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Humildad. Los primeros puestos.


1. Una vez más, San Lucas presenta al Señor invitado a un banquete. Muestra, de esta forma, la actitud amistosa de Jesús, que vino para acompañarnos, para estar cerca de nosotros, hasta quedarse a nuestra disposición –hecho pan en la Eucaristía-: Un sábado, entró él a comer en casa de uno de los principales fariseos y ellos le estaban observando.  Les proponía a los invitados una parábola, al notar cómo iban eligiendo los primeros puestos.


Un fariseo importante le invita, para observarlo. No es una invitación fraternal, sino una trampa o un laboratorio. Pero Jesús pasa a la ofensiva, al ver la falta de educación de los invitados, que se sentaban en los lugares privilegiados. Se trata de una actitud bastante común: incluso hay quien se sienta un poco atrás, pero como estrategia, para que lo asciendan. Es la tendencia humana al reconocimiento, a ser tenido en cuenta, a llamar la atención.


Se trata, prácticamente, del primer pecado del hombre: la soberbia. El Diccionario la define como “altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros. Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás”. Apetito desordenado: hay un sano cuidado de uno mismo, pero si se desordena, convierte a la persona en un ser que busca patológicamente la preferencia sobre los demás. Ocupar los lugares principales, como vemos en el Evangelio de hoy, es una manifestación entre muchas…


El soberbio se cree mejor que los demás. Y se entristece cuando la realidad le muestra que, en algún punto, siempre hay otra persona que puede superarlo. Busca su propia excelencia, pero sobre todo el reconocimiento social. Se cree el mejor de todos, en todo: en la apariencia física, en las virtudes, en las capacidades deportivas, en la astucia… Por eso, termina engañado: nadie es mejor que las demás personas en todos los aspectos. También le gusta acompañarse de un séquito de admiradores que le hagan ver su prestancia. Generalmente tiene que pagarles ese homenaje con regalos, comidas o bebidas, que forman parte del derroche necesario para mantener la imagen pública.


Hasta el momento hemos hablado de un personaje abstracto y todos nos hemos imaginado algún conocido. Pero todos somos soberbios. Quién más, quién menos, tendemos a ser altivos, orgullosos, arrogantes. A creernos mejores que los demás, por lo menos en algún aspecto. Esperamos que nos reconozcan nuestros méritos, nuestras capacidades, nuestros logros. Aspiramos a ser queridos, admirados, alabados. Y nos molesta que no sea así. Nos hacen sufrir las “injusticias” que cometen contra nosotros, sobre todo que no reconozcan nuestra valía.


Como los invitados al banquete del fariseo, creemos que nos merecemos los primeros puestos. Por eso, el Señor les propone la parábola: Cuando alguien te invite a una boda, no vayas a sentarte en el primer puesto, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él y, al llegar el que os invitó a ti y al otro, te diga: «Cédele el sitio a éste», y entonces empieces a buscar, lleno de vergüenza, el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a ocupar el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales.


No se trata de una enseñanza de etiqueta, ni mucho menos de un ardid estratégico. Jesucristo nos enseña el valor de una virtud que Él encarnó perfectamente: la humildad. Para no recurrir a fuentes de alta espiritualidad, definámosla también con el Diccionario: “Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”. Si la soberbia era una altivez desordenada, la humildad se define con la palabra conocimiento, que a su vez refiere a la verdad.


Con lo cual llegamos a la descripción de Santa Teresa: Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante ­a mi parecer sin considerarlo, sino de presto­ esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad (Las Moradas, 10, 7).


La humildad es conocer la verdad de lo que somos: hijos de Adán y Eva, inclinados al pecado. Pero también, al mismo tiempo, templos del Espíritu Santo, hijos de Dios y hermanos de Jesucristo. La humildad toca el justo medio de toda virtud: se opone tanto el engreimiento de la soberbia como a la humillación de la tristeza.


Conocer las propias limitaciones y debilidades, dice el diccionario. Saber que llevamos con nosotros el “hombre viejo” del que habla San Pablo. Reconocernos poca cosa delante de Dios. Saber que, además de la naturaleza caída, llevamos con nosotros las cicatrices de tantas caídas, que nos impulsan a recaer. En Camino, San Josemaría habla mucho de la importancia de este conocimiento propio: “Cuanto más me exalten, Jesús mío, humíllame más en mi corazón, haciéndome saber lo que he sido y lo que seré, si tú me dejas” (n. 591), “Cuando te veas como eres, ha de parecerte natural que te desprecien” (n. 593), “Si te conocieras, te gozarías en el desprecio, y lloraría tu corazón ante la exaltación y la alabanza” (n. 594).


Andar en verdad. Saber lo que hemos sido, vernos como somos, conocernos… Es fácil decirlo, pero ¡cuánto cuesta! Precisamente porque el pecado original nos ha hecho soberbios, porque late en nuestra naturaleza la primera tentación: “¡seréis como dioses!”, tendemos a no ver nuestros errores o a disculparlos con toda facilidad. Y además nos molesta cuando nos hacen caer en la cuenta de que nos equivocamos. Por eso, concluye San Josemaría –igual que San Anselmo o  Santa Catalina de Siena- que “el propio conocimiento nos lleva como de la mano a la humildad” (Camino, n. 609).


