Después de tres domingos contemplando el capítulo sexto del
Evangelio de San Juan, llegamos hoy al núcleo de la homilía que predica Jesús
en la sinagoga de Cafarnaúm. Recordemos que, a lo largo de cincuenta
versículos, el Señor ha ido orientando su discurso hacia la verdad central que
quiere transmitir: Jesús se manifiesta como la Palabra que se encarnó para
enseñarnos el Camino, la Verdad y la Vida. Pero no solo eso: también está dispuesto a sacrificarse, a
entregarse en la Cruz para que podamos comulgar con Él en la Eucaristía.
Por eso comenzamos hoy nuestro comentario con estas palabras
clarísimas: Yo soy el pan vivo que ha
bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo
daré es mi carne para la vida del mundo. Esta
última afirmación equivale a la fórmula de consagración eucarística que aparece
en los evangelios sinópticos (esto es mi
cuerpo entregado por vosotros, este es el cáliz de mi sangre derramada por
muchos).
Yo soy el pan vivo. Pan
que da la vida. No solo la vida física, sino sobre todo la vida espiritual: la
relación con Dios. El pan que yo daré. Significa
que ese pan no se da gratuitamente. Entregarse tiene un costo. Y es el
valor más alto: la vida entera. Con estas palabras, Jesús manifiesta el
significado sacrificial de su vida y de la Eucaristía.
Poco tiempo después, Él entregará su cuerpo para que sea partido en el molino de la Cruz y de esa manera sirva como pan para el mundo. ¡Con qué amor te nos entregas, Señor! Ayúdanos a acoger la Cruz con esa misma generosidad, con esa alegría de saber que darte lo que nos pides, aunque nos cueste, es la mejor manera de encontrar nuestra felicidad y, sobre todo, de hacer más felices a los demás.
Poco tiempo después, Él entregará su cuerpo para que sea partido en el molino de la Cruz y de esa manera sirva como pan para el mundo. ¡Con qué amor te nos entregas, Señor! Ayúdanos a acoger la Cruz con esa misma generosidad, con esa alegría de saber que darte lo que nos pides, aunque nos cueste, es la mejor manera de encontrar nuestra felicidad y, sobre todo, de hacer más felices a los demás.
El pan que yo daré es
mi carne para la vida del mundo. Ese pan no es una metáfora. Es su propio
cuerpo, su carne partida y su sangre derramada. De hecho, en el arameo que
habló Jesús en la última cena, en lugar de cuerpo
se decía carne, para significar a la
persona entera. Probablemente esa fue la palabra que utilizó el Señor al
consagrar el pan. Como dice Ravasi, “volviendo a escuchar esa frase regresamos
plenamente al interior de esa sala “en el piso superior”, en aquella noche
llena de alegría y de temor, de tristeza y de esperanza, en donde Jesús nos
dejó –en el signo del pan y del vino- el memorial de su pascua y la realidad
viva de su presencia a través de los tiempos”.
Con esta revelación, uno esperaría una respuesta como la de algunos versículos atrás: ¡Danos siempre de ese pan! Sin embargo, la reacción de los judíos es distinta, pues se pusieron
a discutir entre ellos: —¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Con esta
exclamación se sale al encuentro de los que muchos siglos más adelante dirían que
la Eucaristía no es sacramento verdadero, sino simbólico. Si se hubiera tratado
de un símbolo, aquellos orientales, que tanto gustan de las alegorías, se
hubieran regocijado.
Sin embargo aquí no reaccionaron así, sino de modo diverso: se pusieron a discutir entre ellos: —¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Es el escándalo de la predicación de Jesús. Para ahondar más en el realismo de estas palabras, vale la pena apuntar que más adelante, en el v.54, el Evangelio de Juan utilizará el verbo trogein, masticar, que solo utilizará una vez más, en la última cena.
Sin embargo aquí no reaccionaron así, sino de modo diverso: se pusieron a discutir entre ellos: —¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Es el escándalo de la predicación de Jesús. Para ahondar más en el realismo de estas palabras, vale la pena apuntar que más adelante, en el v.54, el Evangelio de Juan utilizará el verbo trogein, masticar, que solo utilizará una vez más, en la última cena.
Jesús les dijo: —En
verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no
bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Una vez más se reafirma que
la Eucaristía es el Pan de vida. A través de ella nos llega la Gracia
sacramental, que alimenta nuestra vida espiritual, promueve nuestra relación
con Dios y con los hombres. Sostiene nuestra vida, para que la llevemos al
mundo. Estas palabras también explican la necesidad del sacramento eucarístico,
que no solo es útil, sino ineludible: si
no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida
en vosotros. No es para unos pocos privilegiados, todos lo necesitamos.
