Los días de "Sede vacante" (por muerte o renuncia del papa) son muy especiales para la Iglesia y para la humanidad. Al comienzo, se experimenta una sensación de orfandad que es compatible con la fe en Aquel que prometió que no nos dejaría huérfanos. Después, viene la alegría de tener un nuevo sucesor de Pedro, un nuevo vicario de Cristo en la tierra, un nuevo Padre común.
El profeta Isaías (22,19-23) presenta una imagen muy significativa: el Señor nombra un nuevo mayordomo de palacio: le vestiré tu túnica ―promete―, le ceñiré tu banda, y le traspasaré tus poderes. Será un padre para los habitantes de Jerusalén y para la casa de Judá. Pondré la llave del palacio de David sobre su hombro. Lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá. La llave del palacio era grande, y el Señor la impone casi como una cruz, sobre los hombros del mayordomo. El nuevo vicario tendrá poderes respetables: lo que él abra, nadie lo cerrará; lo que él cierre, nadie lo abrirá. Son promesas que vemos cumplidas en el Nuevo Testamento.
Cuando se visita la Basílica de San Pedro, en Roma, son tantas las maravillas allí presentes que puede uno quedar perplejo. Entre tantas obras estupendas, hay una faceta que sirve mucho para explicar el misterio de la iglesia, sobre todo cuando se asiste a alguna celebración y hay que estar sentados un largo tiempo a la espera de que aparezca el Papa: en el friso están escritas, sobre mosaico dorado, y en letras de a dos metros cada una, las palabras de Jesús que explican el sentido de semejante monumento arquitectónico: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia.
Veamos el contexto en que fueron pronunciadas: la escena en Cesarea de Filipo. Quien la narra es san Mateo (16,13-20): Cuando llegó Jesús, comenzó a preguntar a sus discípulos: —¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos respondieron: —Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas. Él les dijo: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Juan Pablo II animaba a que nos preguntáramos: ¿quién es Jesús para cada uno de nosotros, quién decimos —con nuestras obras, más que con nuestras palabras— que es Él?
Veamos el contexto en que fueron pronunciadas: la escena en Cesarea de Filipo. Quien la narra es san Mateo (16,13-20): Cuando llegó Jesús, comenzó a preguntar a sus discípulos: —¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos respondieron: —Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas. Él les dijo: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Juan Pablo II animaba a que nos preguntáramos: ¿quién es Jesús para cada uno de nosotros, quién decimos —con nuestras obras, más que con nuestras palabras— que es Él?
Volvamos al Evangelio: Respondió Simón Pedro: —Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: —Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Jesús le cambia el nombre a Simón, pasa a llamarle Kefá -roca-, en griego Petros -piedra-.
Además, “Juan” -el nombre de su padre- significa “Dios es misericordioso”: la misericordia divina se manifiesta en la elección de Simón como el fundamento de la Iglesia, la familia de Dios en el mundo: Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Además, “Juan” -el nombre de su padre- significa “Dios es misericordioso”: la misericordia divina se manifiesta en la elección de Simón como el fundamento de la Iglesia, la familia de Dios en el mundo: Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
La elección conlleva la responsabilidad de la que hablaba Isaías en la primera lectura: ha de ser el mayordomo de su casa, abrir y cerrar de acuerdo con la voluntad de su Señor: Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.
El Catecismo aclara que esta función se continúa en el tiempo a través de la misión de los Obispos unidos al Papa: “El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). “Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro” (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa” (n. 881).
Por eso, ¡qué importante es para un católico el amor al Santo Padre! Tiene que ser una característica determinante: “Nuestra Santa Madre la Iglesia, en magnífica extensión de amor, va esparciendo la semilla del Evangelio por todo el mundo. Desde Roma a la periferia. —Al colaborar tú en esa expansión, por el orbe entero, lleva la periferia al Papa, para que la tierra toda sea un solo rebaño y un solo Pastor: ¡un solo apostolado!” (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 638)
Ese amor puede manifestarse de muchas maneras: rezando por él, por su trabajo, por su salud, por sus intenciones; también por sus colaboradores. Ofreciendo sacrificios por él. Conociendo sus enseñanzas, llevándolas a la oración, haciéndole eco. Con deseo de verle, hasta físicamente, si fuera posible. Obedeciéndole con prontitud y amor encendido. ¡Es muy grande la carga que pesa sobre sus hombros, como la llave pesada de la que hablaba Isaías!
Paloma Gómez Borrero (“La vida cotidiana en el Vaticano”) cuenta una anécdota muy especial, pero que nos puede ayudar para sacar propósitos de amar al Papa hasta dar la vida por él, si hiciera falta: Sor Auxilia, en el mundo Mercedes Cortevis, fue una religiosa que cuidó maravillosamente a Juan Pablo II cuando lo iban a operar de su cáncer abdominal. Después se supo que había ofrecido a Dios su vida a cambio de la del Papa. Poco tiempo después le diagnosticaron un cáncer maligno, que agradeció con alegría a Jesús, por haberla escuchado. El mismo Juan Pablo II le administró la Unción de los enfermos. “Al ver al Papa a su lado, ella abrió los ojos y esbozó una débil sonrisa de agradecimiento. Horas después se iba al Cielo. La enterraron con la bata blanca sobre el hábito gris”.
Hace un tiempo estuve buscando una anécdota de San Josemaría sobre el amor al Papa y me encontré el siguiente relato en su biografía: “Cuenta Mons. Giovanni Cheli que, durante el período de Sede Vacante, a la muerte de Juan XXIII, hizo hipótesis sobre quién sería su sucesor. Mons. Escrivá, refiere, cortó en seco las especulaciones y dijo: Aunque el elegido viniese de una tribu de salvajes, con anillos en la nariz y en las orejas, me echaría enseguida a sus pies y le diría que toda la Obra está a su incondicional servicio”.
Amar al Papa, sea quien sea. Y con mayor razón si es un hombre de la calidad humana, teológica y espiritual del que gobierna la Iglesia ahora… Que en nuestros afectos esté, después de la Trinidad y de María Santísima, el Santo Padre: “María edifica continuamente la Iglesia, la aúna, la mantiene compacta. Es difícil tener una auténtica devoción a la Virgen, y no sentirse más vinculados a los demás miembros del Cuerpo Místico, más unidos también a su cabeza visible, el Papa. Por eso me gusta repetir: omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!, ¡todos, con Pedro, a Jesús por María!” (Es Cristo que pasa, n. 139).
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