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Las bodas de Caná


El tiempo ordinario comienza rememorando el Bautismo del Señor y, el siguiente domingo, las bodas de Caná. Es una costumbre muy antigua relacionar estas dos manifestaciones de Jesús con la Epifanía, para celebrar la autorrevelación del Señor a todas las naciones. El segundo domingo del tiempo ordinario considera el primer milagro de Jesús: Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. Tradicionalmente se considera que Jesús, con su presencia en estas bodas, eleva al nivel de sacramento la unión natural del hombre y la mujer instituida por Dios en las primeras páginas del Génesis.

También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Acaban de empezar a seguirlo, apenas están conociéndolo. Suponen que es un grande, pues Juan Bautista ―maestro de algunos de ellos― les había dicho que era el Cordero de Dios. Desde entonces empezaron a ir detrás de Él, pero con las lógicas dudas de los comienzos.

La fiesta hierbe en el alboroto de la alegría, el baile, las conversaciones en voz alta entre tantos viejos conocidos y los familiares llegados para el evento. Sin embargo, pocas personas se dan cuenta de una crisis que se está gestando, un dolor que padecen los más íntimos de la familia: los invitados superaron las expectativas en cuanto al número, o están consumiendo más de lo previsto, por lo cual se cierne sobre los esposos y sus familias la amenaza del oprobio público, pasar a la historia del pueblo como el matrimonio fallido, quizás premonitorio de una vida conyugal frustrada. Nadie se da cuenta, pues todos andan gozando de los festejos.

Solo María, atenta a las necesidades del prójimo, acierta a caer en la cuenta del problema en que se encuentran los anfitriones. Movida por el Espíritu Santo, se dirige a Jesús: Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo: —No tienen vino. Es una confianza maternal, un trato al que está acostumbrada. Solo que Ella sabe lo que está pidiendo. Es consciente de que está adelantando la hora del banquete de bodas del Cordero.

A muchas personas les suena dura la respuesta de su Hijo: Jesús le respondió: —Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora. No es una negativa, sino la exposición de un motivo sobrenatural: Jesús ha venido para cumplir la voluntad de su Padre, que todavía no se ha manifestado. Recordemos que San Juan divide su Evangelio en dos grandes libros: el libro de los signos, que estamos considerando; y el libro de la hora, que comienza con la última cena.  Es decir, la hora de Jesús es el momento de la redención. Al comienzo de su vida pública, todavía no le había llegado esa hora y por eso la aparente negativa de Jesús.

Todavía llama más la atención la actitud de María ante la respuesta de su Hijo: Dijo su madre a los sirvientes: —Haced lo que él os diga. Es impresionante imaginar lo que pasa por el interior de María, su relación íntima con el Padre y con su Hijo, que la lleva a reaccionar de esa manera. Nos hacemos cargo de lo que ha sucedido si miramos de nuevo a Jesús para ver cómo reacciona ante semejante “impertinencia” de María: Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo: —Llenad de agua las tinajas.

Uno esperaría que el Señor insistiera en su negativa o que hiciera caer vino del Cielo. O que aparecieran llenas de vino, como por ensalmo, las botellas vacías. Sin embargo, su actitud es diversa: pide que llenen de agua unas tinajas. Quizás nosotros responderíamos enojados: ¿quién quiere agua? El problema es de vino. Podrías mandarnos a comprar al otro pueblo, pero no a dilapidar el tiempo con juegos de niños. ¡Llenar de agua unas tinajas cuando lo que falta es vino!

No sabemos si movidos por la persuasión maternal de María o por el poder mesiánico de Jesús, aquellos hombres reaccionan con obediencia pronta, generosa: Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: —Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala.

Continúan las órdenes inusitadas y en apariencia erróneas: ¿qué va a pensar el maestresala cuando le presenten unas tinajas con agua? Casi podríamos decir que está en juego el puesto de los servidores. Sin embargo, grande es la fe de aquellos hombres, que así lo hicieron.

Ahora veremos los frutos de la obediencia de Jesús al Padre, que habló por boca de María. Y la obediencia de los sirvientes a Jesús, que le portaron unos quinientos litros de agua: Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía –aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían– llamó al esposo y le dijo:  —Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora.

Aquel esposo quedaría sorprendido ante el elogio inesperado –y, sobre todo, habría recuperado la tranquilidad, al ver la cantidad de vino de gran calidad, el vino que anuncia la llegada del Reino de Dios, el vino de las bodas definitivas de Dios con su pueblo-.     

Se cumplen las promesas de Isaías, que contemplamos en la primera lectura (Is 62,1-5), sobre el regocijo del marido con la esposa, figura del matrimonio de Dios con su Iglesia: te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor. Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi delicia», y a tu tierra «Desposada».

El Señor compara el amor que tiene por su pueblo con el de los jóvenes esposos. Ya nadie se sentirá desamparado ni solo, porque Dios ama a su gente con amor tierno y eficaz: Porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.

El pueblo debe responder correspondiendo a tanto amor, de un modo concreto: anunciando a todos los pueblos las maravillas del Señor, como enseña el Salmo 95: Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: "El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente."

San Juan concluye que así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria. Ha comenzado la vida pública del Mesías. Han llegado los tiempos mesiánicos. La conclusión tiene un añadido importante: y sus discípulos creyeron en él.

Para este año de la fe, nos servirá el pasaje de Caná como una escuela de fe: seguir a Cristo, obedecerle, confiar en Él. Y acudir a la Omnipotencia suplicante de María. Como observa San Alfonso María de Ligorio, «El corazón de María, que no puede menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera (...). Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran?

Y sus discípulos creyeron en él. Además, descubren el carácter familiar de la Encarnación, de la Iglesia: Después de esto bajó a Cafarnaún con su madre, sus hermanos y sus discípulos; y se quedaron allí unos días. Acudamos a la Virgen para que presente al Señor nuestras necesidades, nuestra falta de vino, de gracia, de santidad. Y para que nos recuerde en cada momento el mejor consejo maternal: Haced lo que Él os diga.

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