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La misión apostólica


Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir.

¿Después de qué? -El Señor acaba de plantear las exigencias de la vocación al apostolado: “el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. “Los muertos deben enterrar a sus muertos –le respondió Jesús a un huérfano–; tú vete a anunciar el Reino de Dios”. Por último, a uno que le pidió permiso para despedirse de sus parientes, le increpó el Señor: “Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios”.

Después de esto, designó otros setenta y dos. Es un número simbólico, relacionado con la cantidad de naciones que menciona el Antiguo Testamento. Es decir, así como el Señor llamó a un Apóstol por cada tribu de Israel, así elige a un discípulo por cada nación gentil. El Papa resume el sentido de este pasaje: “Cuando Lucas habla de un grupo de setenta, además de los Doce, el sentido está claro: en ellos se anuncia el carácter universal del Evangelio, pensado para todos los pueblos de la tierra”.


“A toda la tierra alcance su pregón”, proclaman con frecuencia los salmos. Dios quiere que seamos conscientes de que la vocación a la santidad, de la que hablamos la semana pasada, no es un bien personal y egoísta sino difusivo de suyo: la cercanía con Jesús es un fuego que debe contagiarse.

2 Y les decía: —La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies.

En un pasaje sobre la misión apostólica, uno esperaría una serie de trucos prácticos: que empiecen por las sinagogas, que busquen a las personas más religiosas, etc. Pero el Señor nos muestra dónde se encuentra la clave de toda labor de apostolado: en la oración. Rogad al dueño de la mies. Comenta San Josemaría: "Desgarra el corazón aquel clamor —¡siempre actual!— del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son pocos.  —Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?" (Forja, n. 906).

En un encuentro con sacerdotes, le preguntaban al Papa Benedicto cuáles deben ser las prioridades en la misión de almas. Y el Santo Padre respondió glosando este Evangelio: “Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos setenta y dos discípulos, les dio tres imperativos: orad, curad y anunciad. Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo”.

El primer imperativo es “Rogad al dueño de la mies”. “Orad, es decir: sin una relación personal con Dios todo el resto no puede funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad divina y la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no vivimos una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo Jesús”.

Esta es una misión para todos los cristianos. Aprovechemos este momento para pedir al Señor: “¡Jesús, almas!... ¡Almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria. Verás como acaba por escucharnos” (Camino, n. 804). Pidamos al Señor que no falten las vocaciones en la Iglesia. Que cada vez sean más las personas que se toman como dirigidas a ellas las palabras del Señor: “sed perfectos como vuestro Padre celestial”. Lo pediremos con nuestra vida entera, que debe convertirse toda ella en “una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo Jesús”. Que seamos amigos de Cristo, para que cada vez sean más los obreros que vengan a la mies del Señor.

2. El segundo imperativo es curar: “en la ciudad donde entréis y os reciban, curad a los enfermos que haya en ella”.

El Papa lo comenta así: “Jesús dijo: curad a los enfermos, a los abandonados, a los necesitados. (...) Por tanto, como se dice, es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones humanas con las personas que nos han sido encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad, porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de nuestro ser humano”.

Éste es uno de los puntos significativos del cristianismo, siempre y en todo lugar. En la Encíclica “Deus Caritas Est” se resume la misión de la Iglesia en tres puntos: culto, servicio, anuncio. Veintiún siglos después, la clave sigue siendo la misma: culto (liturgia, oración), servicio (diaconía, caridad), anuncio (kerigma, apostolado).

Ya hemos hablado de ser almas de oración, amigos de Jesús. Pues la piedra de toque de ese amor es la caridad fraterna: pensemos qué tanto cuidamos las visitas a las personas más pobres o necesitadas (como dice el Papa, puede darse el caso de personas con sus necesidades materiales resueltas, pero en la soledad, el abandono o el sufrimiento). Y también miremos cómo es nuestra caridad con las que tenemos a la mano, en el día a día: parientes, compañeros de estudio o de trabajo, especialmente aquella persona cuyo trato nos cuesta un poco más.

A veces, quizá por nuestra soberbia o nuestro egoísmo perdemos ese “contacto humano”, tratamos secamente a las almas. En este momento pienso en una anécdota de San Josemaría, que en alguna ocasión tuvo que atender a una persona hosca, difícil. “Procuré tratarlo como lo hubiera hecho Jesús”, escribió después en sus apuntes. Esta es la medida de la auténtica caridad, “porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de nuestro ser humano”.

Un aspecto concreto de ese cuidado es el material, pero más importante aún es la preocupación por el alma de nuestros conocidos. Así lo recuerda el Papa: "lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi parecer, a este "curar", en sus múltiples formas, pertenece también el ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente sano. (…) Debemos curar los cuerpos, pero sobre todo —este es nuestro mandato— las almas. Debemos pensar en las numerosas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la meditación, el estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios”.

Todo cristiano debe sentir en su vida el peso de las almas de toda la humanidad y de sus amigos en concreto: pedir por ellos, quererlos, preocuparse por sus necesidades, perder el miedo a preguntarle: “tú, ¿hace cuánto no te confiesas? –si quieres, te presento a mi confesor…” Eso es tratarlos como lo hubiera hecho Jesús, la auténtica caridad.



3. De este modo empatamos con el tercer imperativo, que es el anuncio: Decidles: «El Reino de Dios está cerca de vosotros». Salid a las plazas y decid: «(…) sabed esto: el Reino de Dios está cerca»”.

“¿Qué anunciamos nosotros? Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de cincuenta años o quién sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos los creyentes. Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy, hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio y, naturalmente, anunciar al Dios que se ha hecho presente en la sagrada Eucaristía”.

No basta con el buen ejemplo. Hay que hablar, también a los que parecen más alejados. Cuenta J. Eugui la anécdota de una persona que venció los respetos humanos y le habló de Dios a un amigo: “Me lo refiere un conocido. Iba dando una vuelta con un amigo y tuvo el arranque de manifestarle con toda sencillez que él siempre, es decir, todos los días, hacía una visita al Santísimo en alguna iglesia, y, puesto que se encontraban delante de una abierta, pues que aprovechaba; que a ver qué le parecía acompañarle en tan buena acción. El amigo se mosqueó un poco y contestó que él, mejor se quedaba fuera; cosa que hizo:


-Tú haz lo que te apetezca, pero yo no entro.


A la salida todavía hubo un poco de sorna:


-¿Y qué, te dijo algo?


Pero mi conocido tiene "cintura", y contestó al instante:


-Pues sí; me dijo que te espera.


Es curioso. Del tema no se volvió a hablar, pero el rejón, como se dice en ambientes taurinos, había quedado dentro, bien clavado. Este hombre ya no se pudo ese día, ni en los sucesivos, quitarse de la cabeza lo de "me dijo que te espera". Y acabó por concertar una cita con un sacerdote para tratar sobre la marcha de su vida hasta ese momento. Qué sé yo: son cosas de la gracia divina...”

Aunque seamos poca cosa, aunque tengamos miserias, el Señor quiere contar con nosotros para aumentar el número de obreros en su mies. Así concluye el Papa su consideración del Evangelio que meditamos: “Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien nuestra misión”.

Acudimos a la Santísima Virgen, Reina de los Apóstoles, para que aprendamos de su ejemplo a comunicar a muchas almas el hambre de tratar a Dios, de vivir la caridad cristiana y de hacer apostolado.

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