Después de las discusiones con las
autoridades en el Templo, Mateo nos presenta a Jesús enseñando a sus discípulos
sobre el fin del mundo, ya fuera del edificio sagrado. La primera parte de ese
discurso es sobre el cuándo de ese evento final y la conclusión se refiere al
cómo estar preparados adecuadamente para cuando llegue ese momento.
A esta segunda mitad del discurso pertenece la parábola de
las vírgenes necias, que se contempla en el 32º domingo y la parábola de los
talentos, que se proclama el domingo siguiente (Mt 25,14-30): “Es como un hombre que al marcharse de su
tierra llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco
talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se
marchó”.
El talento es una medida, no propiamente económica
sino de cambio. Y no es una medida pequeña: equivale a
unos 6.000 denarios (salarios de un día). Haciendo una rápida conversión,
podría decir –en términos del salario mínimo colombiano- que sería algo así
como 50.000 dólares. O sea que, cuando leemos que un señor entregó a su servidor un talento, no terminamos de darnos cuenta de la responsabilidad tan
grande que se le estaba asignando a aquel encargado.
Esas cifras ayudan a entender que el Señor entrega a cada
siervo sus bienes, de acuerdo con su capacidad: algunos moriríamos del susto de
solo pensar que nos entregaran, ya no 50.000 dólares sino ¡250.000! para que
los administrásemos.
Comencemos nuestra oración dando gracias a Dios por su
confianza en nosotros, por habernos “entregado” esos talentos naturales
para hacerlos fructificar. Pensemos en cuáles son esos dones en nuestro caso concreto:
de inteligencia, de carácter, deportivos, familiares, alguno agradecerá por
cantar bonito, otro porque escribe hermosas poesías, pero todos tenemos que ser
realistas y darnos cuenta de que el Señor nos ha entregado talentos: quizá no
muchísimos –o quizá sí-, pero tenemos que ser agradecidos por lo que nos han
regalado.
No es soberbia reconocer nuestros talentos: forma parte de
una sana autoestima, saber que somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo,
templos del Espíritu Santo, y que somos buenos para algo. Sobre todo, porque
nos hace responsables de hacer rendir esos dones al servicio de los demás.
2. Es lo que hacen los dos primeros siervos: “El que había
recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y
llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros
dos”.
Nos lleva a pensar en nuestra oración: ¿qué he hecho yo con
esos dones que agradecimos hace un momento? El inteligente habrá estudiado y
sacado buenas notas, habrá leído y escrito en abundancia, habrá enseñado a
muchas personas; el de buen genio habrá servido de puente para restablecer
amistades, habrá hecho reír a sus compañeros, habrá consolado a personas
atribuladas; el deportista habrá entrenado con disciplina; todos habremos
aportado a mejorar el ambiente familiar; el que canta o el poeta habrá grabado
un CD –hoy que es tan fácil hacerlo- y publicado sus composiciones, al menos en
un blog. Eso es “negociar” con los talentos. Y por ahí puede ir el segundo
propósito, después de dar gracias a Dios por los talentos: comprometerse en dar
fruto, en aprovechar el tiempo para sacar jugo a nuestros dones naturales.
Sin embargo, en la parábola hay otro personaje que sirve de
contrapunto: el que recibió menor responsabilidad: “el que había recibido uno
fue, hizo un agujero en la tierra y escondió el dinero de su señor”. Con esta
actitud, quedaba liberado de cualquier responsabilidad jurídica, según el
derecho de la época. No quiso arriesgar nada. Tuvo miedo de negociar. Pero lo
peor es que no entendió la actitud de su señor. Los otros dos entendieron que
se trataba de un gesto de confianza, de tratarlos como hijos maduros, de
hacerlos parte de la propia familia. Agradecieron el gesto y correspondieron
con igual generosidad, cada uno según sus capacidades.
El tercero, en cambio, no era un simple vago y perezoso. Era
un malpensado y su única justificación es la siguiente: “Señor, sé que eres
hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por
eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo”. Llama
la atención que critique la dureza y la avaricia de un señor que ha entregado
su fortuna en manos de unos siervos. Éste es su principal
pecado: no solo es retraído, sino que esconde su acidia en la supuesta dureza
del Señor.
San Josemaría escogió esta parábola como tema de predicación
el día de su cumpleaños. Y decía: “El que ama a Dios, no sólo entrega lo que tiene, lo
que es, al servicio de Cristo: se da él mismo. No ve -con mirada rastrera- su
yo en la salud, en el nombre, en la carrera” (Amigos de Dios, 46).
Pidamos a Dios en este rato de oración que nosotros no seamos
como ese siervo. Ayúdanos, Señor, a combatir esa pereza del alma que nos hace
incumplir nuestras obligaciones, esconder el don de tu gracia en la tierra de
nuestra concupiscencia, de nuestra comodidad, de nuestra cobardía. Que perdamos
el miedo a luchar para corresponder a tu magnificencia con el esfuerzo por
tomar esa mano que nos brindas.
3. La parábola concluye hablando de un tema muy propicio para
este final del año ordinario: el día del juicio, que es el objetivo de fondo
del relato: “Después de mucho tiempo, regresó el amo de dichos servidores e
hizo cuentas con ellos”. A los que hicieron rendir sus talentos, les recompensó
con más: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te
confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor». Así esperamos que nos
recompense a nosotros, cuando nos llegue el momento final. Que el Señor use con
nosotros esa “fórmula de canonización” tan esperanzadora: “entra en la alegría
de tu señor”.
En cambio, al siervo haragán, la respuesta es condenatoria,
como puede ser la nuestra si no nos decidimos a cambiar, a convertirnos para
preparar la Navidad: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he
sembrado y que recojo donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu
dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío con los
intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez. Porque
a todo el que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene
incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las
tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes».
Podemos concluir con otra consideración de la homilía antes
citada: “¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los
hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y
saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el
resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo
esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento
rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto. Dios nos concede
quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate sólo en
éste: en uno, en el que hemos comenzado: ¡a entregarlo, a no enterrarlo! Esta
ha de ser nuestra determinación” (Ib. 47).
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