Al final de la cincuentena pascual, leemos de nuevo el final del Evangelio de Juan (21,15-19): “Cuando acabaron de comer, le dijo Jesús a Simón Pedro: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Le respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: —Apacienta mis corderos. Volvió a preguntarle por segunda vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dijo: —Pastorea mis ovejas. Le preguntó por tercera vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: «¿Me quieres?», y le respondió: —Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús: —Apacienta mis ovejas”.
Los Padres de la Iglesia ven, en este pasaje evangélico, a Jesús que actúa como Buen Pastor. Después de las negaciones de Pedro, el Señor le otorga el primado que le había anunciado: el poder de las llaves. Benedicto XVI comenta en Jesús de Nazaret: “Se confía a Pedro la misma tarea de pastor que pertenece a Jesús (…). Sin embargo, para poder desempeñarla, debe entrar por la puerta. A este entrar -o mejor dicho, ese dejarle entrar por la puerta (cf. Jn 10, 3)- se refiere la pregunta repetida tres veces: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Ahí está lo más personal de la llamada: se dirige a Simón por su nombre propio, "Simón", y se menciona su origen. Se le pregunta por el amor que le hace ser una sola cosa con Jesús”.
Fijémonos en el diálogo, en primer lugar, en las respuestas de Pedro: -¿Me amas? –te quiero. -¿Me amas?- te quiero. ¿Me quieres? –Tú lo sabes todo… Son una invitación a la contrición, a la conversión, que han de estar precedidas por un examen sincero: “¿Un medio para ser franco y sencillo?... Escucha y medita estas palabras de Pedro: «Domine, Tu omnia nosti...» –Señor, ¡Tú lo sabes todo!” (Surco, 326).
Examen sincero, franco y sencillo. Examen lleno de la confianza en Dios, para no caer en el desespero ante la propia miseria. San Josemaría invitaba a hacerse esas preguntas: “en la presencia de Dios, ¿no encuentras nada de lo que no debas lamentarte? ¿Has intentado de verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo, tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y penosamente caduco?” (Amigos de Dios, n.16).
Quizá para evitar el desánimo, comentaba a continuación: “Si os hablo un poco descarnadamente, es porque yo quiero hacer una vez más un acto de contrición muy sincero, y porque quisiera que cada uno de vosotros también pidiera perdón. A la vista de nuestras infidelidades, a la vista de tantas equivocaciones, de flaquezas, de cobardías -cada uno las suyas-, repitamos de corazón al Señor aquellas contritas exclamaciones de Pedro: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te!; ¡Señor!, ¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis miserias! Y me atrevo a añadir: Tú conoces que te amo, precisamente por esas miserias mías, pues me llevan a apoyarme en Ti, que eres la fortaleza: quia Tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 42,2). Y desde ahí, recomencemos (Ib.).
Recomenzar desde un examen sincero, franco y sencillo, es un requisito para la conversión que el Señor nos pide antes de cruzar la puerta de su amor, para ser buenos pastores de nuestros hermanos, recorriendo su camino. Pero no se trata de una meta personal, voluntarista, sino de un regalo de Dios. Por eso aclara el Papa que, más que “entrar” Pedro, se trata de un “dejarle entrar” Jesús.
Podemos seguir inspirándonos en la oración de San Josemaría: “«Domine, tu scis quia amo te!» -¡Señor, Tú sabes que te amo!: cuántas veces, Jesús, repito y vuelvo a repetir, como una letanía agridulce, esas palabras de tu Cefas: porque sé que te amo, pero ¡estoy tan poco seguro de mí!, que no me atrevo a decírtelo claro. ¡Hay tantas negaciones en mi vida perversa! «Tu scis, Domine!» -¡Tú sabes que te amo! -Que mis obras, Jesús, nunca desdigan estos impulsos de mi corazón”. (Forja, n. 176). “¡Ayúdame a amarte más, auméntame el amor!” (Ib., n. 497).
