Después
de la multiplicación de los cinco panes y los dos peces, Jesús se dirige a
Cafarnaún huyendo de la multitud, que estaba dispuesta a hacerlo rey temporal
de sus aspiraciones políticas. Cuando la multitud vio que ni
Jesús ni sus discípulos estaban allí, subieron a las barcas y fueron a
Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle en la otra orilla
del mar, le preguntaron: —Maestro,
¿cuándo has llegado aquí?
Jesús les respondió: —En verdad, en verdad os digo que vosotros me
buscáis no por haber visto los signos, sino porque habéis comido los panes y os
habéis saciado. Obrad no
por el alimento que se consume sino por el que perdura hasta la vida eterna, el
que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó Dios Padre con su
sello.
Estamos en la sinagoga de Cafarnaún, como
explicará Juan al final de este discurso (v.59). El Señor confronta las
aspiraciones materiales de aquella muchedumbre y les invita a levantar la
mirada, a darse cuenta de las maravillas que Dios está obrando y de las que
ellos son testigos: están viendo al Hijo del Hombre que ha sido confirmado por
el Padre.
Aquellas personas se sientes interpeladas
por las palabras del Maestro y quieren profundizar en las consecuencias de su
enseñanza: Ellos le preguntaron: —¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?, ¿Cómo obrar por el alimento eterno?, ¿cómo
hacer la obra de Dios? Son interrogantes que siempre debemos hacernos, pues nos
señalan el camino para dar sentido a nuestra vida.
Jesús no se hace rogar y responde con
claridad meridiana: —Ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha
enviado. Fe, esa es la clave: que creáis. Así lo resume la Porta Fidei, el documento de
preparación para el Año de la fe: “Creer
en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a
la salvación”.
En teología se estudia que la fe “es, ante
todo, un acto religioso del hombre entero. Todo el hombre queda internamente
afectado en todas y cada una de sus potencias, y se entrega del todo
intencionalmente en el acto de fe. La fe entonces es absoluta, porque
asiente a la verdad de Dios por ser él quien es. Una fe de este tipo sólo la
puede pedir estrictamente Dios, y sólo se puede dirigir hacia Dios. De ahí
proviene la adhesión y el compromiso de la fe que afectan al
creyente en su totalidad. Esta adhesión conduce a un abandono filial, a una
relación interpersonal más íntima, que es la filiación sobrenatural” (C. Izquierdo, Diccionario de Teología).
Quizá brota espontáneo en nuestro corazón,
al ver cuánto nos falta la fe, pedirle al Señor que nos conceda esta virtud,
que nos la aumente: Domine, adauge nobis fidem! Señor, aúmentanos la fe.
También podemos ejercitarla con otra jaculatoria, que pronunció el apóstol
Tomás después de palpar las llagas de Cristo: Dominus meus et Deus meus!, ¡Señor mío y Dios mío!
Benedicto XVI comenta la respuesta del
Señor en su libro sobre Jesús de Nazaret: “Los que escuchan están dispuestos a
trabajar, a actuar, a hacer “obras” para recibir ese pan; pero no se puede “ganar”
sólo mediante el trabajo humano, mediante el propio esfuerzo. Únicamente puede
llegar a nosotros como don de Dios, como obra de Dios: toda la teología paulina
está presente en este diálogo. La realidad más alta y esencial no la podemos
conseguir por nosotros mismos; tenemos que dejar que se nos conceda”.
Aquellos hombres, sin embargo, no
reaccionan con la fe que espera el Señor. Le dijeron: —¿Y qué signo haces tú, para que lo veamos y te
creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron en el desierto
el maná, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo. Los
judíos le recuerdan al Señor el milagro del maná, que narra el Éxodo (16,2-15).
Acababa de darse una asonada en el campamento contra Moisés, pues el pueblo estaba
exhausto y sin nada para comer:
El Señor dijo a Moisés: –Yo haré llover pan del cielo: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día. Diles: “Hacia el crepúsculo comeréis carne, por la mañana os saciaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor, vuestro Dios”. Por la tarde, una bandada de codornices cubrió todo el campamento; por la mañana, había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, parecido a la escarcha. Al verlo, los israelitas se dijeron: –¿Qué es esto? (en hebreo, man hu; traducido al griego como maná), pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: –Es el pan que el Señor os da de comer.
El Señor dijo a Moisés: –Yo haré llover pan del cielo: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día. Diles: “Hacia el crepúsculo comeréis carne, por la mañana os saciaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor, vuestro Dios”. Por la tarde, una bandada de codornices cubrió todo el campamento; por la mañana, había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, parecido a la escarcha. Al verlo, los israelitas se dijeron: –¿Qué es esto? (en hebreo, man hu; traducido al griego como maná), pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: –Es el pan que el Señor os da de comer.
