Después de la
ampliación de las enseñanzas de Jesús, que incluye la parábola del buen
samaritano, Lucas ofrece una serie de predicaciones del Señor con énfasis
escatológico: invita a estar atentos y a poner los ojos en el Reino futuro. Por
eso, acude a la parábola del rico insensato para enseñar la importancia de la
pobreza cristiana (Lc 12,13-21).
Uno de entre la multitud le dijo: —Maestro, di a mi hermano que reparta
la herencia conmigo. Pero él le respondió: —Hombre, ¿quién me ha constituido
juez o encargado de repartir entre vosotros? Este pasaje es exclusivo de Lucas, como la
parábola del hijo pródigo y el padre misericordioso. Hay quien siente en esta conversación
los ecos del problema entre los dos hermanos de la otra parábola.
Aparentemente, se trata de una pregunta
inoportuna… El Señor está hablando de la importancia del juicio de Dios, por
encima del de los hombres, y aparece un espontáneo que lo quiere de árbitro en
un litigio familiar. Pero en realidad se refiere a lo mismo: antes les
aconsejaba que no temieran, ahora les habla de no poner tanto cuidado en las
cosas materiales (Cf. Saoût, 2007, p.59).
Un amigo me preguntaba si podía decirse que
Jesús había sido pobre, sabiendo que había poseído algunos bienes materiales. Y
es que a fuerza de predicar sobre la pobreza del Señor, en algunos ambientes ha
quedado la idea de que los medios materiales son, en sí mismos, malos. Hay un dualismo
de fondo en esa actitud, emparentada con quien demoniza el amor humano porque
entraña el cuerpo, que se opondría al espíritu.
Pero la vida de Jesús nos enseña que la
materia, y en concreto el vestido, la comida, el dinero, no solo no son malos,
sino que son buenos: vio Dios que era
bueno, se lee en el Génesis después de cada día de la creación material. Y
Jesucristo mismo comía y bebía con la gente que encontraba —almas a las que evangelizaba—, hasta
el punto de recibir críticas por ser un
hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,19).
En el Calvario encontramos un detalle que nos
enseña más que muchas palabras: los soldados no quisieron dividir la túnica de
Jesús —debía de ser de
buena calidad—, sino que decidieron rifársela, para que el ganador se quedara
con ella entera. ¡Cómo no pensar en las manos de la Virgen, tejiendo la mejor
vestidura posible para su Hijo y su Dios! ¡Con qué cariño recibiría el Señor
aquella prenda, convencido de que, al lucirla, también le hacía un homenaje al
trabajo de su Madre!
Jesús, que nació en un pesebre y en algunos
momentos no tenía dónde reclinar su cabeza,
también sabía convivir con la élite de su sociedad. Asistía a bodas como la
de Caná o a banquetes como el de Betania o el que le organizó Zaqueo. Cuando
aceptó la invitación de Simón, el fariseo, le recriminó al final por no haber
vivido los detalles de etiqueta, la cortesía que es manifestación de caridad:
el lavado de los pies, el ósculo del anfitrión, etc. (Cf. San Josemaría, Amigos
de Dios, n.122).
Y había impuesto un tono humano alto entre el
grupo de sus seguidores, a veces recurriendo a la corrección, pero sobre todo con su propio ejemplo,
haciendo de aquella familia de sus discípulos una extensión del hogar en que Él
se había criado en Nazaret, con María y con José. Es fácil suponer que también
de ese ambiente educado se sirvió para atraer a Mateo, un comerciante muy bien
situado, para que fuese uno de sus discípulos. Desde luego, en esa tarea
ayudaron muchísimo las mujeres que le seguían y le asistían con sus bienes (Lc 8,3).
Una vez aclarada la bondad de los medios
materiales, también durante la vida terrena de Cristo, sigamos con la enseñanza
que nos transmite san Lucas. Y añadió
Jesús: —Estad alerta y guardaos de
toda avaricia; porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no
depende de lo que posee.
