El capítulo décimo del
Evangelio de San Juan proclama a Jesucristo como el Buen Pastor. Por eso se lee
durante los cuartos domingos del tiempo de Pascua, repartido durante los tres
años. Es un día en que se acostumbra rezar por los sacerdotes y que anima a la
esperanza porque, como pide la oración colecta de la Misa, la Iglesia está
segura de que el Señor guiará a sus fieles a la felicidad eterna del Reino,
para que «el débil rebaño de tu Hijo pueda llegar seguro a donde ya está su
Pastor resucitado».
En el Antiguo
Testamento, la figura del pastor era muy común: los pequeños ganaderos y sus
hijos se encargaban de estas faenas, pero también alquilaban los servicios de
personas a las que pagaban con dinero o con una parte de los productos del
rebaño. Además de buscar pastos y abrevaderos por esas difíciles zonas, los
pastores tenían que cuidar las ovejas de las fieras y de los ladrones. En
el Éxodo estaba legislada la indemnización por los animales robados. Y si una
fiera atacaba al rebaño, el pastor debía mostrar trozos del animal como prueba.
Sin embargo, pienso que en esa legislación quedaba escondido un peligro: un
pastor perezoso podía dejar que el lobo atacara las ovejas... le bastaba
después recuperar algunos trozos de cada una y él quedaba absuelto.
En el Antiguo
Testamento es frecuente asimilar el rey a un pastor: David lo era antes de ser
elegido, y Jeremías lo aplicó a los reyes de Judá, diciendo que eran malos
pastores por no haber cumplido con su misión. Pero lo más importante es que en
Ezequiel y en Zacarías el Señor promete que Él mismo se convertirá en pastor de
su pueblo y anuncia un nuevo título para el futuro mesías, descendiente de
David: será además un buen pastor: Y
sabrán que Yo soy (ego eimi) el Señor
su Dios y que ellos son mi pueblo. Vosotros sois mis ovejas, las ovejas que yo
apaciento, y yo soy vuestro Dios (Ez 34,30-31).
Desde luego, también
está de fondo el Salmo 23: El Señor es mi
pastor, nada me falta. En verdes praderas me hace reposar; me conduce hacia fuentes
tranquilas; repara mis fuerzas, me conduce por sendas rectas por honor de su
Nombre. Con estas palabras podemos agradecer a Dios por ser nuestro buen
pastor, por su doctrina, su palabra, que nos guía en senderos derechos, que nos
garantizan la felicidad y nos ayudan a superar las tentaciones, los cantos de
sirena que quieren apartarnos del camino: aunque
pase por valles oscuros, nada temo, porque Tú estás conmigo; tu vara y tu
cayado me sosiegan.
Este salmo muestra
además otra vertiente del pastoreo divino, que es su presencia en la liturgia: Preparas una mesa para mí frente a mis
adversarios. Unges mi cabeza con óleo perfumado, mi copa rebosa. Tu bondad y
misericordia me acompañan todos los días de mi vida; y habitaré en la Casa del
Señor por dilatados días.
Precisamente en el
Templo, en la Casa del Señor, es donde san Juan ubica el discurso de Jesús sobre
el Buen Pastor. El capítulo décimo del cuarto evangelio comienza con el símil
de la puerta, una figura muy utilizada para indicar la única vía de entrada al corral
en que se reunían las ovejas: el que no
entra por la puerta del redil de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése
es un ladrón y un salteador. Pero el que entra por la puerta es pastor de las
ovejas. A éste le abre el portero y las ovejas atienden a su voz, llama a sus
propias ovejas por su nombre y las conduce fuera. Cuando las ha sacado todas,
va delante de ellas y las ovejas le siguen porque conocen su voz. Pero a un
extraño no le seguirán, sino que huirán de él porque no conocen la voz de los
extraños.
Jesús enseña que Él es
la puerta por la que entran las ovejas al aprisco, al verdadero Templo. Y que
su Padre es el guardián de la puerta, que atrae a todos los creyentes hacia el
Corazón de su Hijo. En la convocatoria para el Año de la fe, Benedicto XVI
utilizó la misma imagen de la puerta, citando las palabras con las que San Pablo
resumía su apostolado: contaron todo lo
que el Señor había hecho por mediación de ellos y cómo había abierto a los
gentiles la puerta de la fe (cf. Hch 14, 27). El papa
alemán decía que esa «puerta de la fe,
que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su
Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la
Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la
vida». Es dejarse pastorear por el Buen Pastor, conducirse por sendas rectas por honor de su Nombre, alimentarse
con la mesa y la copa preparadas por Él, dejarse plasmar y transformar por su
gracia.