El
salmista celebra con regocijo este prodigio
(Sal 78): El Señor les dio pan del cielo, y el hombre comió el pan de los
fuertes. Sin embargo, ya en el Antiguo Testamento se hacía hincapié en que
lo importante de este milagro cotidiano no era el portento alimenticio, sino su
significado espiritual: así como el Señor envía el pan desde el cielo, así
también nos alimenta con su palabra, con sus exigencias. Se trata de comprender
que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra (o mandamiento) que
sale de la boca de Dios (Dt 8,3).
Cuando
el Maestro da de comer a la multitud en el lago de Tiberíades se muestra como
el nuevo Moisés. Es la idea central del libro de Benedicto XVI sobre Jesús de
Nazaret. Por eso ahora el Señor insiste en que Moisés
no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo.
Porque el pan de Dios
es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo.
Jesús les hace ver que lo importante no es
el banquete mesiánico, los signos de credibilidad que Él puede realizar, y que
ellos mismos han visto, para demostrar su divinidad. De hecho, toda esta
primera parte del Evangelio de San Juan es llamada “el libro de los signos”,
pues son muchos los milagros allí relatados, desde la conversión del agua en
vino durante las bodas de Caná hasta la resurrección de Lázaro. Lo importante
no son los signos, sino la realidad significada: Jesús es el Pan
bajado del cielo. Esta afirmación es uno de los puntos fuertes del cuarto
Evangelio, que desde el prólogo resalta la Encarnación del Hijo de Dios: Y
el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.
Se
entiende que el pueblo suplique entonces, como la samaritana: —Señor, danos siempre de este pan. Jesús les respondió: —Yo soy el pan
de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá
nunca sed.
El Evangelio nos muestra que ese prodigio
de la Encarnación se continúa en la presencia de Jesús en la Eucaristía. En las
especies sacramentales, Dios mismo se nos ofrece como alimento espiritual, pan
de vida eterna. Como explica Mons. Echevarría, “con la participación en la
Santa Misa, con la Comunión y la prolongación eucarística en el Sagrario, el
cristiano descubre que la fe en su Señor configura una alianza personal con Él.
Experimenta en su propia vida que, al creer en Jesús, Él se ha convertido en
alguien que está a su lado, que actúa de su parte y le representa: que vive de
Él y por eso, puede y debe hablar en su nombre” (Eucaristía y vida cristiana).
Por
ese motivo escribía el Beato John Henry Newman en una de sus cartas, desde una casa a la que acababa de trasladarse: “ahora escribo
desde una habitación al lado de la capilla. Es una bendición incomprensible
tener la presencia de Cristo en casa, en las paredes, consume cualquier otro
privilegio y destruye, o debe destruir, cualquier dolor. Saber que Él está
cerca, poder hablar con Él una y otra vez durante el día” (Ker I.
John Henry Newman, 333).
Concretemos
algunos propósitos para esta semana, que nos ayuden a hablar con Él una y
otra vez durante el día: visitarlo con frecuencia en el Sagrario, levantar
nuestro corazón al Señor en medio del trabajo, hacer un rato de oración frente
a Jesús sacramentado diariamente y, desde luego, comulgar con frecuencia,
también entre semana. Así experimentaremos la presencia cercana de nuestro
mejor Amigo y desearemos hablar de Él a nuestros compañeros. Como los judíos,
diremos con toda el alma: Señor, danos siempre de este pan.
También podemos seguir el consejo de San Josemaría: “Dile al Señor que, en lo sucesivo, cada vez que celebres o asistas a la Santa Misa, y administres o recibas el Sacramento Eucarístico, lo harás con una fe grande, con un amor que queme, como si fuera la última vez de tu vida. -Y duélete, por tus negligencias pasadas” (Forja, n.829).
También podemos seguir el consejo de San Josemaría: “Dile al Señor que, en lo sucesivo, cada vez que celebres o asistas a la Santa Misa, y administres o recibas el Sacramento Eucarístico, lo harás con una fe grande, con un amor que queme, como si fuera la última vez de tu vida. -Y duélete, por tus negligencias pasadas” (Forja, n.829).
Acudamos a la intercesión de la Virgen
María, Mujer eucarística, para que nos alcance la gracia de aumentar
nuestra fe y específicamente la fe en la Eucaristía. De esa manera se harán
realidad en nuestra vida las palabras de Jesús: Yo soy
el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no
tendrá nunca sed.
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