Cuarenta días después del triduo pascual celebramos la fiesta de la Ascensión del Señor a los cielos. Lucas describe este evento en los Hechos de los Apóstoles de modo sucinto: mientras ellos lo observaban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos.
Antes, narra el diálogo de despedida: Los que estaban reunidos allí le hicieron esta pregunta: —Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel? Él les contestó: —No es cosa vuestra conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.
Benedicto XVI explicaba que “el significado de este último gesto de Cristo es doble. Ante todo, al subir al cielo revela de modo inequívoco su divinidad: vuelve al lugar de donde había venido, es decir, a Dios, después de haber cumplido su misión en la tierra. Además, Cristo sube al cielo con la humanidad que asumió y que resucitó de entre los muertos: esa humanidad es la nuestra, transfigurada, divinizada, hecha eterna. Por tanto, la Ascensión revela la "grandeza de la vocación" (GS, 22) de toda persona humana, llamada a la vida eterna en el reino de Dios, reino de amor, de luz y de paz”.
Después de la Resurrección, la Ascensión es una glorificación más de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Su exaltación. Entregarle la gloria que siempre ha merecido, el premio a su obediencia ejemplar. El Compendio del Catecismo (n. 132) enseña, en apretada síntesis, muchas conclusiones que podemos sacar de esta escena: “Cuarenta días después de haberse mostrado a los Apóstoles bajo los rasgos de una humanidad ordinaria, que velaban su gloria de Resucitado, Cristo subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre. Desde entonces el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado”.
Cuarenta días. Podemos recordar la vigilia pascual de este año, la alegría de aquella noche. Ya está alejada en el tiempo. Han sucedido quizá tantas cosas que necesitamos mirar el calendario o la agenda para recordarlas. Pues lo mismo sucedió con los apóstoles: el Señor se fue apareciendo esporádicamente, para irlos acostumbrando a otro tipo de presencia, más allá de la simple física. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo, había prometido. Pero no al lado, sino dentro: en mí y yo en él.
Durante esa cuarentena, Jesús se muestra “bajo los rasgos de una humanidad ordinaria, que velaban su gloria de Resucitado”. Es el abajarse de Cristo para que podamos verlo, contemplarlo como un hombre más, hablar con Él, contarle nuestras cosas. Gracias, Señor, por esa humildad que te lleva a velar tu gloria. Y ayúdanos a nosotros, pobres soberbios que –al contrario- queremos exaltar nuestra poquedad.
Con la Ascensión del Señor, se descubre su gloria. Recibe la adoración que merece. Los ángeles, los santos, todas las criaturas alaban a su Creador y Redentor. Así lo canta un poema litúrgico, con el cual nosotros también expresamos nuestro gozo: “Retorna victorioso -la cruz en mano enhiesta como un cetro, como la llave que abre el paraíso-; y a su lado retornan los cautivos vueltos en gozo las lágrimas y el duelo: ¡Jesús entra en el cielo! Vuelve el Esposo santo; el hijo más hermoso de la tierra, regresa coronado de su viaje, y la Iglesia -la Esposa de su sangre- lo acompaña radiante de belleza: ¡Jesús entra en el cielo!”.
Dice el punto del Compendio que estamos meditando que, “desde entonces, el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado”.
El Señor reina. Ya en el cielo recibe el imperio de toda la creación recreada con su muerte y resurrección. Reina con esa humanidad que pasó por la tierra pero que a partir de entonces se encuentra en la merecida “gloria eterna de Hijo de Dios”. Como dice la segunda lectura (Ef 1,14-23), el Padre lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto existe, no sólo en este mundo sino también en el venidero. Todo lo sometió bajo sus pies y a él lo constituyó cabeza de todas las cosas en favor de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de quien llena todo en todas las cosas.
Pero ese reino, que vino a regalarnos, no es un poderío egoísta. El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida, tenía como lema en la tierra. Y ahora, en el Cielo, continúa esa fraternal misión. Goza sirviéndonos. ¿Cómo ejerce su reinado? –Sirviendo. “Intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro”. Jesús quiere que nosotros acudamos a su ayuda, a su misericordia. Que le pidamos su gracia.
Aprovechemos este rato de oración para presentarle nuestras peticiones, las necesidades nuestras y de los demás: te pedimos, Señor, por el mundo, por la paz, por la justicia, por el perdón, por la conversión, por la Iglesia: por el Papa y sus intenciones. Por nuestros pastores, por nuestras familias, por las vocaciones.
Intercede, Señor, ante el Padre en favor nuestro. Envíanos tu gracia para superar nuestros defectos. Para ser más generosos, mejores trabajadores, más serviciales, más apostólicos. No nos dejes caer en la tentación del egoísmo, de la sensualidad, de la pereza, del resentimiento, de la traición a tu amor.
Pero además de interceder, Jesús nos envía su Espíritu, como contemplaremos el próximo domingo. Aprovechemos para preparar esa solemnidad. Pidámosle al Divino Paráclito que nos encienda en Amor, que nos transforme a imagen de Jesús, que quite de nuestra alma todo lo que nos aparte de Él y aumente las virtudes, la oración, la caridad, la fe.
Por último, enseña el Catecismo que Jesús desde el Cielo “nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que nos tiene preparado”. Y éste es el punto en el que podemos detenernos un poco más, como lo hace la Iglesia en sus oraciones de hoy: en la colecta, pedimos “exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria y Él, que es la Cabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a la que somos llamados como miembros de su Cuerpo”.
Y en el Prefacio nos admiramos porque “Jesús (...) no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”. Esperanza ardiente de llegar un día junto a Él, de seguirlo en su reino, de unirnos como el cuerpo a la Cabeza. Esta certeza es la que permite al cristiano mirar el futuro con fe, con alegría. Para nosotros la muerte es un cambio de casa, la coronación de nuestro camino hacia Cristo.
Por eso las personas de fe transmiten tanta paz a la hora de la muerte, porque pueden hacer suyas las palabras de San Agustín: “No se alejó del cielo cuando descendió hasta nosotros, ni se alejó de nosotros cuando regresó hasta él. Bajó del cielo por su misericordia, pero no subió solo, puesto que nosotros también subimos en Él por la gracia. La unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza”.
Es lo que poéticamente transmite el himno que citamos antes:"Alzad vuestra esperanza, porque ha quedado el áncora clavada; si la tormenta agita el oleaje, no se agite la fe del navegante, que en la ribera Cristo nos amarra: ¡Jesús entra en el cielo!".
Demos gracias a Dios por esta maravillosa realidad y pidámosle que seamos conscientes de la responsabilidad que conlleva: ¡somos miembros del cuerpo de Cristo! ¡Y los demás miembros dependen de mí! Si nos paráramos a pensar lo que esto significa, seguramente nos tomaríamos mucho más en serio nuestra vocación cristiana. Cortaríamos mucho más rápido con lo que nos aparta de Dios. Sobre todo, nos haría falta tiempo para comunicarlo a otros: Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,16-20).
El Papa concluye su segundo tomo sobre Jesús de Nazaret contemplando la bendición de Cristo mientras sube al cielo: “Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege. (…) En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana”.
Finalicemos con unas palabras de San Josemaría, con las que termina su homilía sobre esta fiesta: “Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los Apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús” (Cristo que pasa, n. 126)
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