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Pentecostés

Celebramos hoy la fiesta de Pentecostés. Este nombre significa, simplemente, que han pasado cincuenta días desde la Pascua. También los judíos celebraban esta Solemnidad con una peregrinación a Jerusalén para agradecer a Dios el don de la tierra y la primera cosecha del grano. A esa dimensión natural, la religión hebrea añadió la gratitud por la Alianza.
San Lucas describe, en el libro de los Hechos, que después de la Ascensión del Señor los apóstoles estaban “en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse” (Hch 2,1-4).
Para el cristianismo, Pentecostés significa la venida del Espíritu de Jesús. Es una buena ocasión para hablar con el Señor de esta Persona divina, a veces tan olvidada (Cf. San Josemaría, “El Gran Desconocido”, en: Es Cristo que pasa, nn.127-138). 

La teología católica lo representa con muchos símbolos, a cual más hermoso: “el agua viva, que brota del corazón traspasado de Cristo y sacia la sed de los bautizados; la unción con el óleo, que es signo sacramental de la Confirmación; el fuego, que transforma cuanto toca; la nube oscura y luminosa, en la que se revela la gloria divina; la imposición de manos, por la cual se nos da el Espíritu; y la paloma, que baja sobre Cristo en su bautismo y permanece en Él” (Compendio del Catecismo, n. 139).
La narración de San Lucas nos muestra a los discípulos perseverando “unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús”. Es significativo este detalle: la Virgen congrega, aúna ese grupo temeroso de discípulos perseguidos por las autoridades judías. En ese ambiente fraternal, de oración, es en el que Lucas presenta la teofanía cósmica, que también recuerda la Alianza del Sinaí: “de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa”.
De esta forma, queda claro que el Espíritu viene del cielo, que todos y cada uno de los discípulos reciben el don prometido por Jesucristo. ¿Qué significado tiene esta escena? ¿Cuáles son las consecuencias? - “Jesucristo glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta como Persona divina, de modo que queda plenamente revelada la Trinidad Santa” (Compendio n. 144).
A los que recibimos la fe desde pequeños nos parece normal hablar del Credo con toda sencillez: “Creo en Dios Padre todopoderoso, en Jesucristo su único Hijo, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida”, pero acuñar esas fórmulas de fe requirió varios siglos de razonamiento teológico, de profundización en la doctrina revelada por parte de muchos santos, con la ayuda divina. Este es uno de los principales efectos de esta solemnidad: comprender un poco más del misterio de la Trinidad, cuya fiesta celebraremos precisamente el próximo domingo.
El segundo aspecto del punto citado nos servirá para concretar algún propósito para esta semana: “La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria”. No celebramos Pentecostés simplemente para recordar nuestra fe en las Personas divinas. La fe compromete. Exige coherencia con la vida.
Compromiso. Cuando recibimos el Espíritu Santo –en el Bautismo, en la Confirmación- al mismo tiempo experimentamos la obligación de ser menos indignos. Recibimos, con la gracia, con la vida de Dios, una misión: la misma de Cristo y del Espíritu: anunciar y difundir el misterio de la fe. Transmitir este tesoro a muchísimas personas, para que también ellas gocen de la posibilidad maravillosa de estar en comunión con Dios.
Así lo expresa el Prefacio de la Misa: para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo.  

Es lo que vemos en la escena de los Hechos: “Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse”. Comienza el apostolado público de los testigos: “Varones de Galilea…” Los demás quedan estupefactos, dice Lucas. Más tarde añade que atónitos. Algunos incluso se burlan.  Entre los destinatarios del mensaje y la misión de Jesús, hay una amplia representación de todo Israel.
Los apóstoles empiezan a cumplir el encargo que el Señor les había transmitido, como vemos en el Evangelio del día, según la versión que Juan ofrece de Pentecostés: “Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: —La paz esté con vosotros. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. Les repitió: —La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo”.
¿Cómo puede explicarse que los discípulos, hasta entonces temerosos y huidizos, de un momento a otro hayan adquirido una capacidad de convicción tal que, en la primera predicación de Pedro se hayan convertido tres mil almas? - Lo aclara el Prefacio de la Misa: “Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas”.
También hoy el Espíritu Santo sigue siendo el alma de la Iglesia, infunde el conocimiento de Dios y nos congrega en la unidad. La oración colecta hace un resumen de su misión en la vida del cristiano: “por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia extendida por todas las naciones; concede al mundo entero los dones de tu Espíritu Santo y continúa realizando hoy, en el corazón de tus fieles, la unidad y el amor de la primitiva Iglesia”.
Pidámosle que hoy nos llene de sus dones y de sus frutos. Que  nos encienda en amor a Dios, que nos haga santos y apostólicos. Podemos hacerlo con un himno litúrgico: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento”.
Devoción y docilidad al Espíritu Santo. Propongámonos tratarlo más y escucharlo con mayor atención. Nos puede servir la anécdota de un pequeño acólito llamado Karol Wojtyla: una vez se distrajo ayudando a Misa. Su papá, que asistía a esa Eucaristía, le dijo: quizá te distrajiste porque te faltó encomendarte al Espíritu Santo. Y le regaló un libro con oraciones a la Tercera Persona de la Trinidad que el futuro Papa conservó hasta su muerte.
Acudamos a la Esposa del Espíritu Santo, la Virgen Santísima, para que también nosotros  –como Ella- nos esforcemos por seguir dócilmente sus inspiraciones.



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