La liturgia nos presenta un texto de Moisés en
el cuarto domingo del tiempo ordinario: el anuncio de la figura del profeta (Dt
18,15-20). Estos personajes, junto con los jueces, los reyes y los sacerdotes,
fueron las instituciones que guiaron al pueblo de Israel. En realidad, el primer
gran profeta fue Moisés mismo, quien hablaba en nombre de Dios y anunciaba el
significado de los sucesos históricos, también de los futuros, por lo cual los
israelitas tenían prohibido acudir a hechiceros de ningún tipo, pues con ellos
estaba el único Dios.
Pero en la exégesis de este pasaje se ha
visto otro anuncio mesiánico: el Señor,
tu Dios, suscitará un profeta como yo en medio de tus hermanos; a él lo escucharéis.
Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. En su libro
Jesús de Nazaret, el Papa Benedicto explicó varias veces estas palabras: hizo notar que al
final del Deuteronomio se dice con nostalgia que, a pesar de todo, no había
surgido en Israel otro profeta como Moisés. El pueblo iba madurando la idea de
que la llegada a la tierra prometida no lo era todo. Quedaba faltando ese nuevo
Moisés que hablara con Dios cara a cara (Dt 34,10).
El libro del Éxodo muestra que
la relación de Moisés con Dios tiene sus límites. Está cerca del Señor, pero no
puede ver su rostro: solo la espalda: Podrás ver mi espalda, pero mi rostro
no lo verás (Ex 33,23). Este hecho le da más fuerza a la promesa: el
último profeta, el nuevo Moisés, podrá ver lo que no logró el primero, verá a
Dios de verdad cara a cara. Hablará de lo que ha visto en plenitud, no por la
espalda. Quiere decir que la Alianza con ese nuevo Moisés será superior a la
del Sinaí. Esa sería la esperanza de Israel por muchos siglos…
Por eso se entiende la reacción del pueblo
de Cafarnaúm al ver predicar a Jesús en la sinagoga, al comienzo de su vida
pública (Mc 1,21-28): Entraron en Cafarnaúm y, en
cuanto llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Y se quedaron
admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no
como los escribas.
Jesús es el profeta que enseña con autoridad
la Palabra de Dios -Él mismo es el Verbo eterno-. Y confirma su predicación con obras:
con milagros, con curaciones, con exorcismos, como vemos en el mismo pasaje
evangélico: Se encontraba entonces en la
sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro, que comenzó a gritar: —¿Qué
tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién
eres: el Santo de Dios! Y Jesús le conminó: —¡Cállate, y sal de él! Entonces,
el espíritu impuro, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. Y se
quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos: — ¿Qué es
esto? Una enseñanza nueva con potestad.
Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen. Y su fama corrió pronto
por todas partes, en toda la región de Galilea”.
Idéntica reacción se verá más adelante, por
ejemplo después de la multiplicación de los panes: Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo (Jn 6,14). O tras el anuncio del agua de la vida, en la fiesta
de las Tiendas, cuando la gente dice: Este es de verdad el profeta (Jn 7,40).
Como saben los lectores de su libro, la tesis fundamental del papa teólogo es que Jesús es el nuevo Moisés, el profeta anunciado, que ve a Dios cara a cara. La fundamenta en el testimonio de San Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Jn 1,18). En Jesús, explica Benedicto XVI, se cumple con creces la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Quien ha venido es más que un profeta, es más que Moisés. Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre.
Como saben los lectores de su libro, la tesis fundamental del papa teólogo es que Jesús es el nuevo Moisés, el profeta anunciado, que ve a Dios cara a cara. La fundamenta en el testimonio de San Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (Jn 1,18). En Jesús, explica Benedicto XVI, se cumple con creces la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Quien ha venido es más que un profeta, es más que Moisés. Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre.