Después de la imagen
de la puerta, Jesús proclama abiertamente que en Él se cumple la profecía de
Ezequiel: Yo soy el buen pastor. El buen
pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que
no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye ―y el lobo las arrebata y las dispersa―, porque es asalariado y no le importan las
ovejas. El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, dice
que en ella se cumplen ambas figuras: «La Iglesia, en efecto, es el redil cuya
puerta única y necesaria es Cristo. Es también el rebaño cuyo pastor será el
mismo Dios, como Él mismo anunció. Aunque son pastores humanos quienes
gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y
alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores, que dio su vida por las
ovejas» (LG, 6).
El primitivo arte
cristiano utilizó la figura del pastor para representar a Cristo. Un ejemplo de
esa costumbre es la imagen del siglo III que adorna al Catecismo de la Iglesia.
En ella se ve «a Cristo buen pastor, que con su autoridad (el cayado) conduce y
protege a sus fieles (la oveja), la atrae con la melodiosa sinfonía de la
verdad (la flauta) y la hace reposar a la sombra del árbol de la vida, su cruz
redentora, que abre el paraíso».
Jesús es el Buen (kalos) Pastor. Y lo es no solo porque
cumple técnicamente bien su papel, sino porque en Él se cumplen las acepciones
de la palabra griega que usa el Evangelio: noble, bello, bueno, ideal,
auténtico, verdadero y genuino. Estas características se notan en que conoce a sus ovejas y ellas lo conocen: Yo soy el buen pastor, conozco las mías y
las mías me conocen. También este verbo tiene muchas connotaciones, más
allá del simple reconocer a alguien: «abarca un vasto arco de experiencias que
van del intelecto al corazón, de la compresión al amor, del afecto a la acción.
Por algo es, como se sabe, el verbo para indicar la profunda relación de amor
de una pareja» (Ravasi).
Esta bondad y
conocimiento se concretan en el sentido último del pastoreo de Cristo: dar
la vida por sus ovejas. No solo por las ovejas del pueblo de Israel, sino por
todas las almas, también por cada uno de nosotros: Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es
necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo
pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo.
Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y
tengo potestad para recuperarla. Este es el mandato que he recibido de mi Padre.
Podemos pensar qué
tipo de ovejas somos: si nos dejamos pastorear por la palabra de verdad del
Señor, si nos esforzamos por ser dóciles a sus enseñanzas, que nos llegan en la
oración, en la Palabra, en la liturgia, en la predicación, en la confesión, en
la dirección espiritual, también a través de los consejos que nos dan las
personas cercanas en la familia, en el trabajo...
Y aprovechar este
examen para ver si nosotros también somos buenos pastores de las ovejas que
tenemos a nuestro cargo: parientes, amigos, colegas, necesitan que les
transmitamos lo que el Señor nos enseña, dónde están los malos pastos, las
fieras, los peligros. También, con nuestro ejemplo, debemos enseñar que la
felicidad está en dejarse pastorear por el Pastor resucitado, en acudir a la
fuente donde se encuentra esa relación íntima: en los sacramentos y en la
oración personal, escuchando su Palabra.
Más adelante, Juan sitúa
las palabras de Jesús en el contexto de la fiesta de la Dedicación del Templo
hecha en desagravio por la profanación de Antíoco Epifanes: Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y
me siguen. Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las
arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos; y nadie
puede arrebatarlas de la mano del Padre.
Jesús se revela como
el Hijo de Dios, igual al Padre. En adelante, será el único medio para
encontrarse con el Señor. Ya no hará falta el Templo en el que está hablando, porque Él mismo es la presencia de
Dios en el mundo. Las reacciones antes estas palabras son diversas: de fe, en
unos; en las buenas ovejas, a las que Él conoce y ellas le siguen. En otros,
sucede lo que a algunos teólogos contemporáneos, que se empeñan en negar la
divinidad de Jesucristo, a pesar de la rotundidad de pasajes como el que
estamos viendo: Yo y el Padre somos uno.
Pidamos a la Santísima
Virgen, divina Pastora, que también nosotros podamos decir que ―con su ayuda―
nos hemos esforzado por ser buenas ovejas, que escuchan con docilidad la
palabra del Pastor y la ponen en práctica, y también buenos pastores que
conducen las ovejas hacia fuentes tranquilas, hasta el lugar «donde ya está su
Pastor resucitado».
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