Como requisito para ser un Pastor a la medida del Corazón de Jesús, el Señor exige la conversión, “pregunta a Simón por el amor que le hace ser una sola cosa con Jesús”. En los días previos a Pentecostés, la Iglesia nos propone de nuevo esa mudanza: “El Señor convirtió a Pedro –que le había negado tres veces– sin dirigirle ni siquiera un reproche: con una mirada de Amor. –Con esos mismos ojos nos mira Jesús, después de nuestras caídas. Ojalá podamos decirle, como Pedro: "¡Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo!", y cambiemos de vida. (Surco, n. 964).
Julio Eugui transcribe una piadosa tradición, quizá una simple leyenda: “Cuentan que San Pedro, todos los días, al oír cantar a un gallo, se echaba a llorar porque se acordaba de la triple traición a Cristo, y que las lágrimas habían grabado surcos en sus mejillas. Por cada negación le salía del alma exclamar: "Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo" (Jn 21,17). Es imposible que las lágrimas abran hendiduras en un rostro: hasta aquí la leyenda. Pero es bien verosímil que para San Pedro el canto del gallo tuviera una resonancia muy especial. Y en aquellos tiempos debía ser muy difícil no tener cerca del propio domicilio, incluso en una urbe como Roma, un corralito con algún gallo dispuesto a avisar a los vecinos de la llegada del nuevo día. Cuántos actos de contrición debió hacer aquel gran hombre”.
2. Hasta aquí hemos visto la escena desde la perspectiva de Pedro. Ahora hagamos nuestra oración contemplando las acciones de Jesús: Apacienta mis corderos. Pastorea mis ovejas. Apacienta mis ovejas. Comenta el Papa que Pedro “llega a las ovejas "a través de Jesús"; no las considera suyas, sino como el "rebaño" de Jesús. Puesto que llega a ellas por la "puerta" que es Jesús, como llega unido a Jesús en el amor, las ovejas escuchan su voz, la voz de Jesús mismo; no siguen a Simón, sino a Jesús, por el cual y a través del cual llega a ellas, de forma que, en su guía, es Jesús mismo quien guía”.
En el mismo sentido, predicaba San Josemaría que las almas son de Dios: “Apacienta mis ovejas. No las tuyas, no las vuestras: ¡las mías! Porque El ha creado al hombre, El lo ha redimido, El ha comprado cada alma, una a una, al precio de su Sangre. (…) No hacemos nuestro apostolado. En ese caso, ¿qué podríamos decir? Hacemos -porque Dios lo quiere, porque así nos lo ha mandado: id por todo el mundo y predicad el Evangelio- el apostolado de Cristo. Los errores son nuestros; los frutos, del Señor” (Amigos de Dios, n. 267).
Continúa el Evangelio: En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará adonde no quieras —esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: —Sígueme.
Comenta el Papa: “Toda esta escena acaba con las palabras de Jesús a Pedro: "Sígueme" (Jn 21, 19). El episodio nos hace pensar en el pasaje que sigue a la primera confesión de Pedro, en la que éste había intentado apartar al Señor del camino de la cruz, a lo que el Señor respondió: “Detrás de mí”, exhortando después a todos a cargar con la cruz y a "seguirlo" (cf. Mc 8, 33 s) También el discípulo que ahora precede a los otros como pastor debe "seguir" a Jesús. Esto comporta -como el Señor anuncia a Pedro tras confiarle el oficio pastoral- la aceptación de la cruz, la disposición a dar la propia vida. Precisamente así se hacen concretas las palabras: "Yo soy la puerta". De este modo Jesús mismo sigue siendo el pastor”.
Acudimos a nuestra Madre, Regina Apostolorum, para que en esta recta final del decenario sintamos como dirigidas a nosotros las palabras del Señor: Sígueme. Apacienta mis ovejas. Y respondamos, como Pedro, pidiendo la gracia divina: Tu scis quia amo te!, ayúdame a convertirme para ser un buen pastor de mis hermanos.
guardo en mi corazón esas respuestas de Pedro tan sentimental como débil en la convicción y el amor que es capaz de dar la vida por el evangelio el cual el no tenía y por eso no podía decir que amaba a Jesús sabiendo que era un cobarde, pero tan sincero en reconocer su propia debilidad, y fiarse de la roca que es Jesucristo, la única verdad el único camino y la verdadera vida.
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