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Camino, Verdad y Vida


El contexto del Evangelio que se lee el V domingo de Pascua es la última cena. Acaba de salir Judas del cenáculo, por lo que Jesús ha recuperado esa intimidad que extrañaba con la presencia de aquel pobre hombre, que estaba sordo para su última revelación. Quizá algunos se dieron cuenta del momento en que Jesús le hizo ver a ese discípulo que sabía de su traición, tratando de moverlo a la conversión. Y al ver que se iba después de las palabras “lo que vas a hacer, hazlo pronto”, sentirían inquietud interior. El ambiente era tenso, varios habían perdido la serenidad.
Por eso, Jesús sale al paso diciendo: No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. Un llamado a la fe, que hará más falta que nunca en las próximas horas. Dice el Catecismo (53) que la fe es una gracia, un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él; pero que al mismo tiempo es un acto humano: “en la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina”. Por eso le pedimos al Señor en este momento que nos aumente la fe, como le pedían los apóstoles o el papá del muchacho lunático: ayúdanos, Señor, a encontrarte en medio de nuestras dificultades; a no perder la paz, ni la serenidad; a saber que, como dice San Pablo, “para los que aman a Dios, todo es para bien”.
El discurso del Maestro continúa mostrando el premio de la fe: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros”.
Se trata del premio que nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 220). Jesús plantea la verdadera dimensión de la vida terrenal: se trata de un paso hacia la vida definitiva, que es en la casa del Padre. Allí, Él mismo nos prepara nuestra morada junto a la Santísima Trinidad. El Catecismo lo explica (n. 1025): “Vivir en el cielo es "estar con Cristo". Los elegidos viven "en El". Más aún, tienen allí, o mejor, allí encuentran su verdadera identidad, su propio nombre: "Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino" (San Ambrosio)”.
En este momento del año, aprovechemos para pensar en ese descanso definitivo que esperamos merecer: la casa del Padre, donde desaparecerá lo imperfecto, veremos cara a cara y conoceremos como somos conocidos (cf. 1 Cor 13). Como fruto de esa fe en el premio que Cristo nos ha ganado, viviremos la enseñanza de Jesús: No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí.
2. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino. Tomás le dijo: —Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Benedicto XVI comenta que esta pregunta nos enseña a orar: “podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas”.
Aunque esta pregunta fue quizás la más afortunada en la vida de Tomás (cuyas otras apariciones en el Evangelio suelen dejarlo mal parado). Con este interrogante le da ocasión a Jesús de expresar una de sus más conocidas afirmaciones sobre sí mismo: “—Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de mí”
Como es lógico, esta afirmación ha tenido muchas glosas. Por ejemplo, San Agustín escribe: “No se te dice: "Esfuérzate en hallar el camino, para que puedas llegar a la verdad y a la vida"; no, ciertamente, sino: ‘¡Levántate, perezoso! El camino en persona vino a ti, te despertó del sueño, si es que has llegado a despertarte. Levántate, pues, y camina’”.
Y San Josemaría comienza con esas palabras una de sus homilías: “Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna. Ego sum via: Él es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes” (AD 127).
El es el camino para llegar a la intimidad divina. El diálogo con Él debe llenar nuestra oración y nuestro día. Y es el ejemplo, el modelo para alcanzar la meta. De ese modo, nos mostrará al Padre, nos lo revelará. Otro comentario de San Agustín: “es «como si estuviera diciendo: ¿Por dónde quieres ir? Yo soy el Camino. ¿Adónde quieres ir? Yo soy la Verdad. ¿Dónde quieres permanecer? Yo soy la Vida».
Esta es la clave: verdad y vida califican al camino. Es una vía de verdad y salvación. De la Potterie concluye que Jesús no es solamente el guía que nos muestra la salvación, sino que es el origen mismo de la vida y de la verdad.
Podemos preguntarnos qué lugar ocupa Jesús en nuestra vida. Seguramente diremos que el primero, pero hemos de mostrarlo con obras y de verdad: ¿dedicamos los mejores momentos del día al diálogo con Él?, ¿lo recibimos con frecuencia en la Eucaristía?, ¿preparamos ese encuentro con Él para poder recibirlo con la pureza, humildad y devoción con que lo recibió su Madre?, ¿rechazamos con prontitud las tentaciones de apartarnos de su amor?, ¿le pedimos perdón con frecuencia en el sacramento de la reconciliación? Son las preguntas básicas, que se plantea un cristiano común.
3. Pero en todos los tiempos Jesús ha llamado personas para que lo sigan en su labor de abrir senderos hacia el Cielo. De hecho, comenzábamos este rato de oración contemplándolo en el cenáculo acompañado del grupo de los Once, que habían dejado todo –trabajo, familia, dinero- para seguirlo de cerca. Sin ellos, y sin tantos millares de personas que han sacrificado sus proyectos personales por amos a las almas, no estaríamos ahora pensando en Cristo.
También hoy Jesús espera que muchos cristianos se tomen en serio su fe, como los primeros discípulos. Hace dos meses, el Papa hablaba de este tema a un grupo de jóvenes: “He hablado de la llamada de los primeros Apóstoles, pero con la palabra «llamada» pensamos sobre todo en la Madre de todas las llamadas, en María santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese episodio evangélico particular, por más fundamental que sea: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser; y, al mismo tiempo, habla de la Iglesia, de su esencia de siempre, al igual que de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.
Al llegar a este punto, debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros; cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por nombre, personalmente. Cada uno de nosotros ha recibido una llamada personal. Creo que debemos meditar muchas veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama a mí, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, como esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería impulsarnos a estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada a mí, a fin de responder, a fin de realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado a mí”.
Es la manera más concreta de hacer vida nuestra el mensaje del Evangelio de hoy; de tener la suficiente fe en Jesús para dejarlo que sea, por completo, nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida.

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