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El demonio mudo

En el capítulo once de san Lucas, se continúa narrando el viaje de Jesús desde Galilea hasta Jerusalén. En medio de las diversas enseñanzas que trae este pasaje, se narra como de pasada otro milagro más, que es al mismo tiempo de curación y exorcismo: Estaba expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada. En Mateo se dice que este mudo era, además, sordo y ciego. Por eso comenta San Jerónimo que “En un solo hombre hizo el Señor tres prodigios: darle la vista, darle la palabra, y librarlo del demonio. Y lo que hizo entonces exteriormente, lo hace todos los días en la conversión de los pecadores, que después de verse libres del demonio, reciben la luz de la fe y consagran su lengua, incapaz antes de hablar, a las alabanzas divinas”.
El pasaje continúa en una discusión del Maestro con los fariseos, que lo acusan de actuar como enviado del demonio, a lo que el Señor les responde que no puede haber división en ningún bando vencedor: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Y aprovecha para concluir lanzando un desafío: El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Hay que elegir entre Dios o el demonio, no hay punto medio. Por eso estas palabras resuenan con frecuencia en Cuaresma, con el telón de fondo del salmo 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».
Un medio muy importante para tomar partido por el Señor es la dirección espiritual. Se trata de una posibilidad que nos ofrece la Iglesia para facilitarnos la conversión frecuente. El papa Francisco la describe como «el acompañamiento personal de los procesos de crecimiento» (Evangelii gaudium, nn. 169 ss): «En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal».
Podemos decir que la dirección espiritual, mirada conmovida que hace presente a Cristo se remonta hasta el comienzo, cuando Él mismo charlaba con sus apóstoles uno a uno, como vemos por ejemplo con san Pedro después de la Resurrección,  en el momento en que le confirmó su encargo de apacentar las ovejas a pesar de las traiciones del Jueves Santo. Agradezcamos al Señor esa posibilidad maravillosa de avanzar seguramente en el camino de la identificación con Él, pues ―como dice Elredo de Rievaulx―: «¡Qué felicidad tener alguien con quien hablar como contigo mismo!, ¡a quien no temas confesar tus eventuales fallos!, ¡a quien puedas revelar sin rubor tus posibles progresos en la vida espiritual!, ¡a quien puedas confiar todos los secretos de tu corazón y comunicarle tus proyectos!».
Cada vez que acudamos a la dirección espiritual debemos pensar que es el mismo Jesucristo quien nos dirige sirviéndose de ese instrumento idóneo que la Iglesia nos dispensa. Por eso hemos de asistir con puntualidad, habiendo preparado en la oración lo que comentaremos, para que sea una charla breve, concisa, profunda, eficaz. Y una de las virtudes más importantes, junto con la docilidad para hacer propios los consejos y llevarlos a la práctica, es la sinceridad, virtud de la que nos habla el pasaje del Evangelio que estamos considerando.
Por contraste, volvamos al endemoniado, imaginemos su incapacidad: no podía ver, ni oír, ni hablar. Sería muy difícil su relación con los demás, con mayor razón si padecía una posesión diabólica. En realidad, se trataba de un caso dramático. Por eso Jesús tuvo compasión de él y lo curó gustosamente, sin poner trabas o exigencias como haría en otros milagros. San Josemaría se sirve de este personaje para comentar la importancia de la sinceridad. Al llamar esta posesión como la del “demonio mudo”, se refiere a un tipo de mudez que va más allá de la incapacidad de pronunciar palabra. La aplica, en la vida interior, al temor de abrir la boca, de no contar lo que sucede ―especialmente los hechos negativos, los pecados o imperfecciones que hemos cometido―, por vergüenza, para no perder el supuesto buen concepto que deben de tener sobre nosotros las personas que nos ayudan (el sacerdote, el director espiritual). Por eso aconseja: «Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porque ―repito― se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar» (Amigos de Dios, n.188).
