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La Visitación


El mes de mayo concluye con la fiesta de la Visitación de María a su prima Santa Isabel: Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel (Lc 1,39-56). 

El evangelista narra brevemente, casi quitando importancia, el desplazamiento de María. Se ahorra contar que es un viaje de unos tres días a lomo de mula, en los comienzos de un embarazo, con las incomodidades que conlleva (mareos, náuseas, etc.).

A pesar del relato parco –detrás del cual puede estar la humildad de María- hay un detalle que muestra la ejemplaridad de nuestra Madre: marchó deprisa. Recordamos que en la Anunciación el Ángel había dejado caer, como de pasada, el detalle del embarazo de la anciana prima: Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.

La Virgen podía tomarlo como una señal de la certeza de la vocación –Ella, que no había pedido ningún signo, al contrario que Zacarías-. Sin embargo, con su delicadeza descubre más bien una persona necesitada, en su sexto mes de embarazo, y no tiene problema en organizar viaje hasta Ain-Karim. La liturgia alaba este gesto como una respuesta dócil, como un gesto de amor en el que se complació el Señor. Docilidad al soplo del Espíritu y caridad con su prima.

Caridad, servicio. ¡En cuántas ocasiones es más fácil hacerse el de la vista gorda, dejar pasar una ocasión de servir! Es una tentación que nos puede aparecer varias veces en el mismo día: en la casa, en el transporte, en el trabajo, en el estudio, podemos ser delicados, caritativos, fraternos, pero tenemos que pedirte perdón, Señor, por nuestra falta de disponibilidad, de bondad, de mansedumbre; de amor, en una palabra.

Docilidad. El amor a las criaturas por parte de la Virgen es una consecuencia de su amor a Dios. Un amor que se manifiesta en obras: marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá. Acabamos de celebrar la fiesta de Pentecostés, y podemos acudir al Esposo de la Virgen con una oración de San Josemaría para que nos ayude a ser dóciles: “¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte”.

Volvamos a la casa de Isabel y Zacarías: Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno. La liturgia goza con esa presteza del Bautista nonnato y aprovecha para pedirle al Señor ese saber descubrir su presencia cercana en la Eucaristía: “así como Juan Bautista exultó de alegría al presentir a Cristo en el seno de la Virgen, haz que tu Iglesia lo perciba siempre vivo en este sacramento”.

Esta reacción intrauterina de Juan -en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno-  puede servirnos para nuestro examen, pues muchas veces dejamos pasar el sacramento de la presencia de Cristo sin acudir a Él con devoción, con piedad, con arrepentimiento. Aprendamos del ejemplo del Bautista a buscar al Señor, a consolarnos con su cercanía, a necesitar su compañía frecuente.

La primera lectura de la fiesta ambienta el aire de alegría que estamos considerando. Es del profeta Sofonías (3,14-18): ¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, alégrate y exulta de todo corazón! El Señor ha retirado las sentencias contra ti, ha alejado a tu enemigo. ¡El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti, no temerás ya ningún mal! El Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta.

Estas palabras, escritas siete siglos antes de los hechos que consideramos, se cumplen perfectamente en la Madre de Dios: ¡El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti! Así se lo había recordado el Ángel Gabriel en la Anunciación: El Señor es contigo. El Espíritu Santo te ha llenado de su gracia. No hay en ti ningún rastro de pecado. Por eso, el Catecismo (n. 2676) nos invita a pensar en este contexto cada vez que recemos el Avemaría: “Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo que El encuentra en ella (cf So 3,17b)”: Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta.

E Isabel quedó llena del Espíritu Santo. El evangelista médico habla con una naturalidad pasmosa de la acción de la Tercera Persona de la Trinidad. Lo pone en papel protagónico en esta fiesta mariana y cristológica. No olvidemos que es el mismo autor que narra el Pentecostés. También nosotros hemos sido llenos del Espíritu Santo en el Bautismo, en la Confirmación, en la Unción de Enfermos (otros, además, en la Consagración sacramental como clérigos). Podemos continuar, haciéndola nuestra, la oración al Paráclito que recitábamos antes: “¡Oh Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...”.

El Espíritu mueve a Isabel a exclamar en voz alta: —Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. El Catecismo sigue comentado: “Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. Llena del Espíritu Santo, Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María: Bienaventurada la que ha creído.  María es bendita entre todas las mujeres porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las "naciones de la tierra" (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre”.

Bendita entre las mujeres porque has creído. Isabel también es mujer de fe: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? La plenitud del Espíritu Santo la lleva a ver la madre de Dios en aquella muchachita embarazada que viene desde lejos a hacerle compañía. Es consciente de que no es fácil creer –ella, que ha padecido durante medio año la incredulidad de su esposo que ahora está sordo y mudo- y por eso añade: y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.

El Beato Juan Pablo II explica de modo maravilloso la “obediencia de la fe” de la Redemptoris Mater (n. 14): «Como Abrahán “esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4,18), así María, en el instante de la Anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen (...) creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel». Abrahán es nuestro Padre en la fe y María, la Madre del Verbo y la Madre de la fe, como la llama Benedicto XVI en la "Verbum Domini".

La respuesta de María es una página antológica de la Sagrada Escritura. Es el himno Magnificat: —Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava.  Gratitud. Humildad para reconocer los propios méritos como un don de Dios. Glorificar a Dios, ensalzarlo, proclamar sus maravillas y grandezas, ¡qué buena manera de emplear la vida! Por eso la Iglesia pide que “podamos, con María, cantar tus maravillas durante toda nuestra vida”. Y también: “que tu Iglesia te glorifique, Señor, por todas las maravillas que has hecho con tus hijos”.


En la Redemptoris Mater también comenta el Beato Juan Pablo II que «En estas sublimes palabras (...) se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre» (ibid. 36).


Ahora que termina el mes de María, hagamos el propósito de no apartar de nuestra vista el modelo de caridad, docilidad, fe, gratitud y humildad que nos ofrece la vista de nuestra Madre. Podemos tenerlo en cuenta cada vez que repitamos las palabras de Isabel: Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

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