Después de la confesión de Pedro
en Cesarea de Filipo: ¡Tú eres el Hijo de
Dios!, el Señor buscó sitios menos frecuentados para ocuparse de la
formación de sus discípulos. En esos días de convivencia, les reveló que su misión
incluía la muerte en la Cruz, y también les enseñó la importancia de la
oración, después de su experiencia gloriosa en la Transfiguración del monte
Tabor. Además, les amonestó sobre cómo debía ser la vida entre ellos, que
constituirían el núcleo de la Iglesia, que es la familia de Dios en el mundo.
En este contexto se enmarca un
corto pasaje que consideraremos en nuestra meditación. Se trata del capítulo
nueve del Evangelio de san Marcos (33-37). Después del recorrido por la
Galilea, regresan a la sede central de la vida pública, probablemente la casa
de Pedro: Y llegaron a Cafarnaún. Estando
ya en casa, les preguntó: —¿De qué hablabais por el camino? Pero ellos
callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el
mayor.
La tentación de la soberbia, del
orgullo, de la autosuficiencia, es el peor de los pecados, pues
ataca la comunión con Dios y con nuestros hermanos. Uno se inclinaría a decir
que cómo es posible que, acompañando al Señor de viaje a Jerusalén para morir
en redención por el mundo, ellos estén pensando en la jerarquía interna. Pero
en realidad es lo más sencillo: algunos notarían el cariño de Jesús hacia Juan,
otros resaltarían las palabras del Maestro llamando a Simón Pedro cabeza y roca.
Otros dirían que Santiago también formaba parte de ese círculo más cercano.
Judas, ambicioso, remarcaría su papel de ecónomo del grupo. Y los más cercanos
a cada uno de ellos formaría equipo con su amigo, para estar más arriba si se
diera un ascenso político de aquel que acaba de proclamarse como Mesías.
Entonces
se sentó y, llamando a los doce, les dijo: —Si alguno quiere ser el primero,
que se haga el último de todos y servidor de todos. Se trata de un principio
fundamental en el cristianismo. Por eso el Romano pontífice se llama a sí mismo
“Siervo de los siervos de Dios”. Desde que Jesucristo definió su misión con unas
palabras clarísimas: El hijo del Hombre
no ha venido para que le sirvan, sino para servir, ése es el único camino;
la única manera de entender el poder en
la Iglesia.
Si
alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de
todos. Es fácil
proclamarlo, se entiende a la primera. ¡Pero qué difícil es llevarlo a cabo!
Siempre queremos salirnos con la nuestra, decir la última palabra, que nos consuelen,
que nos comprendan, triunfar en todos los órdenes de la vida. A nadie le gusta
perder, ser humillado, olvidado, despreciado, ni mucho menos herido o
ultrajado. Después del pecado original, la reacción “normal”, instintiva, es buscar que nos
sirvan, no la de servir.
Jesús nos enseña el camino de la humildad, que tanto nos cuesta. No
olvidemos que el primer pecado fue precisamente de soberbia, de orgullo y
desobediencia. Incluso la impureza, a la que algunos le dan tanta importancia,
no es más que otra manifestación de este pecado primigenio, como indica el
refrán popular: “soberbia oculta, lujuria manifiesta”.
El Señor nos enseña que la clave del cristianismo es la caridad, manifestada
en detalles de servicio y en el trabajo oculto, que evita el “carrierismo”, que
tanto critica el papa Francisco. En una meditación para sus hijos espirituales,
san Josemaría les predicaba en 1947, según los apuntes de un oyente, «de perseverancia, de humildad, de ser como la semilla que se entierra bien
hondo. ¡Si nos convenciésemos de que precisamente en esta labor humilde y
oculta está la fecundidad de nuestro trabajo!» (Vázquez de
Prada). Morir como el grano de trigo, enseña Jesús el domingo de Ramos, es la
clave de la eficacia pascual. La resurrección viene después del sacrificio, de
la muerte.
