Celebramos hoy la fiesta del apóstol Santiago, uno
de los tres discípulos más cercanos al Señor, probablemente primo de Jesucristo,
por lo que en la Sagrada Escritura se le llama “hermano” de Jesús, junto con José, Simón y Judas (Mc 6,3). Los Evangelios
presentan a Santiago y Juan como hijos de Zebedeo, un
pescador con una posición social un poco holgada. Algunos exégetas sugieren que
su madre podría ser María Salomé, una mujer que estuvo muy cerca de Jesús y que
probablemente era hermana de la Virgen María.
El relato de su vocación sirve como antífona de
entrada para la Misa de esta festividad: Pasando adelante, vio a otros dos
hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano, que estaban en la barca con
su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron
la barca y a su padre, y le siguieron (Mt 4,21-22). En Mateo, estos
llamados significan el inicio del ministerio público de Jesús en Galilea, la
convocatoria del nuevo pueblo de Dios, que será la Iglesia. Llama la atención
la prontitud y generosidad en la respuesta de estos dos hermanos, también de
sus padres para desprenderse de ellos. Parece explicar el apelativo con el que
Jesús les llamaría: a quienes les dio el nombre de Boanerges, es decir,
«hijos del trueno» (Mc 3,18).
Esa
misma actitud explica la escena que contemplamos en el Evangelio de la Misa: camino de Jerusalén,
donde Jesús iba a «recibir el bautismo» de la muerte en la Cruz, hay una pausa
en el viaje que los dos hermanos aprovechan para hacer lobby, como
se diría hoy (Mc 10,35-45): se acercan al Maestro (otro relato evangélico dice
que lo hacen a través de su madre) para hacerle una petición: —Maestro,
queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir. Él les dijo: —¿Qué queréis
que os haga? Y ellos le contestaron: —Concédenos sentarnos uno a tu derecha y
otro a tu izquierda en tu gloria.
Seguramente Jesucristo sintió un disgusto al
ver que dos de los discípulos más cercanos no caían en la cuenta de los
momentos que estaban viviendo: Y Jesús les dijo: —No sabéis lo que
pedís. San Juan Crisóstomo explica que «Es como si les dijera: “Vosotros me
habláis de honores y de coronas, pero yo os hablo de luchas y fatigas. Éste no
es tiempo de premios, ni es ahora cuando se ha de manifestar mi gloria; la vida
presente es tiempo de muertes, de guerra y de peligros”».
El diálogo continúa, tenso. Jesús les anima a
elevar sus miras, preguntándoles: ¿Podéis beber el cáliz que yo bebo, o
recibir el bautismo con que yo soy bautizado? —Podemos –le dijeron ellos. Ya
lo había predicho Isaías (53,10-11), al describir los frutos del padecimiento
del Siervo del Señor: Dispuso el Señor quebrantarlo con dolencias. Puesto
que dio su vida en expiación, verá descendencia, alargará los días, y, por su
mano, el designio del Señor prosperará. Por el esfuerzo de su alma verá la luz,
se saciará de su conocimiento. El justo, mi siervo, justificará a muchos, y
cargará con sus culpas. Servir y dar la vida en redención. Así es como
se cumple la respuesta inicial de Jesús a los dos hermanos Boanerges: su
bautismo, el cáliz de su pasión es dar la vida en redención por muchos.
¡Gracias, Señor, por tantos dones, especialmente por esa justificación de
nuestros pecados que nos alcanzaste con tu entrega!
A san Josemaría le gustaba particularmente
este pasaje, pues las preguntas del Señor nos pueden interpelar en todo momento,
invitándonos a corredimir con Él: También a nosotros nos llama, y nos
pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego
bibiturus sum?: ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz —este
cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre—
que yo voy a beber? Possumus!; ¡Sí, estamos dispuestos!, es
la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente
dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado
al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a
nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que
no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos
purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar (Es Cristo
que pasa, n.15).
La fiesta del apóstol Santiago nos ayuda a
renovar propósitos de conversión, de fidelidad, de afán apostólico y de
servicio a nuestros hermanos, también por el modo como continúa la escena: en
reacción ante la solicitud de los hermanos Boanerges, los otros diez discípulos
sienten rabia, enojo, envidia, porque se les habían adelantado en sus
ambiciones humanas para estar cerca del Rey en el próximo reinado mesiánico que
algunos podrían pensar se instauraría en poco tiempo, al llegar a Jerusalén: Al
oír esto los diez comenzaron a indignarse contra Santiago y Juan.