Estad alerta…
especialmente a quienes estamos en medio del mundo, se nos puede colar como por
ósmosis la avaricia. Tenemos en la mente la idea del avaro: para no faltar a la
caridad pensando en personas concretas de la vida real, podemos traer a la
mente a los personajes de Dickens o de Molière, famosos por su codicia o
tacañería. El Diccionario de la Real Academia define la avaricia como el «afán
desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas». Y a eso se
refiere el Señor en el Evangelio: el ser humano busca abundancia de bienes y
puede caer en la tentación de hacer
depender su vida de lo que posee.
En la situación actual nos puede suceder lo
mismo: el desarrollo económico, la variedad de artilugios técnicos y mil
detalles aparecen a la vuelta de la esquina para que nosotros mismos nos
convirtamos en avaros, tan detestables como el famoso Scrooge.
Por eso, siempre será actual la enseñanza del
Qohélet o Eclesiastés (1,2): ¡Vanidad de
vanidades, vanidad de vanidades, todo es vanidad! Se trata de una
reduplicación de la palabra judía habel:
viento, soplo, vapor, vacío, nada, absurdo. La sabiduría hebrea nos hace pensar
que todo aquello a lo que aspiramos ―triunfos, reconocimiento, dinero, placer―, cuando no nos
lleva a Dios, es vanidad de vanidades…
todo es viento, inconsistencia, desilusión.
Estad alerta y guardaos de toda avaricia, del afán desordenado de poseer
y adquirir riquezas para atesorarlas. La virtud que supera este defecto es la
pobreza de espíritu: Despégate de los bienes del mundo. —Ama y
practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida
sobria y templadamente. —Si no, nunca serás apóstol (San Josemaría, Camino,
n.631).
El Papa Benedicto XVI animaba a examinarse con
frecuencia para ver qué tal vivimos la pobreza de espíritu: Quien quiera seguir a Cristo de un modo
radical, debe renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza a
partir de Cristo, como un modo de llegar a ser interiormente libre para el
prójimo. Para todos los cristianos, (…) la cuestión de la pobreza y de los
pobres debe ser continuamente objeto de un atento examen de conciencia.
Precisamente en nuestra situación, en la que no estamos mal, no somos pobres,
creo que debemos reflexionar de modo particular en cómo podemos vivir esta
llamada de modo sincero. Quisiera recomendarlo para vuestro —nuestro— examen de
conciencia (Discurso, 8-IX-2007).
Señor: aprovechamos este momento de oración
para hacer ese examen valiente que el papa Benedicto nos proponía: ¿hay algunos
aspectos de mi vida en que estoy apegado a los bienes materiales? ¿Qué me
sobra? ¿De qué cosas podría desprenderme? ¿Sé encontrarte en el servicio al
prójimo, especialmente en los más necesitados? ¿Hace cuánto no sacrifico un
poco de mi tiempo para visitar a tus pobres? El papa Francisco insiste con
frecuencia en este último punto. Enseña que la pobreza se aprende
con los humildes, los pobres, los enfermos y todos los que están en los
suburbios existenciales de la vida. La pobreza teórica no nos sirve. La pobreza
se aprende tocando la carne de Cristo pobre, en los humildes, los pobres, los
enfermos, los niños (Audiencia, 8-V-2013).
San Josemaría enseñaba que la clave para vivir
bien esta virtud, para examinar nuestras disposiciones, está en contemplar al
Señor como nuestro modelo: Si estamos cerca de Cristo y seguimos sus
pisadas, hemos de amar de todo corazón la pobreza, el desprendimiento de los
bienes terrenos, las privaciones (Forja, n.997).
En una entrevista lo explicaba con más detalles:
Todo
cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que
pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se
toque —hecha de cosas concretas— (...). Y, al mismo tiempo, ser uno más entre
sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con
los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo,
utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida
humana (Conversaciones, n.110).
Pobreza real, que se note y que se toque. Y, al
mismo tiempo, ser uno más entre los compañeros y colegas. Parece difícil
conciliar estas dos actitudes. Este santo concluía que la clave para lograr
la síntesis entre esos dos aspectos es —en buena parte— cuestión personal,
cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada
caso lo que Dios nos pide (Ibídem.).
