Continuamos con el capítulo sexto del Evangelio de San Juan.
La escena se desarrolla en la sinagoga de Cafarnaún, estamos en medio de una
homilía predicada por Jesucristo, que podría llamarse «el sermón del Pan de
vida».
Después de la revelación que contemplamos la semana pasada,
en la que el Señor les declaraba a sus oyentes que Él mismo era la Palabra
anunciada en el Antiguo Testamento, los
judíos, entonces, comenzaron a murmurar de él por haber dicho: «Yo soy el pan
que ha bajado del cielo».
Este verbo, murmurar, inicia el diálogo que consideramos
hoy. Se remonta a la murmuración del pueblo hebreo en contra de Moisés, en la
peregrinación por el desierto. Ahora, Jesús —nuevo
Moisés— queda expuesto a idéntico
escepticismo. Y decían: —¿No es éste
Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo es
que ahora dice: «He bajado del cielo»?
Una vez más, la gente se pregunta cómo puede ser el Mesías
un hombre al que conocieron de niño. Sin embargo, Jesús no entra en esa
discusión, sino que los invita a elevar la mirada, a creer que se están
cumpliendo las profecías: Respondió Jesús
y les dijo: —No murmuréis entre vosotros. Nadie puede venir a mí si no le atrae
el Padre que me ha enviado, y yo le resucitaré en el último día.
Aquí aparece una peculiar acción de Dios: la atracción. El
Padre atrae al seguidor de su Hijo. Esta promesa será más explícita unos
capítulos más adelante (12,32): Y yo,
cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Tenemos una
particular interpretación de estas palabras en la experiencia mística de San
Josemaría: «Y comprendí que serían los hombres y mujeres de Dios, quienes
levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda
actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas» (Apuntes íntimos, n.217).
Unos años después, explicaría las consecuencias apostólicas
y eucarísticas de esa atracción divina: «Jesús nos urge. Quiere que se le alce
de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas,
para atraer a sí todas las cosas (...)
Mas, para cumplir esta voluntad de nuestro Rey Cristo, es menester que
tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía, ¡viriles!, almas de
oración... haciendo que se repita muchas veces por quienes os tratan en el
ejercicio de vuestras profesiones y en vuestra actuación social, aquel
comentario de Cleofás y de su compañero de Emaús: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras
nos hablaba por el camino? (Lc 24,32)» (Instrucción,
1-IV-1934, Citado por Rodríguez, P. (1991). Omnia traham ad meipsum. Romana, 13, 331).
Es lo que el Señor explicita en la continuación de su
homilía en la sinagoga: Está escrito en
los Profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Todo el que ha escuchado al que
viene del Padre, y ha aprendido, viene a mí. No es que alguien haya visto al
Padre, sino que aquel que procede de Dios, ése ha visto al Padre.
Jesús insiste en que el hecho más importante de la peregrinación del pueblo hebreo por el desierto no fue el milagro del maná, sino la promesa de ser educados directamente por Dios mismo. Y les hace ver que allí, en ese momento, se está cumpliendo la profecía: aquellos hombres entonces —como nosotros ahora— estaban viendo la Palabra encarnada, estaban escuchando el Verbo de la vida, eran enseñados por Dios, por el Hijo que de Él procede, que es el único que lo ha visto.
Jesús insiste en que el hecho más importante de la peregrinación del pueblo hebreo por el desierto no fue el milagro del maná, sino la promesa de ser educados directamente por Dios mismo. Y les hace ver que allí, en ese momento, se está cumpliendo la profecía: aquellos hombres entonces —como nosotros ahora— estaban viendo la Palabra encarnada, estaban escuchando el Verbo de la vida, eran enseñados por Dios, por el Hijo que de Él procede, que es el único que lo ha visto.
En verdad, en verdad
os digo que el que cree tiene vida eterna. Con estas palabras entramos en
una iluminación ulterior sobre el misterio de Cristo. No solo nos enseña, sino
que nos da la vida eterna. Solo hay una condición, creer. Es una reduplicación
de lo que había dicho poco antes: Ésta es la obra de Dios: que creáis en
quien Él ha enviado.
La fe que Jesús nos pide es creer en Él. En su palabra, en
su presencia eucarística: Yo soy el pan
de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Éste es el
pan que baja del cielo, para que si alguien lo come no muera. Por eso
insiste en la diferencia que hay entre el portento de Moisés y el cumplimiento
de la Nueva Alianza: el pan del desierto era pasajero, el pan del cielo es pan
de vida eterna.
Esta es la dimensión escatológica de la Eucaristía, que no
solo mira al pasado y al presente, sino también hacia el futuro. Así lo canta
un himno litúrgico: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se
celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la
prenda de la gloria futura!».
El compendio del Catecismo (n.294) explica por qué se llama
«prenda de la gloria futura» a la Eucaristía: «porque nos colma de toda gracia
y bendición del cielo, nos fortalece en la peregrinación de nuestra vida
terrena y nos hace desear la vida eterna, uniéndonos a Cristo sentado a la
derecha del Padre, a la Iglesia del cielo, a la Santísima Virgen y a todos los
santos».
Nos fortalece en la peregrinación terrena. Es una realidad que estaba prefigurada en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, en el primer libro de los Reyes (19,4-8) se cuenta la historia de Elías, que estaba huyendo del rey idólatra Ajab y de su esposa Jezabel a través del desierto, después de su triunfo sobre los profetas de Baal. Tras un buen tiempo de carrera, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte. (…) Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: —¡Levántate, come! Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar.
Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: —¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios (el mismo Sinaí, donde el Señor había hablado con Moisés). Por eso el Salmo 34 invita a agradecer a Dios y a pregustar de un alimento tan admirable: Gustad y ved cuán suave es el Señor.
Nos fortalece en la peregrinación terrena. Es una realidad que estaba prefigurada en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, en el primer libro de los Reyes (19,4-8) se cuenta la historia de Elías, que estaba huyendo del rey idólatra Ajab y de su esposa Jezabel a través del desierto, después de su triunfo sobre los profetas de Baal. Tras un buen tiempo de carrera, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte. (…) Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: —¡Levántate, come! Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar.
Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: —¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios (el mismo Sinaí, donde el Señor había hablado con Moisés). Por eso el Salmo 34 invita a agradecer a Dios y a pregustar de un alimento tan admirable: Gustad y ved cuán suave es el Señor.
Ese pan de ángeles le dio fuerza a Elías para recorrer cuarenta días. ¡Cuánta fuerza nos dará el Pan del cielo, la Eucaristía, si lo recibimos con las debidas disposiciones! Aprendamos a buscar a Jesús en el Sagrario, en la Escritura. Decidámonos a alimentarnos de ese pan vivo que da la vida al mundo.
Por eso en cada Misa proclamamos este misterio
inmediatamente después de la Consagración: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven,
Señor Jesús! Como enseña Benedicto XVI, «especialmente en la liturgia
eucarística se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se
encamina todo hombre y toda la creación» (Sacramentum caritatis, n.30).
Yo soy el pan vivo que
ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que
yo daré es mi carne para la vida del mundo. Son unas palabras que hablan
claramente de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. No cabe una
interpretación simbólica del verbo “comer”, que en realidad traduce “masticar”.
Jesús entrega, sacrifica su cuerpo, para darnos la vida eterna.
Una vez más acudamos a María, «modelo
insustituible de vida eucarística» (SCa, n.96), para que preparemos el año de la
fe como enseña el Papa Benedicto XVI, cuidando el amor a Jesucristo en el pan y
en la palabra: «Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la
Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y con el Pan de la vida,
ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos» (Porta fidei, n.3)
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