niño, inerme, generoso, entregado por completo en las manos
de los hombres. Y contemplemos la donación total de María y de José. Cada uno a
su modo, los tres miembros de la Sagrada Familia viven una entrega sin
condiciones. Su ejemplo nos sirve para ver qué tan incondicionado es nuestro
amor, o si lo hacemos depender de nuestro estado de ánimo, de salud, del cansancio
o, en general, de nuestro capricho.
Señor: ayúdanos a seguirte de ese modo, abandonados
por completo en ti, sirviéndote sin condiciones. «Sería suficiente recordar aquellas
escenas, para que los hombres nos llenáramos de vergüenza y de santos y
eficaces propósitos. Hay que embeberse de esta lógica nueva, que ha
inaugurado Dios bajando a la tierra» (Ibídem). Con tu venida a este mundo, Señor,
nos enseñaste otro modo de pensar, una lógica diversa a la nuestra, que es tan
apegada a la tierra, a nuestras cosas personales. Por esa razón, el papa
Francisco invita a una nueva mudanza: «¡Este es el tiempo oportuno para
cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón. Dios no
se cansa de tender la mano. Está dispuesto a escuchar. Basta solamente que
acojáis la llamada a la conversión» (Misericordiae vultus).
¿Cómo se manifiesta la lógica divina? –«En
Belén nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi
tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero.
Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad,
que es la Redención» (San
Josemaría 1974, cit.). Ojalá se diera
ese efecto en nuestra vida, como fruto de la oración personal: que aprendiéramos
del ejemplo de Jesús, María y José a olvidarnos de nosotros mismos.
«Rendida
nuestra soberbia, declaremos al Señor con todo el amor de un hijo: ego servus tuus, ego servus tuus, et fílius
ancíllæ tuæ (Sal 115, 16): yo soy tu siervo, yo soy tu siervo, el hijo de
tu esclava, María: enséñame a servirte» (Ibídem). La clave de la lógica divina es la
virtud de la humildad. Por eso se puede decir, al considerar el pesebre, que se
trata de «El triunfo de Cristo en la humildad» (ECP). La caridad y la
misericordia divinas se manifiestan en el abajamiento, en la humillación que supuso
asumir la naturaleza humana, aparecer como un Niño pobre, humilde, sin un lugar
adecuado para nacer.
Durante el tiempo de Navidad el Señor nos
invita de nuevo a aprender de Él, a entrar en esa lógica nueva de la humildad, a ponernos en la misma
longitud de onda del Señor, de María, de José. Por eso es tan conveniente meditar en
esta manifestación inefable de la misericordia de Dios con nosotros: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado.
En la mitad de la
noche, Cristo viene como luz verdadera, con el esplendor de su gloria, para
iluminar las tinieblas de nuestros pecados. Para llenarnos de confianza en que,
con su ayuda, venceremos todas las contradicciones. En primer lugar, las que
originamos con nuestras propias miserias. También las externas, del ambiente en
el que nos movemos, y del mundo en general, que muestra las consecuencias del
pecado original en forma de guerras, injusticias, corrupción, degradación de
costumbres, etc.
Ante ese panorama
negativo, el cristianismo mira el mundo con esperanza, porque sabe que Jesús es
la luz del mundo, como anunciaba el profeta Isaías: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; a los que
habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz. Comenta
el papa Francisco que «también
nosotros, en esta noche bendita, hemos venido a la casa de Dios atravesando las
tinieblas que envuelven la tierra, guiados por la llama de la fe que ilumina
nuestros pasos y animados por la esperanza de encontrar la "luz
grande" (…) que ilumina el horizonte» (Homilía, 24.XII.14).
El Niño Dios es la
luz que manifiesta la misericordia del Padre. Por esa razón la segunda lectura
de la noche de Navidad es tomada de la carta de san Pablo a Tito (2,11-14).
Cuando el apóstol de las gentes instruye a los diversos miembros de la
comunidad (ancianos, ancianas, jóvenes, esclavos) con el fin de que sean modelo
de buena conducta, el motivo que les ofrece para que obren así es porque se ha manifestado la gracia de Dios, que
trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a (aguardar) la dicha que esperamos y la manifestación
de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. San Pablo nos
invita a la conversión como consecuencia de que se ha manifestado la
misericordia divina. Ya que lo hemos visto y hemos experimentado su salvación,
abandonemos las obras de las tinieblas y pasemos al mundo de la luz.
Llama la atención el
modo como narra el Evangelio la aparición de los ángeles a los pastores: De repente un ángel del Señor se les
presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad. Si así se describe
la presencia angelical, imaginemos cómo sería la del mismo Dios hecho hombre. Como
expresa el Prefacio de la Misa de Navidad: «gracias al misterio de la Palabra
hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo
resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, Él nos lleve al amor de
lo invisible».
En la Navidad del
2015 la Iglesia desea que celebremos el hecho que Dios ilumina el horizonte del
mundo con su amor misericordioso… ¡Año de la misericordia! Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Celebramos la
caridad, la compasión de Dios, que es como una palabra clave para indicar la
actuación del Señor hacia nosotros. Es lo que significa el Jubileo en la
historia, desde el Antiguo Testamento: «Si una palabra tuviera que resumir lo que
suponía un jubileo para el Pueblo de Israel, podría ser “libertad”. Libertad: ¿no está hoy más que nunca
esta palabra en boca de todos? Y, sin embargo, muchas veces olvidamos que la
libertad, en su sentido más profundo, proviene de Dios. Con su pasión salvadora
y su resurrección, Él nos libera de la peor esclavitud: el pecado» (Ayxelà C. 2015. Eterna es
su misericordia. Recuperado de: http://opusdei.es/es-es/document/eterna-es-su-misericordia/,
24-XII-2015).
Navidad significa
que Jesucristo nos revela, nos manifiesta con su luz «el rostro de la
misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su
síntesis en esta palabra» (Francisco, Misericordiae vultus, n.1). Por esa razón, una manera sublime de celebrar esos
misterios, de conseguir más fruto del año jubilar, es poniendo en el centro de
nuestra vida la relación con Jesucristo: pidiendo perdón en el sacramento de la
reconciliación, para disponernos a comulgar con su Cuerpo y su Sangre en la
Eucaristía.
Terminemos acudiendo
a la Virgen, Madre de misericordia, con las palabras con que el papa Francisco
concluye la bula convocatoria del año jubilar: «La dulzura de su mirada nos
acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la
ternura de Dios. Ninguno como María ha conocido la profundidad del misterio de
Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la
misericordia hecha carne (…). María atestigua que la misericordia del Hijo de
Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno. Dirijamos a
ella la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que
nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos
de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús».
Comentarios
Publicar un comentario