Esta es la justificación del precepto que invita a
participar en la Eucaristía todos los domingos. A una persona con fe le hace
falta asistir con más frecuencia a la Misa, incluso a diario. Tenemos un ejemplo en los 49 mártires de Abitene (Túnez), que fueron arrestados por celebrar la Eucaristía contra los edictos del Emperador. Es famosa la respuesta de uno de ellos cuando le preguntaron por qué lo habían hecho: "sine dominico non possumus", no podemos vivir sin la Misa dominical, sin recibir al Señor.
Inspirado en ese evento, Benedicto XVI explicaba: «Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de Él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana» (Homilía, 29-V-2005).
Inspirado en ese evento, Benedicto XVI explicaba: «Necesitamos este pan para afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de Él, que es el Señor de la vida. Por tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana» (Homilía, 29-V-2005).
Además, no se trata solamente de la vida terrenal: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene
vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. La Eucaristía es el pan
de vida eterna, la “prenda de la gloria futura”, como veíamos el domingo
pasado. No es pequeña la promesa de Jesús: quien comulga con las condiciones
requeridas tiene la resurrección garantizada. Mantendrá la unión con Jesucristo
para siempre. Como dice el Beato Juan Pablo II, «El sacrificio eucarístico no
sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también
el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio» (EE, 14).
Éste es el pan que ha
bajado del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come
este pan vivirá eternamente. En el pasaje anterior se nos hablaba de la fe
como condición para la vida eterna. Ahora se precisa aún más: se trata de tener
fe en la eucaristía. Es darse cuenta de que en este sacramento se cumplen las
palabras del libro de los Proverbios (Pr 9,1-6), la invitación de la sabiduría
a participar del banquete que ella misma ha preparado: la Sabiduría se ha construido su casa, ha preparado el banquete, mezclado
el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien en
los puntos que dominan la ciudad: “Venid a comer de mi pan y a beber el vino
que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la
prudencia”.
San Agustín enseñaba que la riqueza de este alimento radica
en que quien lo come se transforma en lo comido, al contrario de la comida
habitual: «Soy el manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí» (Confesiones, VII,10,16). Jesucristo nos asume a nosotros, mientras le recibimos en la
comunión. Se da una “mutua inmanencia”: Porque
mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi
carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Si en los demás sacramentos recibimos la gracia, en la Eucaristía recibimos al mismo autor de la gracia, con toda la fuerza de su amor que le llevó a morir en la Cruz y a quedarse en ese sacramento de caridad, que nos permite entrar en comunión con Él. Esa donación infinita exige de nuestra parte el pequeño esfuerzo de la acogida.
Si en los demás sacramentos recibimos la gracia, en la Eucaristía recibimos al mismo autor de la gracia, con toda la fuerza de su amor que le llevó a morir en la Cruz y a quedarse en ese sacramento de caridad, que nos permite entrar en comunión con Él. Esa donación infinita exige de nuestra parte el pequeño esfuerzo de la acogida.
Es el misterio de un Dios que nos pide aceptar su amistad,
dejarnos querer por Él, entrar en la riqueza de su intimidad divina: Igual que el Padre que me envió vive y yo
vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Entrar en ese amor
de amistad significa vivir por Dios: por Jesús, por el Padre, por el Espíritu
Santo. No por nosotros mismos, por nuestras propias fuerzas.
El amor exige el trato frecuente, recibirlo y dialogar con
Él en el Pan y en la Palabra: «Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si
nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es
posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo
nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra,
alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a
enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él» (San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n.118)
Terminemos acudiendo a la Virgen Santísima, mujer
eucarística. Nos pueden servir unas palabras de la Encíclica Ecclesia de Eucaristia (n.57), que aluden al testamento de Jesús en la Cruz, Ahí tienes a tu Madre. Dice el Beato Juan Pablo II: «María
está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras
celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio
inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía».
Madre nuestra: ayúdanos a recibir a tu Hijo, Pan de vida, como lo recibiste Tú. Y que nunca lo rechacemos de nuestra alma con el pecado. Que la segura confianza para nuestra vida, la esperanza de nuestro corazón, sean las palabras que hoy escuchamos en el Evangelio: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Madre nuestra: ayúdanos a recibir a tu Hijo, Pan de vida, como lo recibiste Tú. Y que nunca lo rechacemos de nuestra alma con el pecado. Que la segura confianza para nuestra vida, la esperanza de nuestro corazón, sean las palabras que hoy escuchamos en el Evangelio: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
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