Llegamos al final del ciclo pascual. Después de casi cien días que incluyen la preparación cuaresmal, el triduo y la cincuentena pascual, celebramos hoy la Solemnidad de Pentecostés, con la que se concluye este tiempo fuerte, fortísimo, y pasamos de nuevo al ritmo corriente del tiempo ordinario en la liturgia de la Iglesia.
Es un buen momento para hacer examen y ver cómo hemos aprovechado estos días en que la gracia del Señor nos facilita recomenzar nuestra vida interior, la conversión, el decidirnos a tomarnos más en serio la llamada de Dios a la santidad y al apostolado cristiano.
Como la Solemnidad de Pentecostés es tan grande, la liturgia ofrece dos celebraciones: una vigilia y una Misa del día. El Evangelio de la primera está tomado de San Juan (7,37-39). Para entenderlo mejor, hay que contextualizarlo: se trata de la fiesta de los Tabernáculos, que se remontaba a la natural petición de agua abundante en una zona desértica. Los judíos la convertirían después en la celebración en gratitud por el agua que el Señor les había dado en el desierto. Al mismo tiempo, formaba parte de la esperanza mesiánica. Como explica Benedicto XVI, esperaban que el nuevo Moisés, el Mesías, trajese el pan y el agua duraderos, dones básicos para la vida.
En la Fiesta de los Tabernáculos, el sacerdote llevaba al Templo agua de la fuente de Siloé en una copa de oro y rociaba con ella el altar a través de un embudo de plata. Mientras tanto, se leían profecías de Isaías y de Ezequiel sobre la venida del Mesías y sobre los torrentes de agua viva que brotarían del Templo. Este ritual permite contextualizar las palabras de Jesús (Jn 7,37-39): Si alguno tiene sed, venga a mí; y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva.
San Pablo explicará que en Jesús se cumple la antigua profecía: «todos comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo» (1 Co 10, 3s). Jesús se presenta como la roca que da el agua viva, así como en otro momento dirá que Él es el pan de vida.
Benedicto XVI comenta que Jesús “se presenta aquí —de modo similar a lo que hizo ante la Samaritana— como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de vida, de «vida... en abundancia» (Jn 10, 10); una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? «El que cree en mí...». La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte”.
—Si alguno tiene sed, venga a mí; y beba quien cree en mí. La sed es sinónimo de necesidad; la saciedad, de autosuficiencia. Aquí aparece la fe relacionada con la humildad, con la petición de ayuda. Para beber el agua viva, para gustar del pan de vida, hace falta creer que Jesús nos los puede dar.
Viene a la mente Agustín de Hipona, con su búsqueda infatigable de respuesta a sus interrogantes existenciales. Al final podrá escribir, como prólogo de sus Confesiones, lo siguiente: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
Señor: ayúdanos a tener esta actitud, al finalizar la Pascua. Que no perdamos esta santa inquietud de buscarte cada día, con la novedad del alma que se sabe necesitada, que no es autosuficiente. Danos, Señor, la humildad necesaria para creer en ti y acercarnos a beber en esa fuente de agua vida que es tu Corazón amoroso.
Como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva. El que se acerca a Jesús encuentra un manantial inagotable de agua que salta hasta la vida eterna. Así lo expresa San Basilio en su gran libro sobre el Espíritu Santo: “así como los cuerpos nítidos y brillantes, cuando les toca un rayo de sol, se tornan ellos mismos brillantes y desprenden de sí otro fulgor, así las almas que llevan el Espíritu son iluminadas por el Espíritu Santo y se hacen también ellas espirituales y envían la gracia a otras. De ahí viene entonces la presciencia de las cosas futuras, la comprensión de las secretas, la percepción de las ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía del cielo, las danzas con los ángeles; de ahí surge la alegría sin fin, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y lo más sublime que se puede pedir: el endiosamiento”.
Se refirió con esto al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús aún no había sido glorificado. Esa agua viva aparecerá simbolizada en la Cruz, cuando la lanza del soldado haga manar sangre y agua del costado de Jesús. De esta manera, el Evangelista anuncia lo que narrará en los últimos dos capítulos: la comunicación del Espíritu Santo por parte del Señor Resucitado. Por eso se pregunta San Agustín: “¿cómo entender que todavía no había sido dado el Espíritu ya que Jesús aún no había sido glorificado, si no en el sentido de que aquella dádiva, donación o misión del Espíritu Santo habría de comunicarse en el futuro, después de la glorificación de Cristo, como jamás lo había sido antes?”
Acudamos a la Santísima Virgen, Esposa del Espíritu Santo, para que ella nos lleve a la fuente de aguas vivas, para que seamos instrumentos del Señor. Alcánzanos, Madre nuestra, la limpieza por parte del Divino Paráclito, para que podamos desprender ese fulgor de su luz; para que las personas que se acerquen a nosotros se sientan impulsadas a amarle más, para que nosotros también nos convirtamos en espirituales al contacto con su gracia, y podamos transmitirla a los demás, como hicieron los Apóstoles aquella mañana de Pentecostés.
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