Además, en Forja, n.127, explica: «Si el demonio mudo ―del que nos habla el Evangelio― se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha. ―Propósito firme: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata». Sinceridad salvaje, inmediata, con delicada educación. Son requisitos para que la dirección espiritual logre su cometido, que es identificarnos con el espíritu de Cristo. Dios es la verdad, además de que lo sabe todo de nosotros. El diablo, en cambio, es el padre de la mentira y del engaño. Por esa razón, no tiene sentido ocultar a quien representa al Señor en el proceso de acompañamiento personal la verdad de nuestro interior. Es como si uno fuera al médico y le escondiera los síntomas, o no se dejara revisar o tomar exámenes; o, peor aún, si le dijera que está muy bien mientras el cáncer lo está carcomiendo…
«La sinceridad lleva a darse a conocer con humildad y claridad, sin medias verdades, sin disimulos ni exageraciones, sin vaguedades, manifestando con sencillez las disposiciones interiores y la realidad de la propia vida, de modo que se pueda recibir toda la ayuda necesaria en la lucha por la santidad. Sinceridad en lo concreto; en el detalle, con delicadeza. Huyendo del embrollo y de lo complicado, llamando a las cosas por su nombre, sin querer enmascarar las flaquezas, derrotas y defectos con falsas razones y justificaciones» (Fernández C.).
Hay varios ámbitos en los que debemos vivir esta virtud. En primer lugar, con Dios mismo. Huir del anonimato, tratarlo de Tú a tú, con sencillez y naturalidad, en la oración y en el examen de conciencia. Pedirle luces al Espíritu Santo para vernos como Él nos ve, que es la verdad última de nuestra existencia.
En segundo lugar, sinceridad con nosotros mismos: vernos con objetividad, buscar conocernos como somos, alcanzar la verdad sobre nuestra intimidad. Sin esconderla en subterfugios ni en eufemismos. Se trata de una manifestación más de la virtud de la humildad. No podemos asustarnos de que seamos frágiles, de que podamos caer ¡y que de hecho caigamos! El conocimiento propio es fundamental para darnos a conocer como somos. 
Y así llegamos al punto que venimos considerando desde antes, la sinceridad con el director espiritual, para facilitarle su labor de acompañamiento, de orientación y exigencia. Hemos de ser sinceros desde antes, cuando la tentación acecha, diciendo con franqueza: se me ocurre esto, tengo una mala temporada, encomiéndame más estos días... Y si tuviéramos la desgracia de “tocar el violón”―no tiene por qué suceder― sinceridad inmediata (salvaje y educada) en la dirección espiritual y en la confesión sacramental. 
Abrir el alma. Dejar entrar al Espíritu Santo en nuestro corazón con todos sus dones y sus frutos. Es una táctica triunfadora. Un buen consejo por si llegara un momento en que costara especialmente la sinceridad, es abrir una puerta con el director espiritual. Quizás decirle de pasada, o escribirle un mensaje: «tenemos que hablar», «tengo que decirte algo». Ya es una manera de dar un paso, comenzar a sincerarse. De esa forma, será más fácil encontrar el momento de estar a solas. Como quizás entonces tampoco sepamos cómo romper el hielo, se puede comenzar diciendo también con toda sencillez: «me cuesta mucho decir lo que te voy a contar». Y entonces, lanzarse a «soltar el sapo».
Quizás no haga falta un plan tan estudiado, lo que sí es eficaz es un consejo antiguo, que utilizaba san Josemaría en su labor pastoral. Ponía el ejemplo de una persona que cargaba, durante un tramo de varios kilómetros, algunas piedritas en los bolsillos y una roca en el hombro. Al llegar al sitio de destino, lo lógico es que soltara el peñasco, y no las piedrecitas. Pues así tiene que ser la actitud nuestra en la dirección espiritual: comenzar por lo que más cuesta, por las faltas de mayor entidad, sin «dorar la píldora» con pequeños errores que nos pueden llevar a la mentira o el engaño: «Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor».
La aplicación del pasaje del demonio mudo a la sinceridad en la dirección espiritual va más allá de un simple simbolismo: «El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo» (Carta 24-III-1931, 38. Cit por Burkhart). O, mirándolo en positivo: «Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones» (Carta 14-II-1974, 22. Cit. en Ibidem). La sinceridad es el comienzo de la solución. Como el Hijo pródigo, experimentaremos la infinita misericordia del Padre, que no solo nos acoge de nuevo en su seno, sino que organiza una fiesta. El banquete del amor, del perdón, de la resurrección: este hijo estaba muerto y ha revivido.
Acudamos a la Virgen Santísima, que tenía un alma fina, delicada, pura, limpísima, porque siempre estaba en diálogo franco y amoroso con ese Dios que era su Padre, su Hijo y su Esposo. Pidámosle que nos alcance del Señor la gracia de la sinceridad salvaje, educada e inmediata con Dios, con nosotros mismos y con quienes dirigen nuestra alma.

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