Aprovechemos esta oración para pedirle al Señor que nos haga el don del conocimiento propio. Es uno de los mejores frutos de la oración: conocer a Jesús y conocernos a nosotros mismos, al compararnos con ese modelo de perfección. Hagamos examen y pensemos qué tanto nos conocemos, si sabemos dónde nos talla el zapato, cuál es nuestro talón de Aquiles y también cuáles son nuestros talentos, para hacerlos rendir como el Señor espera.


2. Para resaltar la importancia de la humildad en la vida interior, el Fundador del Opus Dei predicaba que, «lo mismo que se condimentan con sal los alimentos, para que no sean insípidos, en la vida nuestra hemos de poner siempre la humildad» (25-XII-1972). Y acudía a una comparación clásica: «no vayáis a hacer como esas gallinas que, apenas ponen un solo huevo, atronan cacareando por toda la casa. Hay que trabajar, hay que desempeñar la labor intelectual o manual, y siempre apostólica, con grandes intenciones y grandes deseos –que el Señor transforma en realidades– de servir a Dios y pasar inadvertidos» (Cf. Javier Echevarría, Discurso 18-I-2003).


Nos puede ayudar que consideremos en nuestra oración una plegaria clásica, atribuida al Cardenal del Val, con la que se pide al Señor esta virtud:


Jesús manso y humilde de Corazón, … – Óyeme.


Del deseo de ser lisonjeado, … – Líbrame Jesús
Del deseo de ser alabado, … – Líbrame Jesús
Del deseo de ser honrado, … – Líbrame Jesús
Del deseo de ser aplaudido, … – Líbrame Jesús
Del deseo de ser preferido, … – Líbrame Jesús
Del deseo de ser consultado, … – Líbrame Jesús
Del deseo de ser aceptado,… – Líbrame Jesús
Del temor a ser humillado, … – Líbrame Jesús
Del temor a ser despreciado, … – Líbrame Jesús
Del temor a ser reprendido, … – Líbrame Jesús
Del temor a ser calumniado, … – Líbrame Jesús
Del temor a ser olvidado, … – Líbrame Jesús
Del temor al ridículo, … – Líbrame Jesús
Del temor a ser injuriado, … – Líbrame Jesús
Del temor a ser juzgado con malicia … – Líbrame Jesús


Que otros sean más estimados que yo, … – Jesús dame la gracia de desearlo
Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse, … – Jesús dame la gracia de desearlo
Que otros sean alabados y de mí no se haga caso, … – Jesús dame la gracia de desearlo
Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil, … – Jesús dame la gracia de desearlo
Que otros sean preferidos a mí en todo, … – Jesús dame la gracia de desearlo
Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda, … – Jesús dame la gracia de desearlo


3. El Señor concluye este pasaje del Evangelio diciendo: Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado. Y el Papa Benedicto XVI comenta que “esta perspectiva que nos indican las Escrituras choca fuertemente hoy con la cultura y la sensibilidad del hombre contemporáneo. Al humilde se le considera un perdedor, un derrotado, uno que no tiene nada que decir al mundo. Y, en cambio, este es el camino real, y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo.


Queridos jóvenes, me parece que en estas palabras de Dios sobre la humildad se encierra un mensaje importante y muy actual para vosotros, que queréis seguir a Cristo y formar parte de su Iglesia. El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente: no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser.


Vosotros sois los destinatarios de numerosos mensajes, que os llegan sobre todo a través de los medios de comunicación social. Estad vigilantes. Sed críticos. No vayáis tras la ola producida por esa poderosa acción de persuasión. No tengáis miedo, queridos amigos, de preferir los caminos "alternativos" indicados por el amor verdadero: un estilo de vida sobrio y solidario; relaciones afectivas sinceras y puras; un empeño honrado en el estudio y en el trabajo; un interés profundo por el bien común.


No tengáis miedo de ser considerados diferentes y de ser criticados por lo que puede parecer perdedor o pasado de moda: vuestros coetáneos, y también los adultos, especialmente los que parecen más alejados de la mentalidad y de los valores del Evangelio, tienen profunda necesidad de ver a alguien que se atreva a vivir de acuerdo con la plenitud de humanidad manifestada por Jesucristo.


Así pues, queridos jóvenes, el camino de la humildad no es un camino de renuncia, sino de valentía. No es resultado de una derrota, sino de una victoria del amor sobre el egoísmo y de la gracia sobre el pecado. Siguiendo a Cristo e imitando a María, debemos tener la valentía de la humildad; debemos encomendarnos humildemente al Señor, porque sólo así podremos llegar a ser instrumentos dóciles en sus manos, y le permitiremos hacer en nosotros grandes cosas”.

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