Hace poco me contaba
un amigo la decepción que había experimentado al retorno de un largo viaje lejos
de su país: en muchos meses, después de su regreso, no había podido encontrarse con
sus colegas de universidad, ni con los compañeros de infancia, ¡ni siquiera con
varios parientes cercanos, coetáneos! Con razón, no los culpaba: el tráfago de la
existencia cotidiana impide a muchas personas cultivar amistades con las que se
vivió momentos gratos, manifestar el agradecimiento, o simplemente expresar el cariño.
Así, mucha gente se mueve en un pequeño círculo, y terminamos en una enfermedad
que la filosofía contemporánea ha denominado el «atomismo social», que es una de las causas del «enfriamiento global» de las relaciones interpersonales.
Veíamos, en la misma
conversación, cómo el cristiano está vacunado contra esa patología, pues por naturaleza
debe estar pendiente de los demás, trata de compartir con las personas que quiere
lo mejor que posee: el amor de Jesucristo. De hecho, ayer mismo me tocó experimentarlo.
Le había dado cita a un joven con el que converso periódicamente.
Para mi sorpresa, no llegó solo, sino acompañado de su mejor amigo. A éste le ofrecí
mis servicios sacerdotales, que aceptó después de un breve momento de duda ―el suficiente
para darse cuenta de que era totalmente libre de decirme que no―. En la conversación
que tuvimos, me contó que su compañero le había contado la historia de su acercamiento
a la dirección espiritual frecuente, y le había recomendado hacerlo. Manifestaba
su agradecimiento por esa reunión, totalmente convencido de que, una vez más, su
amigo le había hecho bien, se había preocupado por compartir con él lo mejor que
tenía.
En el Evangelio de
san Lucas (12,49-53), Jesucristo exclama con fuerza: Fuego he venido a traer a la tierra,
y ¿qué quiero sino que ya arda? En esta pequeña oración se descubre uno de los puntos que los exegetas
más aprecian: la psicología de Cristo. Se nos manifiesta su afán primario, su ambición,
su deseo: que la tierra arda. ¿De qué tipo de incendio se trata? San Cirilo de
Alejandría lo resume diciendo que la Escritura habla de dos dimensiones de esa hoguera: por una parte, del fuego de la Palabra de Dios. Es lo que vemos representado en la
primera lectura (Jr 38), en la que la palabra del profeta genera todo tipo de
respuestas, también contrarias, por lo cual resume su misión diciendo: Me engendraste hombre de pleitos para todo el país. La
otra interpretación del fuego que Jesús vino a traer a la tierra, según el
mismo Cirilo, es la eficacia y el poder del Espíritu Santo; el Amor
divino personalizado en el Paráclito.
De ese modo
enlazamos con la segunda afirmación del Señor en este pasaje evangélico: Tengo que ser bautizado con un bautismo, y
¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo! Recordemos que Jesús ya había
recibido el bautismo de su primo San Juan, quien había profetizado que el Mesías bautizaría en fuego y Espíritu Santo. Aquí Jesús habla del bautismo de
la Cruz, que es el camino que debió recorrer para enviarnos el fuego de la
tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Es decir, el fuego
que Tú, Señor, viniste a traer a la tierra es una hoguera de amor, de sacrificio por nosotros. Y tus
deseos, tus ansias, eran los de abrazarte a la Cruz para contagiarnos ese don.
Enséñanos, Señor, a vivir como Tú, dispuestos a cualquier sacrificio para
transmitir esas divinas ambiciones de servir a todas las almas. Que nuestra
entrega total nos permita padecer lo que haga falta ―incomprensiones, contrariedades,
persecución―, a ejemplo de los profetas del Antiguo Testamento ―como Jeremías, al que contemplamos perseguido por los príncipes― o como san
Pablo, que estuvo dispuesto a sufrirlo
todo de todos para ganarlos a todos.
Es lo que predicaba el papa
Francisco al día siguiente de su elección, en la Misa que celebró con los
cardenales en la capilla Sixtina: Cuando
caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz, no somos discípulos del
Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, Papas, pero no
discípulos del Señor. Me gustaría que todos, luego de estos días de gracia,
tengamos la valentía, precisamente la valentía, de caminar en presencia del
Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor,
que se derrama en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado.
