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Perder la vida

Inmediatamente después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, el Señor les explica en qué consiste su mesianismo (Mt 16,21-27): Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho por causa de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: — ¡Dios te libre, Señor! De ningún modo te ocurrirá eso.  Pero él se volvió hacia Pedro y le dijo: — ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
Es un diálogo muy fuerte, pues poco tiempo antes Jesús mismo había hecho roca de su Iglesia a Pedro y ahora le dice Satanás. Se ve por qué podía confiar en ellos: porque se dejaban decir las cosas. No hacía falta andar con miramientos a la hora de corregirlos. El error de Pedro acecha a todos los pastores a lo largo de la historia: el intento de consensuar con el ambiente imperante, de atemperar las exigencias del Evangelio para no despertar descontentos, la diplomacia que esconde la cobardía y el miedo a la cruz. Esos pastores que no anuncian la presencia del lobo son piedra de escándalo, obstáculos para la misión del Señor.
Para redondear las enseñanzas de aquel día, Jesús se dirige a sus discípulos: —Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Hace unos años leía la historia de la vocación de un sacerdote: cuando sentía que los acontecimientos de su vida lo habían llevado a plantearse que Dios le llamaba, pensó llevar el tema de su llamamiento a la oración. Apenas leyó en el libro una invitación a seguir a Dios inmediatamente, se disculpó pensando que se trataba de algo demasiado directo, que no era esa la manera de considerar con objetividad un tema tan importante como el que estaba discerniendo.
La verdad es que sintió cobardía al sentirse llamado –reconocía con sinceridad años después- y no quiso afrontar con Dios directamente su respuesta. Sin embargo, estaba haciendo oración, y de algo tenía que hablar con el Señor. Por ese motivo, decidió leer en un misal ¡la Misa de difuntos! -Ya se ve que quería meditar de lo que fuera, menos sobre vocación-. Pero el Evangelio sugerido para aquella Misa incluía precisamente estas palabras del Señor: el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Después de aquel mazazo, ese buen hombre no reviró más y comenzó el camino que le llevó a responder afirmativamente a la llamada.
Salvar la vida o perderla. Aquí está en juego el punto definitivo de la existencia. Y muchos entienden que la salvación consiste en gozar la vida, Carpe diem!, vive el momento. Y razón no les falta. El problema es qué debemos entender por gozo, salvación o ganancia. Puede ser el prestigio, el dinero, los placeres. Salud, dinero y amor. Lo malo es que el mismo Evangelio nos muestra casos de personas que optaron por ese camino –como el rico epulón- y no salvaron su vida. El verdadero gozo, la salvación, nos habla de una visión más amplia: con ojos de eternidad.
Así lo expresa un cuento tradicional: “Recuerdo ahora aquel sueño de un escritor del siglo de oro castellano. Delante de él se abren dos caminos. Uno se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones y en otros lugares amenos y regalados. Por allí avanzan las gentes a caballo o en carrozas, entre músicas y risas -carcajadas locas-; se contempla una muchedumbre embriagada en un deleite aparente, efímero, porque ese derrotero acaba en un precipicio sin fondo. Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres...; les horroriza el dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna” (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 130).
Por eso Jesús aclara que el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Ahí está el quid de la vocación cristiana. Quien no entienda esta paradoja, no entiende a Cristo ni a la Iglesia. Es un conflicto que viene de lejos, desde las primeras vocaciones del Antiguo Testamento. Por ejemplo, Jeremías (20,7-9) se lamentaba del camino que el Señor le había hecho recorrer: Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo, y me venciste.
Se trata de un testimonio verdaderamente dramático del profeta sobre su vocación: recuerda el momento de su llamada, la seducción divina (aunque esa palabra también puede traducirse por embaucamiento o engaño). Después lamenta el compromiso de su misión, la obligación de ir contra la corriente anunciando la conversión, que le conlleva oprobios y escarnios: He llegado a ser un hazmerreír todo el día, todo el mundo se burla de mí. La palabra del Señor es para mí oprobio y escarnio cada día.  
Confiesa su cobardía, la tentación de no ser fiel. Pero concluye que esa vocación forma parte de su identidad, y que, aunque le cueste, no puede dejar de obrar según el llamado inicial. Yo me dije: «No me acordaré de Él, ni hablaré más en su Nombre». Pero es dentro de mí como fuego abrasador, encerrado en mis huesos; me esfuerzo por soportarlo, pero no puedo. 


La Biblia de Navarra concluye que en este pasaje “aflora el duro combate interior entre la crisis que conmueve los fundamentos de la fe y la certeza de la vocación divina, cuando después de un arduo trabajo parece que no se ha conseguido más que el propio fracaso. (…) En medio de tamaño dolor brilla el celo por el Señor”. Si bien la actitud de Jeremías es crítica, de lamentación, el salmo 62 nos muestra que en realidad la atracción de Dios es la respuesta más perfecta a las profundas aspiraciones del alma humana: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Volvamos al cuento de los dos caminos que mencionábamos antes: “Por dirección distinta, discurre en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aun su carne. Pero al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el Cielo. Es el camino de las almas santas que se humillan, que por amor a Jesucristo se sacrifican gustosamente por los demás; la ruta de los que no temen ir cuesta arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese, porque conocen que, si el peso les hunde, podrán alzarse y continuar la ascensión: Cristo es la fuerza de estos caminantes” (Idem).
En eso consiste el misterio de la existencia humana: la clave de la felicidad está en Dios, pero seguirlo incluye la lógica del grano de trigo, la de morir para vivir. Más aún, para dar vida. Por eso Jesús insiste: ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?
No hemos hecho nada para merecer nuestra vida. Ha sido un don divino. Y la clave para hacerla rendir al máximo es olvidarnos de nosotros mismos y retornarla al servicio de los demás. Es la única manera de entender las palabras de Jesús: dar es ganar. Perder es encontrar. Como hizo Él mismo muriendo en la Cruz. Entregando su cuerpo a la muerte nos alcanzó la gloria de la Resurrección. Es el sendero que lleva al cristiano a expresar: "¡Qué hermoso es perder la vida por la Vida!" (Camino, 218). El que no entiende esta vía, merece escuchar el reproche de Cristo: — ¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
En la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, Benedicto XVI ponía ante los jóvenes el ejemplo del servicio de Cristo y nos animaba a preguntarnos por nuestra vocación cristiana: “es posible que en muchos de vosotros se haya despertado tímida o poderosamente una pregunta muy sencilla: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Cuál es su designio sobre mi vida? ¿Me llama Cristo a seguirlo más de cerca? ¿No podría yo gastar mi vida entera en la misión de anunciar al mundo la grandeza de su amor a través del sacerdocio, la vida consagrada o el matrimonio? Si ha surgido esa inquietud, dejaos llevar por el Señor y ofreceos como voluntarios al servicio de Aquel que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). Vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada”.
Terminemos acudiendo a la Virgen Santísima, modelo de fidelidad a la llamada. Que su intercesión nos ayude a perder la vida por su Hijo, como hizo ella, y  así podamos gozar de la recompensa que nos tiene prometida: porque el Hijo del Hombre va a venir en la gloria de su Padre acompañado de sus ángeles, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta.

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