El Señor continúa su diálogo con el autor de la
pregunta inoportuna, e insiste en su enseñanza con la parábola del rico necio: —Las tierras de cierto hombre rico dieron
mucho fruto. Y se puso a pensar para sus adentros: «¿Qué puedo hacer, ya que no tengo dónde guardar mi cosecha?». Y se dijo: «Esto haré: voy a
destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y allí guardaré todo mi
trigo y mis bienes. Entonces le diré a mi alma: “Alma, ya tienes muchos bienes
almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien”». Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma
noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?». Así ocurre al que
atesora para sí y no es rico ante Dios.
Si las tierras dieron fruto fue porque las
había trabajado. Había planeado, hecho proyectos, fue prudente: no hizo nada
malo. ¡Actuó bien! ¿Por qué razón, entonces, el Señor lo llamó «insensato»? ―Porque dejó a
Dios de lado; hizo depender su vida de lo que poseía; cayó en el «afán
desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas» del que habla el diccionario. Estaba obsesionado con poseer más, con la «productividad», diríamos hoy.
Fue codicioso, avaro.
En los verbos que usa Jesucristo en la parábola
se nota el planteamiento egoísta: yo no tengo dónde, mi trigo, mis bienes, mi
alma, descansa, come, bebe, pásalo bien. Es clara la moraleja del Señor, que va
más allá de una simple llamada a la pobreza de espíritu: Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios. El rico
necio pensaba en el futuro inmediato, no en la vida eterna. Jesús anima a
atesorar ante Dios, a pensar en el
más allá. Plantea la importancia de la virtud de la esperanza para la vida
cristiana.
Pensar en la eternidad es un buen acicate para
despegarse de los bienes terrenales: Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo
de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada
uno, con la muerte, porque no acompañan las riquezas ni los honores al sepulcro
(San Josemaría, Amigos de Dios, n.209).
Nadie puede servir a dos señores, dirá el Señor en otra ocasión. Berger
interpreta que Jesús considera la relación del ser humano con el dinero como
esclavitud. La única manera de usar bien de los medios terrenales es verlos
como lo que son: medios, no fines. El fin es la santidad, sirviéndose —como
Jesús— de las cosas terrenales. Se trata de ser rico ante Dios, como vemos en
el Salmo 90: El Señor es mi refugio.
La vida es alegría si el Señor nos sacia con su amor cotidiano.
Este es un aspecto importante de nuestra labor
apostólica en estos tiempos en que nos ha tocado vivir. Aunque no lo hacemos
para que nos vean, se debe notar el esfuerzo por mejorar en la virtud: hemos de
ir por delante, con nuestro propio ejemplo de desprendimiento interior y
exterior, de sobriedad y moderación en las comidas y bebidas. Quizá podemos
recortar un poco los gastos; en otras ocasiones, habrá que ser magnánimos,
sobre todo con los demás, y será esa la mejor manera de vivir esta virtud.
Examinemos también cómo vivimos la moderación en nuestro descanso, en el
deporte, en los viajes, cómo vivimos la templanza en la diversión y en el uso
del tiempo libre.
Un sitio en el que se debe vivir en primer
lugar la ejemplaridad en esta virtud es el propio hogar; los casados, en la
formación de los hijos, que deben aprender que las cosas cuestan. Otro campo de
ejercicio es el trabajo: aprovechar la jornada, hacer rendir los medios que
tenemos, ser idóneos profesionalmente, para ayudar mejor a la empresa y a la
sociedad, y también para ganar más y poder sacar adelante el hogar. Se trata de
prácticas que nos ayudan a santificar la vida ordinaria.
Como en todas las virtudes, debemos adquirir «piel fina», para aprender
a amar las carencias, a no crearnos necesidades, a descubrir apegamientos y a
prescindir de objetos o aficiones superfluas. Por ejemplo, en nuestro tiempo el
ritmo de la tecnología pretende que cambiemos de modelo de teléfono, de agenda,
de computador, de auto, cada año o cada seis meses. Y podemos terminar inmersos
en un mar de cables, de aparatos viejos, o de múltiples equipos para la misma
función… Ahí tenemos otra veta para el examen de conciencia.
Acudamos a la Virgen Santísima, para que
aprendamos a imitar a su Hijo —como Ella— en el modo en que vivió la virtud del
desprendimiento desde el pesebre hasta la Cruz, pues siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos
por su pobreza (2 Co 8,9).
Comentarios
Publicar un comentario