Así la Iglesia avanzará (Homilía, 14-III-2013).
Esta actitud de amor a la Cruz es
la que hace decir a Jesús que ha venido a traer división: ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino
división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos
y dos contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el
padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la
nuera y la nuera contra la suegra. El mensaje del Evangelio no es
diplomático. No caben medias tintas: No
se puede servir a dos señores. El cristiano sabe que le espera la misma
suerte de Jesús. Que ante él, como ante Jeremías o ante los apóstoles, las
personas se ponen a favor o en contra, no es posible contentarlos a todos. Y si estas contradicciones vinieran del ámbito familiar, hemos de estar dispuestos a responder ―como el joven Jesús― que primero están las cosas de nuestro Padre Dios.
He venido a traer división. Esa lucha comienza por uno
mismo: cada día hemos de esforzarnos para blandir la espada del Amor de Dios
contra las tentaciones, optar por Él en lugar de nuestro egoísmo. Hay una experiencia mística de san
Josemaría que nos puede ayudar a entender ese fuego bautismal que divide. Aparece
en el n.801 del libro Camino: Aún resuena en el mundo aquel grito divino:
Fuego he venido a traer a la tierra,
¿y qué quiero sino que se encienda? —Y ya ves: casi todo está apagado... ¿No
te animas a propagar el incendio?
Dejemos que sea el
autor de la Edición crítica el que explique todo lo que hay detrás de esas palabras:
«El texto bíblico que da origen
a este punto es otra de las palabras que el Señor pronunció en el corazón del Beato
Josemaría. Espigando en sus Apuntes íntimos aparece de un modo o de otro por todas
partes. Puede considerarse emblemática esta nota de sus Ejercicios Espirituales
de 1934. Está dirigiéndose a la Virgen María y, sin solución de continuidad, pasa
a hablar con Jesús: Que limpiemos bien el alma del borrico de Jesús. Ut iumentum!... ¡Oh!, quiero servirle de trono
para un triunfo mayor que el de Jerusalem..., porque no tendrá Judas, ni huerto
de los Olivos, ni noche cerrada...».
Nosotros, que
queremos propagar el incendio del amor de Dios, no podemos quedarnos en
palabras bonitas. En primer lugar, hay que «limpiar bien el alma», por el camino de la humildad, de la sinceridad
en la dirección espiritual y en la confesión, de la lucha renovada para servir
al Señor sin más traiciones. Esta transformación interior es la condición
previa para que el fuego queme a otras almas: ¡Haremos que arda
el mundo, en las llamas del fuego que viniste a traer a la tierra!... Y la luz de
tu verdad, Jesús nuestro, iluminará las inteligencias, en un día sin fin. Yo te
oigo clamar, Rey mío, con voz viva, que aún vibra: ignem veni mittere in terram, et quid volo nisi ut accendatur? ―Y contesto ―todo
yo― con mis sentidos y mis potencias: ecce ego: quia vocasti me! (cf. Forja, n.52, Surco,
n.947).
Pidamos a la Santísima
Virgen que también a nosotros nos contagie esos deseos de propagar el incendio que
Cristo ha venido a traer a la tierra: el Espíritu Santo en los corazones. Podemos
comprometernos, como pedía el papa Francisco en la JMJ de Brasil: Quiero lío en las diócesis, quiero que se
salga afuera… Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos
de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea
comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en
nosotros mismos. Las parroquias, los colegios, las instituciones son para
salir; si no salen se convierten en una ONG, y la Iglesia no puede ser una ONG.
Que me perdonen los Obispos y los curas, si algunos después le arman lío a
ustedes, pero... Es el consejo. Y gracias por lo que puedan hacer (Discurso,
25-VII-2013).
La intercesión de
la Virgen santísima nos servirá para que se cumplan en nuestras vidas y en las
personas que tratamos la petición que hacía san Josemaría al Señor: ¡Oh, Jesús, acelera el momento! Fortalece nuestras
almas, envía vocaciones, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor, que
nos haga antorchas vivas que enciendan la tierra, con el divino fuego que Tú trajiste
(Cf. Forja, n.31).
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