Jesús aprovecha para darles una de las
lecciones más importantes, la cátedra sobre la caridad: Entonces Jesús
les llamó y les dijo: —Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones
las oprimen, y los poderosos las avasallan. No tiene que ser así entre
vosotros; al contrario: quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, que
sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea
esclavo de todos. Es la manera de concretar esa unión con Cristo a la que
Él mismo nos llama: servir, ser otro Cristo que lava los pies a sus discípulos,
inclinarse sobre quien está en dificultad, ―como dice el papa Francisco―
porque en él ve el rostro de Cristo, porque él es la carne de Cristo que
sufre (Discurso, 24-VII-2013).
Servir a los demás por la unión con Cristo, acompañarle
en su labor redentora a través de los pequeños y grandes sacrificios de la vida
ordinaria: Possumus!, podemos vencer también esta batalla, con la ayuda
del Señor. Persuadíos de que no resulta difícil convertir el trabajo en un
diálogo de oración. Nada más ofrecérselo y poner manos a la obra, Dios ya
escucha, ya alienta. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en
medio de la labor cotidiana! Porque nos invade la certeza de que Él nos mira,
de paso que nos pide un vencimiento nuevo: ese pequeño sacrificio, esa sonrisa
ante la persona inoportuna, ese comenzar por el quehacer menos agradable pero
más urgente, ese cuidar los detalles de orden, con perseverancia en el
cumplimiento del deber cuando tan fácil sería abandonarlo, ese no dejar para
mañana lo que hemos de terminar hoy: ¡Todo por darle gusto a Él, a Nuestro
Padre Dios! Y quizá sobre tu mesa, o en un lugar discreto que no llame la atención,
pero que a ti te sirva como despertador del espíritu contemplativo, colocas el
crucifijo, que ya es para tu alma y para tu mente el manual donde aprendes las
lecciones de servicio (Amigos de Dios, n.67).
Santiago y Juan acompañaron a Jesús en los momentos
más especiales: al comienzo de su vida pública, en algunos milagros señalados,
como en la resurrección de la hija de Jairo. Hacia el final, fueron testigos
privilegiados de la transfiguración del Señor en el monte Tabor. Esos milagros
les sirvieron para fortalecerles en la fe cuando, en las últimas horas de
Jesucristo en la tierra, fueron testigos de los eventos más dramáticos de su
existencia humana. Sobre todo, de su oración solitaria en el huerto de los
olivos.
Años más tarde ambos hermanos sufrirían
persecuciones y padecimientos por Jesucristo, como el Señor mismo se los
profetizó en esta escena: Jesús les dijo: —Beberéis el cáliz que yo
bebo y recibiréis el bautismo con que yo soy bautizado; pero sentarse a mi
derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes
está dispuesto. Más adelante, Santiago llevaría la fe cristiana hasta la
lejana España, sin ahorrarse penas y dolores en su esfuerzo evangelizador.
Tanto, que según la tradición fue necesario que la misma Virgen santísima se le
apareciera en el Pilar de Zaragoza para darle fuerzas y garantizarle su
intercesión para la misión apostólica. Las fuentes históricas dicen que al
regresar a Jerusalén sería el primer apóstol en encontrar el martirio, en
compartir el bautismo del Señor. Es lo que se lee en la primera lectura de la
Misa, en un escueto relato de los Hechos de los Apóstoles (12,1-2): En aquel
tiempo prendió el rey Herodes (Agripa I) a algunos de la Iglesia para
maltratarlos. Dio muerte por la espada a Santiago, hermano de Juan.
Pidamos a la Virgen Santísima, Madre de la
Iglesia, que nos ayude a superar la ambición de ocupar los primeros lugares en
el reino: que nos alcance del Señor la fuerza para beber el cáliz y recibir el
bautismo de Cristo, aceptando la invitación a ser corredentores con Él. De ese
modo se cumplirá lo que pedimos en la oración colecta de la Misa: «Dios
todopoderoso y eterno, que consagraste los primeros trabajos de los apóstoles
con la sangre de Santiago, haz que, por su martirio, sea fortalecida tu Iglesia
y, por su patrocinio, tu pueblo se mantenga fiel a Cristo hasta el final de los
tiempos».
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