Quizás por esa razón Benedicto
XVI dedicó su primera encíclica a la caridad (Deus caritas est). Y en ella se fijaba en la parábola del buen
samaritano, aquel personaje que se detuvo a atender a un enemigo, como ejemplo
de persona que tiene «un corazón que ve». Con ese ejemplo de fondo, el papa
alemán afirmaba que «A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien
ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente
de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano ―el programa
del buen Samaritano, el programa de Jesús― es “un corazón que ve”. Este corazón
ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia».
Para facilitar que sus discípulos
aprendieran la lección, Jesucristo recurrió a un ejemplo gráfico: Y acercó a un niño, lo puso en medio de
ellos, y lo abrazó. Recuerdo que un amigo me contaba que había tenido,
cuando era niño, a un catequista que era muy buen dibujante. Y que no olvidaba
una clase en la que aquella persona bosquejaba la escena que estamos
considerando: un grupo de personas ―los discípulos―, Jesucristo de frente y, en
sus brazos, la pequeña figura de un niño. Cosas de la gracia, aquel amigo
sintió un deseo grande de ser no ya «como ese niño», sino, precisamente experimentar
en carne propia esa predilección divina. Ser él quien recibía aquél abrazo de
Dios. Quizás por detalles como ese fue descubriendo paulatinamente su vocación.
Pienso que san Josemaría también
debió de tener alguna experiencia semejante, por la manera como describe los
efectos de la vida de infancia en el cristiano: «¿No os enamora este modo de
proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un
ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le
estrecha contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha
dicho todo: El ama a los que se hacen como niños. Después añade que el
resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a Él
y al Padre que está en los cielos» (Amigos de Dios, n.102).
Vida de infancia espiritual. Es
una posibilidad, no una obligación, pero con el tiempo, mientras más envejece
uno, más se da cuenta de que la única manera de avanzar en la unión con Cristo
es hacerse niños delante de Dios: si no
os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18,3). Y no
se trata de aniñarse, sino de abandonarse en el Padre, como un niño pequeño
confía en sus papás terrenales. Mostrarse como se es, sin maquillajes ni
subterfugios. Ser consciente de la propia debilidad, de que la aparente
fortaleza es prestada. Obedecer las sugerencias paternas, sabiendo que por ahí
se encuentra el camino de la verdadera felicidad, más allá de las apariencias
efímeras que el diablo ofrece con sus tentaciones.
No basta con una actitud
espiritual pasiva. La vida de infancia exige lucha, cambio, esfuerzo. Veamos
algunas manifestaciones: «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia;
reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del
poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el
camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como
creen los niños, pedir como piden los niños» (Es Cristo que pasa, n. 143).
Señor, te pedimos que nos hagas
niños. Que seamos los últimos, los servidores de todos. Que aprendamos de Ti a
darnos hasta el extremo. Que también estemos dispuestos a dar la vida por ti.
Ayúdanos a renunciar a la soberbia y a la autosuficiencia. Danos luz para
reconocerlas en nuestra actitud, en nuestro modo de trabajar, en las relaciones
con las demás personas, cuando pedimos consuelo y no nos damos cuenta de que
estamos fastidiando; cuando evitamos el esfuerzo y el trabajo abnegado y
oscuro; cuando nos buscamos a nosotros mismos.
Ayúdanos a ser humildes en
nuestra lucha interior. A poner todo nuestro esfuerzo, pero teniendo en cuenta
que lo más importante es tu gracia, tu ayuda. Que evitemos la
“autorreferencialidad”, que estemos pendientes de tu mano en el recomenzar de
cada día y en la perseverancia, en la fidelidad, a pesar de los reclamos que
nos hace nuestra naturaleza caída, nuestra soberbia, nuestra vanidad. Que no se
nos olvide «que necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para
aprender a caminar y para perseverar en el camino».