El papa alemán concluía su argumentación diciendo
que “solo quien es Dios, ve a Dios:
Jesús. El habla realmente a partir de la visión del Padre, a partir del diálogo
permanente con el Padre, un diálogo que es su vida. Si Moisés nos ha mostrado y
nos ha podido mostrar sólo la espalda de Dios, Jesús en cambio es la Palabra
que procede de Dios, de la contemplación viva, de la unidad con El”.
Decíamos antes que Jesús es el profeta que
enseña con autoridad la Palabra de Dios, porque Él mismo es el Verbo. Así
comienza la Carta a los hebreos: En
diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres
por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su
Hijo.
Pero la palabra de Jesús no queda anclada en
el pasado. Él continúa su magisterio a lo largo del tiempo: con su gracia en
las almas, hablando a cada una en la oración y con los sucesos de la vida. La
consideración de la jornada en Cafarnaúm que describe San Marcos no puede
quedarse en la admiración por el cumplimiento de la profecía o por la autoridad
con la que Cristo muestra su divinidad. Debemos darnos cuenta de que Jesús es
el profeta que el Padre nos envía a nosotros también hoy. Y hemos de escucharlo
con el cuidado y la docilidad con que lo atendían aquellos primeros seguidores
suyos.
El Señor nos dio ejemplo también en este
aspecto. Y vemos que en Él se cumple la palabra de Moisés, porque nos comunica
lo que escucha al Padre. Por eso el Evangelio lo presenta en muchas ocasiones
retirado en oración. De allí proviene la autoridad que le reconoce el pueblo a
su doctrina, de su contacto permanente con el Padre y con el Espíritu, de su
fundamento interior.
Ese es el compromiso de estas lecturas:
escuchar a Jesús como el profeta anunciado, caminar con Él, implicarnos en la
comunión con Dios. Es una propuesta revolucionaria, la de trascender los
límites humanos y vivir como hijos suyos.
Podemos hacer examen sobre cómo marcha nuestra vida de oración en lo que
va del año: si le estamos dedicando los mejores momentos a ese retiro con Dios,
o si ya vamos dejando que los avatares del día a día nos obliguen a posponerla,
a hacerla en peores circunstancias de tiempo o de lugar. Al comienzo de un
nuevo año laboral o académico, aprovechemos este rato de oración para concretar
propósitos: tiempo fijo y hora fija para nuestros diálogos con el Señor. Y
adelantarlos, cuando tengamos una jornada más apretada.
Jesús nos habla en la oración y en los
sucesos de la vida, decíamos. También habla en el Evangelio, como recuerda la
Exhortación Verbum Domini. Otro buen
propósito para este año es cuidar ese rato diario de lectura del Nuevo
Testamento, buscando allí la palabra del Señor para ese día. Lo que allí leamos
nos servirá para la jornada, pero también podremos ampliar sus resonancias en
nuestra vida más adelante, en la oración.
Además, el Señor también nos habla con el
Magisterio de la Iglesia: con las enseñanzas de los papas, de los obispos, de
los santos. Por eso,
como preparación para el año de la fe, el Papa Benedicto invitó a releer con más
frecuencia el Catecismo de la Iglesia y su Compendio. Allí se nos dan, como
dice la introducción del Compendio, “todos
los elementos esenciales y fundamentales de la fe de la Iglesia, de manera tal
que constituye una especie de vademécum,
a través del cual las personas, creyentes o no, pueden abarcar con una sola
mirada de conjunto el panorama completo de la fe católica”.
El Salmo 94 une, como todos los domingos, la
primera lectura con el Evangelio. Al anuncio mosaico del envío de un profeta y
a la manifestación de Jesús como el cumplimiento de la profecía, el mediador que enseña con autoridad, la
Iglesia responde con una invitación: Ojalá
escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón».
Acudamos a la Virgen Santa, Madre de Cristo y de la
Iglesia, para que, con palabras de la introducción al Compendio, puedan todos reconocer y acoger cada vez mejor la inagotable belleza,
unicidad y actualidad del Don por excelencia que Dios ha hecho a la humanidad:
Su Hijo único, Jesucristo, que es el
Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6).
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