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Mar adentro


Celebramos hoy el quinto domingo del tiempo ordinario. Seguimos considerando los inicios del Evangelio de San Lucas. Al comienzo, narra los inicios del apostolado del Señor en Galilea: el anuncio del cumplimiento de las Escrituras en la sinagoga, la predicación –el Discurso del Llano y las Parábolas del Reino- que confirma con milagros. Desde muy temprano en su narración, Lucas presenta la elección de los discípulos, como veremos hoy (5,1-11).

Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. «Vamos a acompañar a Cristo en esta pesca divina. Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios. ¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros -sin culpa de su parte- no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor» (San Josemaría, Amigos de Dios, n. 260).

Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Estaban cansados, en la última faena antes de retirarse a gozar de un merecido descanso, más necesario si ―como era el caso― todos los esfuerzos habían resultado infructuosos. Aquellos hombres ven cómo se dirige a ellos un predicador itinerante y hace una operación inesperada: Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.

¡Cómo te metes en nuestra vida, Señor! Casi sin dar tiempo a que Pedro reaccione ―conocemos su impetuosidad por otros pasajes― y te adueñas de su barca. Será la primera petición de muchas otras que llegarán hasta dar la vida en Roma. Todo comenzó con una subida a la barca, más la petición de apartarla un poco de tierra. Mientras el Señor hablaba, quizás el Espíritu Santo le hacía sonar en sus oídos las profecías del Antiguo Testamento: Y serán enseñados por Dios.

Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón: —Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. «Es Cristo el amo de la barca; es Él quien prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre. El apostolado cristiano no lo hemos inventado nosotros. Los hombres, si acaso, lo obstaculizamos: con nuestra torpeza, con nuestra falta de fe» (Ibidem).

¡Mar adentro!, Duc in altum! Estas palabras del Señor fueron la consigna que escogió el Beato Juan Pablo II para la Iglesia del siglo XXI y pueden aplicarse especialmente a nosotros durante este Año de la Fe: «Al comienzo del nuevo milenio, mientras (...) se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a "remar mar adentro" para pescar: Duc in altum (Lc 5, 4)» (Beato Juan Pablo II, Novo millennio ineunte).

Simón quiere obedecer, pero antes plantea las dificultades objetivas: —Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada. Ellos eran pescadores, conocían muy bien las peculiaridades de la faena mucho más que el artesano de Nazaret. «La contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y, precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar de día? Pero Pedro tiene fe: Pero sobre tu palabra echaré las redes. Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la Palabra del Señor. ¿Qué sucede entonces?» (San Josemaría Escrivá, cit.)

Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Los apóstoles aprenden, desde el primer momento, que no pueden confiar en sus propias fuerzas, en su experiencia, en su sabiduría. Por ese camino, las redes quedarán vacías. En cambio, si tenemos fe en el Capitán de la barca, en el nombre de Cristo, los frutos desbordarán nuestros sueños.

Pedro es ejemplar en este pasaje. En primer lugar, por la fe que le lleva a guiar la barca mar adentro y pescar cantidades ingentes de peces. Después, para manifestar con humildad que era indigno de la llamada: Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: —Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. «Jesús, al salir a la mar con sus discípulos, no miraba sólo a esta pesca. Por eso, cuando Pedro se arroja a sus pies y confiesa con humildad: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador, Nuestro Señor responde: no temas, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y en esa nueva pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias» (Ibidem).

Acudamos a la Virgen Santísima para que nos ayude a tener una fe como la de Pedro, que nos lleve a obedecer los planes maravillosos que el Señor puede plantearnos. Y una humildad como la de los discípulos, para reconocer que sin Él nada podemos. Y una docilidad que nos lleve a responder con la vida entera, como termina la escena: Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.

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