«Ser pequeños exige abandonarse
como se abandonan los niños». Diciendo, con el salmo 15, Protégeme Dios mío, que me refugio en ti. ¿Qué mejor sitio para
buscar cobijo? Por eso es que se dice que a la infancia espiritual se llega con
los años. Después de muchas experiencias, hasta descubrir que el único
verdadero refugio está en los brazos paternales de nuestro Dios. Un ejemplo
reciente: Vittorio Messori le preguntó a Ratzinger si dormía bien, en momentos
de alta protesta clerical. Y con sorpresa le respondió: «una vez hecho el
examen de conciencia y rezadas mis oraciones, ¿por qué no voy a dormir
tranquilo? Si me quedara intranquilo no me tomaría en serio el Evangelio que
nos recuerda, sin adulación, que cada uno de nosotros es un siervo inútil. Hemos de hacer nuestro deber, pero siendo
conscientes de que la Iglesia no es nuestra: es de aquel Cristo que quiere que
seamos sus instrumentos, pero que Él permanece como el Señor y como nuestro
guía. Se nos pedirán cuentas por nuestro esfuerzo, no por los resultados» (Blanco P.BXVI, el papa alemán, p. 303).
«Creer como creen los niños».
Para ellos, la palabra de sus padres lo es todo. Y por eso les preguntan las
ocurrencias más inéditas. Porque saben que ellos tienen la respuesta. Confían.
Esperan. Están seguros con sus papás. Como dice el papa Francisco en la Evangelii gaudium (n.278), «La fe es
también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es
capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien
del mal con su poder y con su infinita creatividad)».
Una consecuencia de esa fe
infantil es la petición incesante. ¡Qué bueno proponerse pedir como piden los
niños! Y perder la vergüenza en el trato filial con el Señor. Un ejemplo de esa
oración de niño la tenemos en un apunte íntimo de san Josemaría (n.307),
escrito para su director espiritual. Y que puede servirnos como ejemplo de cómo
hacerse niño, cómo tratar puerilmente a nuestro Padre Dios, a Jesucristo y al
Espíritu Santo. Cuenta “el santo de lo ordinario” que comenzó tratando a su
Ángel de la guarda: «Le eché piropos y le dije que me enseñe a amar a Jesús,
siquiera, siquiera, como le ama él. Indudablemente Santa Teresita [...] quiso
anticiparme algo por su fiesta y logró de mi Ángel Custodio que me enseñara hoy
a hacer oración de infancia. ¡Qué cosas más pueriles le dije a mi Señor! Con la
confiada confianza de un niño que habla al Amigo Grande, de cuyo amor está
seguro: Que yo viva sólo para tu Obra —le pedí—, que yo viva sólo para tu
Gloria, que yo viva sólo para tu Amor [...]. Recordé y reconocí lealmente que
todo lo hago mal: eso, Jesús mío, no puede llamarte la atención: es imposible
que yo haga nada a derechas. Ayúdame Tú, hazlo Tú por mí y verás qué bien sale.
Luego, audazmente y sin apartarme de la verdad, te digo: empápame, emborráchame
de tu Espíritu y así haré tu Voluntad. Quiero hacerla. Si no la hago es... que
no me ayudas. Y hubo afectos de amor para mi Madre y mi Señora, y me siento
ahora mismo muy hijo de mi Padre-Dios».
Por último, caridad fraterna. «Amar
como aman los niños»: sin cálculos, generosamente, confiando en la mano del
padre y de la madre. Ver a nuestros hermanos como hijos pequeños de Dios,
necesitados de nuestra ayuda. Por eso el pasaje que contemplamos termina con
esta afirmación de Jesús: El que reciba
en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me
recibe a mí, sino al que me ha enviado.
«Y todo eso lo aprendemos
tratando a María. (...) Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser
hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones
que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que
nada puede destruir nuestra esperanza» (Es
Cristo que pasa, n.143).
Madre
nuestra: alcánzanos de tu Hijo la gracia para ser humildes, y de ese modo no
ambicionar más que ser los últimos de todos y los servidores de todos. Que
aprendamos a abandonarnos como se abandonan los niños, a creer como creen los
niños, a pedir como piden los niños, y a amar como aman los niños.
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