Como Aurora rebosante de luz, Te
encumbras en lo alto del Cielo, Sol resplandeciente y bellísima Luna, oh María.
Hoy asciende al Trono de la gloria, la Reina del mundo, por gracia de su Hijo,
que existe antes del lucero.
Celebramos hoy la fiesta de la Asunción de nuestra Señora.
Benedicto XVI decía que esta Solemnidad nos impulsa a elevar la mirada hacia
el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario
creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo:
Dios es el cielo. Y Él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que
provenimos y a la que tendemos (...). Es una ocasión para ascender con María a
las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural
y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad.
En la oración colecta de esta Solemnidad
se resumen nuestros sentimientos de este día: «Dios
todopoderoso y eterno, que hiciste subir al cielo en cuerpo y alma a la inmaculada
Virgen María, Madre de tu Hijo; concédenos
vivir en este mundo sin perder de vista los bienes del cielo y con la esperanza
de disfrutar eternamente de su gloria». La
confianza en esa Escalera tendida por Dios, que no deja de acercar su mano y de
auxiliar al caído, nos ayuda a poner los ojos donde tienen que estar: en la
vida eterna, en la gloria divina.
Ya en el siglo IV un texto de San Efrén
afirma que el cuerpo de la Virgen no sufrió corrupción, que puede
interpretarse como una de las primeras alusiones a esta fiesta. También lo
sugieren San Ambrosio y San Gregorio de Nisa. Y con toda claridad lo afirma San
Epifanio. A mediados del siglo VI ya se celebraba en Oriente la fiesta de
la koimesis o Dormición de la Virgen, recuerdo del
“tránsito” de María al Cielo. En el siglo VII quedó definitivamente establecida
en Roma como fiesta de la “Asunción de Santa María”, con toda la
solemnidad.
Elevada por encima de los
Ángeles, y sobre los coros celestiales, es la única Mujer que transciende de
los méritos de todos los Santos. San Juan Damasceno, el más ilustre transmisor de esta tradición,
compara la asunción de la Virgen con sus demás privilegios: «Convenía que aquella que en el parto había
conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la
muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al
Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo.
Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo
celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya
alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto
libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre.
Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera
venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios».
Pío XII, después de hacer esa cita, resume los motivos de fondo
que justifican la Asunción de nuestra Madre: primero, la solidaridad con su
Hijo («asociada generosamente a la obra del divino Redentor»). También nosotros podemos asociarnos con generosidad a la
redención, por medio de nuestros pequeños ―o grandes― sacrificios: una
sonrisa, pasar por alto impertinencias y defectos de los que conviven con
nosotros, dar buen ejemplo, hacer apostolado…
Además, el Papa que proclamó este dogma presenta la antítesis con
Eva («los santos padres presentan a la Virgen María como la nueva Eva,
asociada al nuevo Adán, íntimamente unida a él, aunque de modo subordinado, en
la lucha contra el enemigo infernal»). En el evangelio de la Misa del
día, la Virgen alaba a Dios porque ha
hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo. Se opone a
la soberbia del demonio, representado en la primera lectura: el dragón del
Apocalipsis es adversario de Dios en el Antiguo Testamento y se identifica con
la serpiente del capítulo tercero del Génesis, a la que se le anunció su derrota
a manos del hijo de la Mujer.
Y por eso, el Papa Pio XII proclamaba solemnemente (Const.
Apost. Munificentissimus Deus, l-XI-1950): Pronunciamos,
declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre
de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Antes de proclamar el dogma, este Papa hizo lo mismo que su
antecesor Pío IX había hecho en 1854, para proclamar el dogma de la
Inmaculada Concepción con la bula Ineffabilis Deus:
consultó a todo el episcopado, para que quedara claro que el fundamento de la
proclamación del dogma era la fe católica. Como escribe Bastero, «toda la Iglesia ―docente y
discente― creía la Asunción de la Virgen como
verdad revelada por Dios».
El significado teológico de esta fiesta consiste en creer que
María es la primera redimida por su Hijo. La perfección con que fue redimida
abarca toda su existencia, desde la Concepción Inmaculada hasta
su glorificación, que hoy celebramos: la Asunción a los cielos y su
consideración como Reina. Por eso van unidas las dos fiestas: justo una semana
después, el 22 de agosto, se celebra la fiesta de María Reina. Lo enseñaba
Pablo VI: La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la
celebración de la fiesta de la realeza de María, que tiene lugar ocho días
después y en la que se contempla que ella, sentada junto al rey de los siglos,
resplandece como reina e intercede como madre.
