En la primera lectura tenemos una promesa mesiánica (2S 7,4-16). David se había propuesto construir un templo junto a su palacio, pero el Señor rechaza la oferta. En cambio, le manifiesta su voluntad de construirle una casa o dinastía a David. El sucesor de David construirá su templo. Y la dinastía quedará establecida para siempre (Campbell y O´Brien): Cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Él construirá una casa para mi nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre.
La liturgia pone este pasaje en relación con las palabras del Ángel en la Anunciación a María: El Señor Dios le dará el trono de David, su padre. Nos ayuda a pensar en los planes de Dios, que quiere contar con nosotros. Desde la eternidad, el Señor había previsto que San José (descendiente de David) permitiría el cumplimiento de la promesa con su paternidad adoptiva. Desde luego, necesitaría el libre concurso del Santo Patriarca. Por eso esta fiesta nos habla de vocación, nos lleva a maravillarnos de los estupendos designios de Dios para nosotros, y a agradecerle que nos haya hecho hijos suyos y nos haya invitado a participar libremente en la aventura divina de la redención humana. A renovar nuestra entrega de amor a Dios. A querer amarlo con el mismo ardor –con obras- con que lo amó San José.
Benedicto XVI relaciona las dos lecturas de esta forma: “lo que Dios pide a David, es que confíe en Él. David no verá a su sucesor, «cuyo trono durará por siempre» (2S 7,16), porque este sucesor anunciado veladamente en la profecía es Jesús. David confía en Dios. Igualmente, José confía en Dios cuando escucha al mensajero, al Ángel, que le dice: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20)”. El Papa alemán concluye que, “en la historia, José es el hombre que ha dado a Dios la mayor prueba de confianza, incluso ante un anuncio tan sorprendente”.
Por eso, no solo valoramos la vocación que Dios nos hizo, al mirar el proyecto para José. También nos lleva a admirarnos de su fe, de su fidelidad, como vemos en la Carta de Pablo a los romanos (4,13-22): Fue la justificación obtenida por la fe la que obtuvo para Abrahán y su descendencia la promesa de heredar el mundo. (…) Así, dice la Escritura: «Te hago padre de muchos pueblos». Al encontrarse con el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe, Abraham creyó.
San José es como un nuevo Abraham, que confió en la vocación que el Señor le hacía –aunque no le ahorrara el claroscuro inicial, el temor a verse involucrado en un proyecto de magnitudes sobrenaturales-. También de él se puede predicar que, apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho: «Así será tu descendencia». Por lo cual le valió la justificación. Por eso explica el Papa emérito que “en la historia, José es el hombre que ha dado a Dios la mayor prueba de confianza, incluso ante un anuncio tan sorprendente”.
Nosotros también somos partícipes de esa dinámica de la fe. Formamos parte de la misma descendencia divina: somos hijos de la fe de Abraham y también de la respuesta esperanzada de José. Por eso el Santo Patriarca es llamado Maestro de la vida interior, porque nos enseña a creer, a confiar en Dios, a pesar de lo sorprendentes que puedan ser sus anuncios.
José nos da lecciones de fe y de abandono. Un resumen de su vida está en el Evangelio de Mateo (1,16-24): hizo lo que le había mandado el ángel del Señor. San José no obedeció a Dios en un solo momento determinado, sino en todas las circunstancias de su vida. En esa respuesta durante toda su vida habría como una “retroalimentación positiva”, por decirlo con términos científicos. Las actuaciones generosas de José eran reforzadas por el ejemplo de María: ¡qué santidad la de aquel hogar! Puede uno pensar que era una jaculatoria recurrente, que Jesús aprendería de ellos, la que pronunció en Getsemaní: Señor, dirían en los momentos grandes y en los pequeños de su vida: no se haga mi voluntad, sino la tuya. No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú.
Por eso, en el Prefacio de la Misa tenemos una hermosa alabanza de San José. Dice que “él es el hombre justo que diste por esposo a la Virgen Madre de Dios; el servidor fiel y prudente que pusiste al frente de tu Familia para que, haciendo las veces de padre, cuidara a tu único Hijo, concebido por obra del Espíritu Santo”. Y San Bernardino describe cómo vivió su excelsa vocación: “José fue elegido por el eterno Padre como protector y custodio fiel de sus principales tesoros, esto es, de su Hijo y de su Esposa, y cumplió su oficio con absoluta fidelidad”.
Por eso recomienda San Josemaría: “Quiere mucho a San José, quiérele con toda tu alma, porque es la persona que, con Jesús, más ha amado a Santa María y el que más ha tratado a Dios: el que más le ha amado, después de nuestra Madre. –Se merece tu cariño, y te conviene tratarle, porque es Maestro de vida interior, y puede mucho ante el Señor y ante la Madre de Dios (Forja, 554)”.
Nos admiramos de la fe, de la confianza de José. Y podemos pensar por contraste, con cierto desánimo, en nuestra pobre respuesta ante las maravillas que el Señor nos confía. Pero no se trata de eso. Al contrario, lo que el Señor espera es que aprovechemos esta Solemnidad para contar con su ayuda. En el 2009, el Papa Benedicto XVI predicaba en Camerún, pensando en la vocación del Patriarca, que sólo Dios podía dar a José la fuerza para confiar en el Ángel. Y proponía que sólo Dios nos dará la fuerza para cumplir nuestra misión como Él quiere: “Pedídselo. A Dios le gusta que se le pida lo que quiere dar. Pedidle la gracia de un amor verdadero y cada vez más fiel, a imagen de su propio amor. Como dice maravillosamente el salmo: Tu misericordia es un edificio eterno, más que el cielo has afianzado tu fidelidad (Sal 88,3)”.
Terminamos con una oración tradicional: “Oh Dios, que con inefable providencia te dignaste elegir a San José para esposo de tu Madre Santísima: te rogamos nos concedas que, pues le veneramos como protector en la tierra, merezcamos tenerle por intercesor en el Cielo”.
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