Una
vez concluida la primera parte del Evangelio de Lucas, en la que se exponen las
enseñanzas de Jesús en Galilea, el médico evangelista nos ofrece otra serie de parábolas
y enseñanzas, pronunciadas de camino a Jerusalén. Comienza con un discurso acerca
de las riquezas ―la «parábola del administrador infiel»― (16,1-13): Había un
hombre rico que tenía un administrador, al que acusaron ante el amo de malversar
la hacienda. Le llamó y le dijo: «¿Qué es esto que oigo de ti? Dame cuentas de tu
administración, porque ya no podrás seguir administrando».
Nos
habla del juicio, de que en algún momento tendremos que dar cuenta de nuestra administración.
Al morir, desde luego, tendremos ese diálogo de amor con nuestro Dios, en el que
se valorará qué tanto lo hemos amado, y se nos premiará con misericordia por nuestros
pobres esfuerzos para ser buenos hijos suyos. También, con toda justicia, se verá
el modo de purificarnos de nuestras escorias en la caridad con Dios y con nuestros
hermanos. Y es posible —Dios no lo quiere— que, si no hemos sido fieles y hemos
decidido libremente alejarnos de Él, se nos envíe a las tinieblas exteriores, al infierno que consiste en el alejamiento
definitivo de nuestro Señor. Por eso, cada día procuramos examinar nuestra conciencia
para ir afinando en la manera como administramos los talentos recibidos.
Y
dijo para sí el administrador: «¿Qué voy a hacer, ya que mi señor me quita la administración?
Cavar no puedo; mendigar me da vergüenza. Ya sé lo que haré para que me reciban
en sus casas cuando me despidan de la administración». Y, convocando uno a uno a
los deudores de su amo, le dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?». Él respondió:
«Cien medidas de aceite». Y le dijo: «Toma tu recibo; aprisa, siéntate y escribe
cincuenta». Después le dijo a otro: «¿Y tú cuánto debes?» Él respondió: «Cien cargas
de trigo». Y le dijo: «Toma tu recibo y escribe ochenta».
Se
trata de un engaño, un fraude… Desde luego, hay que entender que el Señor no lo
propone como una conducta ejemplar: da por descontado el rechazo de esa conducta.
Pero nos hace ver a lo que puede llegar una persona para sacar adelante su proyecto
personal: ¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de honores,
ambición de riquezas, preocupaciones de sensualidad. —Ellos y ellas, ricos y pobres,
viejos y hombres maduros y jóvenes y aún niños: todos igual. —Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos
de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos
en nuestras empresas de apostolado (San Josemaría, Camino, n.317).
El
amo alabó al administrador infiel por haber actuado sagazmente. No
alaba su infidelidad, sino la sagacidad. Porque los hijos de este mundo son más
sagaces en lo suyo que los hijos de la luz. Los cristianos, en cuanto somos
iluminados por la palabra de Verdad de Jesucristo, podemos llamarnos «hijos de la
luz».
Pero
a veces puede suceder que escondamos esa luminaria. Por vergüenza, por respetos
humanos, para no incomodar, o por falta de fe, por complejo de inferioridad, negamos
a tantas personas la luz que buscan y que agradecerían. Hemos de ser más audaces
para anunciar el mensaje divino de paz, de amor, de dignidad. Ya lo
dijo el Maestro: ¡ojalá los hijos de la
luz pongamos, en hacer el bien, por lo menos el mismo empeño y la obstinación con
que se dedican, a sus acciones, los hijos de las tinieblas! —No te quejes:
¡trabaja, en cambio, para ahogar el mal en abundancia de bien! (San Josemaría,
Forja, n.848).
Y
yo os digo: haceos amigos con las riquezas injustas, para que, cuando falten, os
reciban en las moradas eternas. En nuestra oración personal,
debemos sacar propósitos que nos ayuden a aportar —en el campo del conocimiento
en que nos movamos— la síntesis entre racionalidad y religión que tanto fomenta
Benedicto XVI, para comunicarla al mundo contemporáneo, en diálogo fecundo, en el
que también aprenderemos mucho.
Quien
es fiel en lo poco también es fiel en lo mucho; y quien es injusto en lo poco también
es injusto en lo mucho. Por tanto, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta,
¿quién os confiará la verdadera? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os
dará lo vuestro? A san Josemaría le gustaba mucho meditar
esta frase del Señor. Por ejemplo, en 1935 escribió en sus apuntes íntimos: La inexperiencia
unida a esas ambiciones de cosas grandes, lleva a la gente joven al mal camino de
despreciar las cosas pequeñas: lo vulgar, lo de cada día, el detalle, el silencio...,
el orden. Es preciso salir al paso de este
error gravísimo, haciéndoles considerar aquella tan conocida frase del Eclesiástico
(Si 19,1): el que desprecia las cosas pequeñas poco a poco cae en las grandes. Y el versículo de san Lucas (16,10): quien
es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho: y quien es injusto en lo poco, también
lo es en lo mucho (Citado en Rodríguez 2004, n.243).
Aprovechemos
para hacer examen, veamos si este aforismo divino también nos señala cuál es la
raíz de nuestros descaminos. Quizá esperamos el gran momento de hacer una gesta
extraordinaria y, mientras tanto, descuidamos las cosas pequeñas ―lo vulgar, lo
de cada día, el detalle, el silencio..., el orden―: Puesto que hemos de comportarnos siempre
como enviados de Dios, debemos tener muy presente que no le servimos con lealtad cuando abandonamos nuestra tarea; cuando no compartimos
con los demás el empeño y la abnegación en el cumplimiento de los compromisos profesionales;
cuando nos puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos,
inútiles... Porque quien descuida esas obligaciones, en apariencia menos
importantes, difícilmente vencerá en las otras de la vida interior, que ciertamente
son más costosas (San Josemaría, Amigos de Dios, n.61).
Concluye
el Señor sus enseñanzas: Ningún criado puede servir a dos señores, porque o tendrá
aversión a uno y amor al otro, o prestará su adhesión al primero y menospreciará
al segundo: no podéis servir a Dios y a las riquezas. Decía el Beato John Henry
Newman: «El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje “instintivo”
la multitud, la masa de los hombres. Miden la felicidad según la fortuna, y, según
la riqueza también, miden la honorabilidad de la persona. (...) La riqueza es uno
de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad el segundo… La fama, el hecho de
ser reconocido y de llamar la atención en el mundo (lo que podría llamarse una fama
de periódico) se consideran como un gran bien en sí mismos, un bien soberano y un
motivo de veneración» (citado en Catecismo, n.1723).
Acudamos
a la Santísima Virgen, para que nos ayude a imitar su ejemplo de desprendimiento,
para que aprendamos de Ella a ser fieles en lo poco, y para que nos alcance la gracia
de iluminar el ambiente en que nos movemos con la luz del Evangelio, con la prudencia
de los hijos de la luz.
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