El fundamento de esta gloria es su maternidad divina y humana: por
su unión con Jesús, recibió de modo especial las gracias que Él nos alcanzó.
Esto explica todos los dogmas marianos: la Inmaculada Concepción, la
virginidad perpetua, la maternidad divina, su Asunción a los cielos. Además, la Asunción de la Santísima Virgen constituye
una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una
anticipación de la resurrección de los demás cristianos: «En tu parto has conservado la
virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te
has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y
que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte» (Liturgia bizantina, Tropario de la
fiesta de la Dormición).
Al que había dado calor en su
seno y colocado en un pesebre, lo contempla ahora, como Rey del Universo, desde
la gloria del Padre. Como escribió San
Josemaría, misterio de amor es
éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar
cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro
amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un
divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a
entender más —si es posible hablar así— que en otras verdades de fe (Es
Cristo que pasa, n.171).
Nuestra Madre está en el Cielo. Nos ha precedido y allí nos
aguarda. Nos alcanza del Señor las gracias necesarias para lograrlo. Cuántas
conversiones se basan en esta presencia maternal de la Virgen, que es como un
sello de nuestra fe cristiana: cuenta una de las primeras mujeres del Opus Dei
en Kenia que Chepkoetch es una muchacha africana perteneciente a la
tribu kalenjin. Un día explicó ―recordando
el paganismo de sus antepasados― cómo entre su gente siempre se había
adorado a un solo Dios, que para ellos estaba en el sol. Le ofrecían, en el día
más largo del año, el cordero más blanco de los rebaños. En tiempos de su
abuela llegaron misioneros católicos y protestantes, y su abuela iba una semana
a escuchar las explicaciones de una misión y a la siguiente las de la otra. Y
fue la Madre de Dios la que hizo que se convirtiera a la fe católica, después
de algún tiempo. Pensó ―entre otras muchas razones― que la
religión que tenía una Madre como la Virgen María debía ser la mejor de todas.
El canto del Magnificat,
que es el Evangelio de la Misa del día, es ―según Benedicto XVI― un
retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual
es. Karris explica que, en el Magnificat,
María glorifica a Dios (María exclamó: —Proclama mi alma las grandezas del
Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador) por lo que está
haciendo a favor de los hombres mediante su Hijo. Se regocija porque la promesa
se cumplió. Dios puso los ojos en la humildad de su esclava (He
aquí la esclava del Señor, había dicho), por eso la
llamarán bienaventurada todas las generaciones (la primera de las
cuales es la de Isabel: bienaventurada
tú, que has creído, le había dicho al saludarla).
Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los
que le temen, lo que Dios hizo en María se
universaliza ahora… Protegió a Israel su siervo, recordando su
misericordia, como había prometido a nuestros padres: Dios es fiel. El
cumplimiento definitivo será el nacimiento de Jesús.
Nos puede servir para nuestro diálogo con tan buena Madre el
párrafo final de la carta pastoral de Mons. Echevarría para este mes: «Asentados en la intercesión de Jesucristo, que ruega
constantemente a Dios Padre por todos nosotros (Cfr. Hb 7,25), ¡qué consuelo
más grande, qué amparo más pleno nos trae la contemplación de nuestra Madre,
siempre interesada en la salvación de los cristianos y de todos los hombres! La
Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, en virtud de la cual
no tiene mancha ni arruga (Cfr. Ef 5,27). Nosotros, todos los fieles, nos
esforzamos todavía por vencer en esta noble tarea de la santidad, alejándonos
enteramente del pecado y, por eso, levantamos los ojos a María, que resplandece
como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (Cfr. LG, n.65).
Acudamos, pues, a Ella, en todas las vicisitudes de la Iglesia y en las
personales de cada uno. ¡Madre! –Llámala fuerte, fuerte. –Te
escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la
gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te
encontrarás reconfortado para la nueva lucha (San Josemaría, Camino, n.516)».
Sigamos este consejo y llamemos fuerte a nuestra
Madre con el Himno que hemos meditado a lo largo de esta oración: Ruega por nosotros a tu Hijo oh Virgen de las
vírgenes, para que, ya que Tú le diste de lo nuestro, Él nos conceda de lo
Suyo.
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