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Navidad: El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz


Después de casi un mes de Adviento, llegamos hoy a Belén. Esta escena ha despertado siempre en las personas santas sentimientos tiernos y recios a la vez, como se nota en una obra de San Josemaría: “al hilo de la espera santa de María y de José, yo también espero, con impaciencia, al Niño. ¡Qué contento me pondré en Belén!: presiento que romperé en una alegría sin límite” (Surco, 62).

Hoy nos ponemos contentos en Belén. Quisiéramos también romper en alegría sin límite, la alegría de la conversión, de nacer de nuevo con Él, para comunicarla a muchas almas. Ya en la primera lectura (Is 9, 1-3.5-6) palpamos en qué consiste el Amor divino: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, a los que habitaban en tierra de sombras de muerte, les ha brillado una luz. Multiplicaste el gozo, aumentaste la alegría”. Este canto es un himno de acción de gracias, celebra que el Señor ha liberado al pueblo de la opresión. ¿Y en qué consiste esa luz liberadora?

Consiste en que el profeta anuncia que “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros está el imperio, y lleva por nombre: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz”. Después de esta Navidad, ya no habrá consejos erráticos –el Mesías nos traerá su Espíritu Santo-; empezaremos a ser hijos de ese Padre eterno: sobre esa filiación divina se construirá nuestro trato con el Señor.

El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz. Por eso, esta noche celebraremos, Señor, que “la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociéndote a Ti visiblemente, Tú nos lleves al amor de lo invisible” (Cf. Prefacio). Ese es el sentido del alumbrado navideño: Jesús es la luz del mundo, que viene a iluminar este pueblo que andaba en tinieblas.

Ese es el motivo por el que debemos afrontar el nuevo año llenos de optimismo sobrenatural y humano, profundizando en la virtud de la esperanza. Podemos proponernos dos puntos de lucha para este año litúrgico en que renovamos la actitud, movidos por Dios que quiere que vayamos a otro ritmo. El primero es precisamente la conversión personal, que consiste –como pedía el autor de Surco- en nacer de nuevo con Él.

No se trata de un empeño pesado, difícil y enervante. Al contrario. Es fruto de la alegría, consecuencia necesaria del descubrimiento del amor que Dios nos tiene: Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! (1 Jn 3, 1). Es lo que pedimos en la Oración Colecta: Concédenos que, iluminados en la tierra por la luz de este misterio, podamos también disfrutar de la gloria de tu Hijo.

Es famoso el sermón de San León Magno, que se lee hoy en la Liturgia de las Horas: “Demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados; nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva criatura, una nueva creación”. Siempre tendremos muchos motivos para dar gracias y no podemos olvidarnos estos, que son los primeros. Pero también debemos añadir todos los de este año: los logros alcanzados, la fidelidad acendrada, la gracia que recibimos en los sacramentos, la amistad y el cariño de tantos amigos y familiares…

La gratitud conlleva el deseo de convertirnos, para corresponder mejor al Amor de Dios. Sigue aconsejando el Papa León Magno: “Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios”.

Es lo que San Pablo le recuerda a Tito (2,11-14) en la segunda lectura de esta noche: “Se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y para purificar para sí un pueblo escogido, celoso por hacer el bien”.

Esa gloria de nuestro Dios y Salvador se manifiesta de nuevo esta noche. Y con ella tomamos el segundo punto de lucha que nos proponíamos: pensar en tantas almas que aún no conocen la luz de Cristo y en tantas otras que, aunque lo conocen, podrían seguirlo más de cerca, si nosotros les diéramos mejor ejemplo, si fuéramos en su busca a ejemplo del Buen Pastor.

J. Ratzinger hace notar en su libro “Jesús de Nazaret” que el pueblo que andaba en tinieblas era “la Galilea de los paganos”, de donde procedió efectivamente Jesús (el Salvador no venía de Jerusalén ni de la Judea). Siempre habrá pueblos más o menos a oscuras. Y siempre contaremos con la luz del Señor. También explica el Papa que Jesús aparece insertado temporalmente en el trasfondo de  la gran historia universal representada por el imperio romano. Pero la obligación del censo muestra que “una vez más, Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y a David parecen sumidas en el silencio de Dios”. José, el descendiente de David, es un pobre artesano que vive en tierra de paganos. “Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes.

En el Viacrucis del 2005 también hablaba de esa oscuridad de Dios en que nos movemos. Y hace poco, en el discurso a la Curia Romana, comentó la situación cultural y el reto para la Iglesia, en medio de las miserias de sus hijos. Hoy nace esa luz, que movía al Fundador del Opus Dei a pensar en la expansión del cristianismo por todo el orbe, a “iluminar con la luminaria de la fe y del amor” (Camino, 1) o a escribir que somos “Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine... De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna”.

Hace unas semanas, el Cardenal Julián Herranz contó ante un congreso de jóvenes que una mujer policía de la escolta que los había acompañado a Madrid en la visita del Papa, de vuelta del encuentro de Juan Pablo II con un millón de jóvenes en el aeropuerto de Cuatro Vientos, le comentó estupefacta ante el espectáculo al que había asistido: - "¡Este Papa arrastra a los jóvenes más que los Rolling Stones!" - Sonreí y le dije: "¿En serio? Si el Papa no canta ni toca la guitarra..." - Y ella contestó, señalándose el corazón: "No. Pero cuando habla hace resonar una musiquilla aquí dentro". Cuando ya en Roma, y después de dudarlo un poco... por eso del rock, me decidí a contarle al Papa el comentario, me dijo escuetamente: "A los jóvenes les gusta la verdad". Estaba clarísimo... y lo sigue estando. Concluye el cardenal Herranz: A nosotros, queridos amigos, nos toca no defraudarles. Y procurar que otros no los engañen.

De esto nos habla la fiesta de hoy –entre otras muchas cosas-. Estamos comenzando una nueva etapa, con la esperanza de que Dios nos otorgará gracia abundante para lograr lo que le pedimos “antes, más y mejor”.

Todo depende, como dice Mons. Echeverría, de que “renovemos de verdad –con obras- nuestras disposiciones de mejora ante este Señor y Rey nuestro que se humilla y anonada”. No se trata de una esperanza infundada. Contamos con una promesa que no falla. El Niño, “desde los brazos de su Madre Santísima, Thronum Gloriae, nos concederá lo que le pidamos”.

Como los pastores, acudiremos presurosos al pesebre para adorar al Niño y para pedirle cum fiducia a la que es Thronum Gloriae y Sedes Sapientiae los dos regalos que hemos visto en esta meditación: nuestra conversión personal para responder mejor al Amor divino y que nos unamos a los sueños de expansión del mensaje que Cristo vino a traer, para que también de nuestros tiempos se pueda decir que el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz: la luz que porta el niño que nos ha nacido, el Hijo que se nos ha dado.

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